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Inviolatissimum

Las misiones diplomáticas se respetan aún entre naciones enemigas. Nada hay de heroico en arrojar a un embajador a un foso.
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En 1979, una turba de “estudiantes islámicos” asaltó la embajada de Estados Unidos en Teherán, duplicando una historia ocurrida ciento cincuenta años antes, cuando en 1829, el dramaturgo Alexandr Griboyedov fue nombrado embajador de Rusia en Persia. Casi recién llegado, acudieron a la embajada para solicitar asilo dos esclavas y un eunuco que venían huyendo de un harén. El sha exigió a la embajada que expulsara al trío, pero Griboyedov bien conocía su deber como embajador y el derecho de asilo. Ante la negativa, los persas azuzaron a una multitud para atacar la embajada. El embajador Griboyedov terminó decapitado por un artesano del kebap y su cadáver fue arrastrado por las calles de Teherán, ante una muchedumbre que festejaba como suelen festejarse estas cosas por aquellos lugares. El eunuco murió en la lucha y es mejor no pensar en la suerte de las mujeres.

Aunque aún no se llegaba a la ahora tan cacareada convención de Viena, Alexandr Griboyedov conocía bien las leyes y, sobre todo, como dramaturgo y filólogo conocía la historia y las tradiciones de las embajadas y el asilo político.

Las misiones diplomáticas se respetan aún entre naciones enemigas. Por eso fue error y motivo de culpa que los atenienses y espartanos arrojaran a sendos pozos a los embajadores persas. “Y por cierto que Jerjes no despachó heraldos a Atenas y Esparta para exigir la tierra por la siguiente razón: años atrás, cuando Darío envió a sus heraldos con idéntica misión, los atenienses arrojaron a quienes les formularon dicha exigencia al báratro, y los espartanos a un pozo, instándoles a que sacasen de allí la tierra y el agua y se la llevaran al rey”.

Sin importar las recreaciones contemporáneas, nada hay de heroico en arrojar a un embajador a un foso.

En la tradición griega había severos castigos para quien violara la inmunidad de quien solicitaba asilo. Por eso Las troyanas de Eurípides comienza con una discusión entre Atenea y Posidón sobre el castigo que merecen los aqueos porque uno de ellos, Áyax el Menor, sustrajo a Casandra del templo de Atenea, donde debía tener inmunidad.

ATENEA.— ¿No sabes que hemos sido ultrajados yo y mi propio templo?
POSIDÓN.— Lo sé, cuando Áyax arrastró a Casandra por la fuerza.
ATENEA.— Y sin embargo nada le han hecho los aqueos, ni siquiera se lo han censurado.
POSIDÓN.— ¡Y pensar que destruyeron Ilión ayudados por ti!
ATENEA.— Por eso quiero dañarlos con tu ayuda.
POSIDÓN.— Estoy dispuesto, en lo que de mi depende, a lo que quieres. ¿Qué les harás?
ATENEA.— Quiero que tengan un retorno lamentable.

Griboyedov también habría leído Edipo en Colono, de Sófocles. Ya ciego y en desgracia, Edipo pide asilo a los atenienses. “Tal como me acogiste suplicante bajo promesa, protégeme y guárdame.” Llega entonces Creonte con sus huestes y quiere llevarse a Edipo y a sus dos hijas por la fuerza. A partir de ahí, el coro multiplica sus denuestos contra tal acción. “No obras con justicia… Terrible cosa… Cuánta arrogancia… Insolencia… Actos indignos.” Entonces aparece el rey ateniense para oponerse a Creonte:

Has cometido acciones indignas de mí, de aquellos de los que tú mismo has nacido y de tu país, porque, entrando en una ciudad que observa la justicia y que nada realiza que esté fuera de la ley y despreciando las leyes vigentes en esta tierra, irrumpes así en ella, te llevas lo que deseas y por la fuerza lo pones a tu lado.

El derecho de asilo fue reconocido por muchas culturas antiguas. Se daba sobre todo en los templos. En su Descripción de Grecia, Pausanias menciona el santuario de la diosa Hebe:

De todos los honores que recibe la diosa entre los fliasios, el más importante es el relativo a los suplicantes. Efectivamente, han concedido derecho de asilo allí a los suplicantes, y los prisioneros, una vez liberados de esta forma, ofrendan sus grilletes colgándolos en los árboles del bosque sagrado.

El rey de Esparta Agis IV sufrió un golpe de estado y fue condenado a muerte. Se refugió en el templo de Atenea Calcieco. Ahí estaba seguro, pero le daba por salir de vez en vez a los baños públicos. Luego de bañarse bonitamente, lo pillaron a medio camino rumbo al santuario. Fue arrestado y ejecutado.

Los ejemplos son numerosos. En la tradición de los templos paganos, los cristianos también se volvieron baluartes del derecho de asilo, al cual se le colgó un adjetivo en latín: inviolatissimum. Y Juan de Mariana escribía para cualquier gobernante: “No despoje los templos del derecho de asilo, privilegio concedido por nuestros antepasados. Vale más dejar sin castigo los crímenes que derogar leyes santificadas por los siglos”.

Y por poner un ejemplo literario, recordemos a Victor Hugo y Nuestra Señora de París.

Cuando están por ahorcar a Esmeralda por un crimen que no cometió, llega Cuasimodo al rescate. “Levanta del suelo a la gitana como levanta una niña a su muñeca.” Corre hacia la iglesia y grita: ¡Asilo, asilo!” El gentío le hace eco: “¡Asilo, asilo!”, y prorrumpe en aplausos.

Hizo, por fin, una tercera aparición sobre la cima de la torre de la campana mayor; desde allí pareció que enseñaba con orgullo a toda la ciudad la que había salvado, y su voz tonante, aquella voz que se oía tan rara vez, y que él no oía jamás, repitió tres veces con frenesí hasta la bóveda del cielo: ¡Asilo, asilo, asilo!

Al final el malvado Frollo se encarga de dejar a Esmeralda sin asilo, y el final es triste sin asilo. Esmeralda encuentra a la madre para perderla, y ella también pierde la vida en la horca. “Giró muchas veces la cuerda sobre sí misma, y vio Cuasimodo agitarse convulsivamente el cuerpo de la gitana.” ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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