Hace una semana, un amigo me preguntó cómo era la Navidad cuando era joven en Yugoslavia, en los años sesenta. Le dije: “La Navidad se canceló”. Eso era cierto, pero la verdad completa era un poco más compleja. Al igual que en la Unión Soviética, pero no en el resto de Europa del Este, la Navidad en Yugoslavia se combinaba con el Año Nuevo, y todas las festividades navideñas habituales, incluido el árbol de Navidad, Papá Noel y el intercambio de regalos, se desplazaban unos días. La Navidad se juntó con el Año Nuevo y perdió la mayor parte de su connotación religiosa, o toda. La fiesta oficial era el día de Año Nuevo, una festividad decididamente laica.
¿Cómo ocurrió esto? Cuando los comunistas llegaron al poder en Yugoslavia se encontraron frente a un país multirreligioso en el que las diferentes religiones, durante la Segunda Guerra Mundial, azuzadas por los nazis, se habían enzarzado en brutales guerras intestinas y religiosas. (Quien crea que los religiosos son tolerantes no sabe nada de historia ni de actualidad). En el Reino de Yugoslavia de entreguerras, ambos tipos de cristianos celebraban sus Navidades y Pascuas; eran fiestas oficiales y es posible (aunque no estoy seguro) que en las partes del país con mayoría musulmana algunas fiestas musulmanas fueran también oficiales. Era un complicado mosaico de celebraciones religiosas. Los comunistas yugoslavos, mareados por el éxito de la revolución, decidieron cortar el nudo gordiano de las celebraciones religiosas (que de todos modos no les gustaban) y deshacerse de todas ellas como fiestas oficiales.
Como ya he dicho, siguieron la práctica soviética. La situación fue diferente en otros países de Europa del Este, cuyos comunistas fueron más considerados, ya que llegaron al poder sobre todo gracias a la participación soviética, tuvieron que ser un poco más respetuosos con las prácticas religiosas de la población y no se enfrentaban a un mosaico de fiestas religiosas. Además, a menudo tenían que tratar con una Iglesia católica mucho más poderosa. Así, en Polonia, Hungría y Checoslovaquia, la Navidad se siguió celebrando, de forma bastante abierta.
Yo apenas sabía de la existencia de la Navidad cuando era niño. Tanto el 25 de diciembre como el 7 de enero eran días laborables ordinarios, en los que mis padres y los de todos los demás iban a trabajar. Cuando leía en los periódicos un artículo, por ejemplo, sobre cómo las calles parisinas estaban especialmente bien iluminadas para la Navidad de ese año, sentía vagamente que los franceses debían estar celebrando alguna extraña fiesta cuasimedieval a la que ninguna persona de mentalidad moderna prestaría la más mínima atención. Para mí, las celebraciones navideñas en Europa occidental eran un poco como esas extrañas costumbres que, según leía, aún existían entre los lores, reinas y reyes británicos, que me parecían tan extravagantes que me preguntaba cómo un país avanzado podía tener prácticas tan poco ilustradas. Quizá se pareciera a la sensación que los votantes de la Cienciología suscitan entre la mayoría de la gente en los Estados Unidos hoy en día.
En nuestra escuela primaria, la Navidad y la Semana Santa (de ambos tipos) eran también días laborables ordinarios. Que yo recuerde, nadie los mencionó nunca. La única nota discordante es que teníamos en nuestra clase a un niño, de nombre Mikica, cuyos padres se negaban a enviarlo a la escuela en Navidad y Semana Santa. Era un chico callado, bastante taciturno, no muy querido por los demás alumnos y dos veces al año simplemente no se presentaba. Recibía una ausencia injustificada de los profesores, pero ni estos ni nadie le daban importancia. A nosotros, los niños, nos parecía que los padres de Mikica eran unos padres un tanto inusuales que, en lugar de presionar a su hijo para que fuera al colegio, de forma muy poco habitual, le prohibían ir a clase un día concreto. En cierto modo nos gustaba: no ir al colegio y tener a los padres de tu lado parecía bastante guay.
Desde el punto de vista sociológico –y me di cuenta de ello mucho más tarde– había un ángulo interesante en las ausencias escolares de Mikica. Mientras que los padres de la mayoría de mis compañeros trabajaban en empresas estatales o en el gobierno (incluidos mis padres), el padre de Mikica pertenecía al sector privado. Era taxista. Alguien como mi padre, que trabajaba para el gobierno, no podía, aunque quisiera (y mi padre ciertamente no lo hacía, ya que ignoraba alegremente la Navidad), celebrar la Navidad o no enviar a sus hijos a la escuela el día de Navidad. La historia de un miembro del Partido Comunista y de un funcionario del gobierno que se tomara un día libre en Navidad o incluso que organizara una cena navideña se extendería. El resultado sería una severa crítica del Partido, la degradación del puesto de trabajo y, en caso de reincidencia, probablemente el despido.
Pero si uno estaba en el sector privado, las reglas eran diferentes. Mi tía, que era religiosa y se preocupaba por las tradiciones familiares, organizaba todos los inviernos espléndidas cenas, con mantel blanco y copas de cristal, ya fuera por la Navidad ortodoxa o por el santo patrón (el suyo era San Juan, el 20 de enero). Mis padres, también mi padre, acudían con mucho gusto. Las comidas eran exquisitas, el vino bueno. Pero eso era políticamente aceptable: ir a una fiesta religiosa organizada por un primo cercano no era transgredir las normas. Y mi tía, que era dentista, que había tenido una consulta privada y que más tarde (tras la prohibición de la consulta privada para los médicos) trabajaba en un sistema sanitario estatal como el NHS, podía celebrar libremente la Navidad. No era miembro del Partido Comunista y podía hacer lo que quisiera, con la excepción quizás de celebrar esas fiestas de forma demasiado ostentosa. Mi otra tía, que era profesora de geografía, hacía lo mismo. Su posición era más delicada porque se suponía que los profesores no debían participar, de palabra o de obra, en lo que podría considerarse propaganda religiosa. Pero ella, profundamente religiosa, observaba todas las fiestas en silencio dentro de la familia.
Y para nosotros, los niños, como ya he dicho, se canceló la Navidad. Esperábamos con impaciencia el Año Nuevo, cuando Ded Moroz nos traía regalos, cuando decorábamos el árbol y cuando, a medida que crecíamos,podíamos salir de fiesta, beber, fumar y algunos incluso fumar sustancias ilegales hasta altas horas de la madrugada.
Cuanto más mayores nos hacíamos, más se desvanecía la Navidad en la irrelevancia. La Nochevieja, con buenas cenas, fiestas de baile y conciertos, era mucho más emocionante. ¿Dónde ir? ¿Fiesta privada, el nuevo hotel, pista de baile? ¿Quién vendría? ¿Cuánto duraría la fiesta? La emoción y la impaciencia nos invadían en los últimos días antes del 31 de diciembre. Y entonces, mientras todos se preparaban para la fiesta, y mientras yo me afeitaba frente al espejo, para estar fresco y aseado, el aroma de la nueva colonia se mezclaba de repente con el olor fresco y limpio de la nieve recién caída… y con el sueño de una chica que podría conocer esa noche.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente aquí.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).