Rosalía por Rosalía

La renovación de Rosalía no solo no propone una ruptura y negación de la tradición, sino que la recupera para enriquecerla con los medios técnicos de que dispone el arte en 2018.
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“El acrecentamiento sorprendente de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión que estos alcanzan, las ideas y costumbres que introducen, nos abren la perspectiva de cambios próximos y profundos en la antigua industria de lo Bello”. Esto lo escribió Paul Valéry en su obra de 1931 Pièces sur l’art. Casi un siglo después, la sensación del momento en nuestro país es una catalana de 25 años llamada Rosalía, que acaba de editar un disco en la última frontera de esa antigua industria que es lo Bello.

La artista genera adhesiones entusiastas y también un rechazo que bebe de distintas fuentes. Y su música es solo una parte del universo que ha sido capaz de construir. Es difícil clasificar su nuevo trabajo, El mal querer, desde el punto de vista de las categorías disponibles. Pero tiene sentido que así suceda al tratar de clasificar algo nuevo. Porque Rosalía aporta creación, aunque esta innovación merezca alguna reflexión y hasta un debate.

En La era del vacío (1983), Gilles Lipovetsky definió el modernismo como “esa nueva lógica artística a base de rupturas y discontinuidades, que se basa en la negación de la tradición, en el culto a la novedad y al cambio”. El filósofo francés asoció el fenómeno a las vanguardias que alcanzaron esplendor entre 1880 y 1930, y que luego declinaron por agotamiento, o quizá por autoagotamiento, en el último tercio del siglo XX, merced a su propia naturaleza obsolescente. Lo que vino después fue un posmodernismo que mantiene aquel “odio a la tradición y furor de renovación total”, pero que, vaciado de su capacidad creativa, se convierte en mera “explotación extremista de los principios modernistas”.

En el posmodernismo, la creación caduca tan pronto como queda inaugurada, como esos coches resplandecientes que pierden la mitad de su valor al traspasar la puerta del concesionario. Lipovetsky hace algunos apuntes lúcidos y deja definiciones sugerentes para concluir que el posmodernismo es “la rebelión convertida en procedimiento, la crítica en retórica, la transgresión en ceremonia”.

Pero la renovación de Rosalía no solo no propone una ruptura y negación de la tradición, sino que la recupera para enriquecerla con los medios técnicos de que dispone el arte en 2018, en el sentido que anticipó Valéry. Puede hacer flamenco crudo con sintetizadores y ruidos de motor, y no solo canta, baila y compone: también produce. Hay que presuponer en Rosalía voluntad de estilo y vocación de afirmación, pues, en una época en la que la industria musical había alcanzado las formas de producción de cualquier línea de montaje, ella arriesga con un trabajo experimental que no ofrece una intuición inmediata.

También contraviene los usos de Internet, donde el pago por canción de iTunes sigue siendo el modelo comercial más exitoso. Rosalía vuelve al álbum conceptual y lo hace inspirada en un relato occitano del siglo XIII. Y no solo las canciones trazan un hilo narrativo: el disco también genera sus propios personajes y una estética particular. Tras dos décadas de videoclips protagonizados por chicas en bikini en piscinas de mansiones de lujo, coches deportivos, diamantes, limusinas, cadenas de oro, Rosalía se enfunda un chándal y se sube a la caja de un camión, y todo lo envuelve un feísmo de extrarradio que golpea en la cara: podría ser tu barrio. Podría ser tu barrio y petarlo a la vez en Nueva York.

Pero ¿me gusta Rosalía? Como he dicho antes su recepción no es inmediata. Y a ello contribuyen dos factores antagónicos presentes en su trabajo: la tradición y la novedad. El flamenco es un arte complejo y denso, y por ello poco intuitivo a pesar de la dimensión pasional que lo domina. Pero si el flamenco es difícil, su nueva confluencia con el trap y el pop conduce a un extrañamiento. Es la razón por la que Rosalía cuenta con fans incondicionales y con detractores que no comprenden el fenómeno. Y también con otros detractores que se escudan tras acusaciones de apropiación cultural. No merecen gran detenimiento: porque hubo un Chuck Berry hubo después unos Rolling Stones, y hasta nuestros Burning. Yo admito que solamente comencé a entender a Rosalía después de escuchar la explicación de un músico profesional: a estas alturas casi todo el mundo ha visto el vídeo de Jaime Altozano.

Esa confluencia de la tradición con lo posmoderno es también una mezcla explosiva por otra razón. El flamenco es “duende”, que quizá nos sirva como equivalente de eso que Walter Benjamin llamó el “aura” de la obra de arte. El aura tiene que ver con la autenticidad de la creación, con su “unicidad” y con una contemplación que exige “recogimiento”. El flamenco es todo eso. No obstante, Benjamin escribió, en su ensayo de 1936 La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que la fotografía es la primera técnica artística verdaderamente revolucionaria, pues despoja a la creación de aquello que la define: el aura.

La fotografía acelera el proceso de recepción de la obra de arte por las masas y la despoja de ese valor ritual o “cultual” de la creación clásica que exigía soledad y recogimiento. Las vanguardias dadaístas se esforzaron por destruir el aura de sus creaciones, estilizándolas hasta que no quedara en ellas nada de tradición, contemplación o culto: era l’art pour l’art. El resultado, claro, eran poemas como “galimatías” y lienzos deshumanizados.

Una parte de esa posmodernidad está presente en el trabajo de Rosalía, pero ella no la usa para negar la tradición, sino que crea un tándem entre ambos, que no sé si conduce a la eufonía pero sí al arte. Si a esa tradición del flamenco se le añade esa música urbana posmodernista que se vuelca en la destrucción del aura de la creación, nos queda Rosalía.

Aun antes que Valéry y Benjamin, Ortega y Gasset había teorizado en La deshumanización del arte (1925) sobre l’art pour l’art de vanguardia: cuando la creación deja de imitar a la naturaleza, sostenía, se transforma en un arte para iniciados. Las referencias desaparecen y la recepción, en ausencia de códigos, se presenta como un ejercicio antiintuitivo. Todo el mundo puede conmoverse ante el Cristo de Velázquez, pero disfrutar de Kandinsky quizá requiera un asidero normativo. Algo así sucede con El mal querer: Rosalía es la deshumanización del flamenco, o acaso la deshumanización del pop, y muchos necesitamos un manual de instrucciones para encajar su novedad. Quizá eso explique que el vídeo de Jaime Altozano lleve 1.300.000 visualizaciones en una semana.

¿Me gusta Rosalía? No me atrevería a decirlo, pero el respeto por un artista se muestra en esa voluntad de entendimiento.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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