Ramón González Férriz ha escrito un artículo explicando que los 40 años coinciden con la curva más baja de la U que diferentes estudios le dan al desarrollo temporal de la felicidad. Escribe que en la mediana edad “el cuerpo no es el de antes, hemos dejado atrás los estudios, el ámbito en el que desarrollaremos nuestra actividad profesional está bastante definido (y es difícil cambiar drásticamente de profesión) y lo más probable es que no hayamos triunfado como soñábamos y, en todo caso, suframos mucho estrés. Quizá ya estemos emparejados, aunque no resulte tan satisfactorio como esperábamos, y si tenemos hijos su cuidado, aunque compense, puede ser una verdadera lata, por no hablar de las obligaciones económicas”. González Férriz escribe de un libro “recién aparecido y que aún no se ha traducido al castellano”, Midlife. A Philosophical Guide (La mediana edad. Una guía filosófica), de Kieran Setiya, profesor de Filosofía en el MIT, que según dice González Férriz que cuenta en el libro, “en los últimos años empezó a sentir una ‘desconcertante mezcla de nostalgia, arrepentimiento, claustrofobia, vacío y miedo’.”
Kiko Llaneras ha escrito para explicar que joven no siempre es una etiqueta positiva: “La etiqueta ‘joven’ esconde un desprecio. Cuando los señores mayores te dicen que eres joven -sin serlo- es porque creen que estás a medio hacer. No tienes lo que hay que tener, que normalmente es experiencia, pero también pueden ser cosas vaporosas y discutibles como instinto o carácter. Siempre es algo que a ellos les sobra.”. Ha publicado el artículo el mismo día que llega a las librerías El muro invisible (Debate), “un libro con la gente de Politikon sobre los problemas de las nuevas generaciones: tienen difícil encontrar empleo, ganan poco dinero, retrasan tener niños, reciben menos ayudas, etcétera”, explica Llaneras. Y apostilla: “El libro está bien, pero me supone un problema: creo que durante la promoción me van a llamar joven”. Llaneras cita un artículo de María Ramírez de marzo de 2016, titulado “Señorita”: “Debería ser una buena noticia que no me llamen ‘señora’ y que parezca más joven de lo que soy, pero el ‘señorita’ suele esconder un tono condescendiente, un trato que sólo existe para las mujeres y que indica la anacronía de la vida dividida en dos estadios que no les toca a los hombres”.
Yo, como Kiko Llaneras, sé que no soy joven, a pesar de que me lo digan mucho: les engaña mi aspecto de adolescente desaliñada, aunque haya dejado de serlo hace más de diez años. Me lo dijo la enfermera que hace un año me puso la vacuna de la tosferina después de que le dijera que era mi segundo embarazo; me lo dijo la profesora de yoga el otro día cuando le dije que tenía dos hijos, de ahí mis abdominales blandos; me lo dijo un jefe de prensa hace un par de semanas; me lo dijeron unos señores después de presentar un libro de poesía esta misma semana y me lo dijo la dermatóloga antes de ayer, después de comprobar que algunas de mis pecas habían crecido. No en todas esas ocasiones había un velado desprecio, solo en algunas. Aunque en la peluquería de debajo de casa de mi hermano me harían un descuento por ser menor de 35 años, sé que ya no soy joven. En parte, el final de mi juventud se vio acelerado con la maternidad: me adelanté en un año y medio a la media española de edad en la que se tienen el primer hijo en España. Dejé de beber, dejé de fumar y en cuanto nació mi hija mi vida social se vio fatalmente reducida (muchos de mis amigos desaparecieron y yo sigo tratando de alejar el rencor). Se acabó salir y se acabó vivir con un cierto aire de despreocupación y dispuesta a la aventura constante. Mucho de esos amigos no han tenido hijos y han prolongado esa sensación. Algunos viven en la inestabilidad pero tampoco son jóvenes. ¿En qué momento dejé de ver que se apelara a mi juventud como excusa para justificar mis fracasos para verlo como un ocultamiento de mis modestos triunfos?
Lo que no sabía es que con los treinta no solo empezaba mi edad adulta, también la desigualdad, como explicó Henry Mance en Financial Times: “Es cuando el feminismo empieza a requerir reflexión y sacrificios”. Dice que hasta este momento ser feminista no le costaba esfuerzo. Es cuando empieza a agrandarse la brecha salarial, que en España ronda el 18% por hora. Un artículo de Hipólito Simón en Politikon descomponía un análisis de datos del INE: “las mujeres resultan muy penalizadas salarialmente por el hecho de trabajar en peores empleos (lo que explicaría 5 de los 20 puntos porcentuales de diferencia en los salarios medios) y, especialmente, en peores empresas (este elemento explicaría 8 de los 20 puntos). La parte restante de la brecha (7 de los 20 puntos) correspondería a diferencias salariales con un carácter intraempresa, lo que revela que en promedio las empresas españolas pagan un 7% menos a las mujeres en relación con hombres que tienen exactamente sus mismas características productivas y trabajan en puestos de trabajo similares en sus mismas empresas”.
Hay otra cosa: hasta que son madres, las mujeres tienen condiciones laborales y salarios prácticamente equiparables a los de los hombres. Las bajas de maternidad, las reducciones de jornada por cuidado de hijos y familiares explican la brecha: no solo cobran menos, sino que además ven reducidas sus posibilidades de promoción. No me siento en la parte más baja de la curva de la U de la felicidad, pero sé que es muy difícil que gane no más sino lo mismo que mi novio, aunque mi formación sea superior a la suya. Las carreras laborales de las mujeres y sus logros profesionales, en general, aunque tienen menos picos de éxito que las de los hombres, son más largas. No sé si eso significa que tendré un trabajo peor durante más años o que podré escribir la gran novela española a los 70. Como soy una optimista, puede que las dos.
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).