En uno de los foros con víctimas de la violencia en México, el presidente electo Andrés Manuel López Obrador comprobó lo difícil que es promover una política del perdón en una sociedad marcada por el duelo. Unidos en un mismo reclamo, familiares de los desaparecidos durante la represión de 1968, de los 43 maestros normalistas de Ayotzinapa y damnificados del sismo de 2017, interrumpieron, al grito de ¡Justicia!, al poeta Javier Sicilia, que había pedido un minuto de silencio por los muertos.
La propuesta de amnistía de López Obrador deberá enfrentarse no solo a la demanda de verdad y justicia por parte de víctimas recientes, sino a la vieja exigencia de esclarecimiento de los hechos de la “guerra sucia” del régimen priista contra la izquierda y, especialmente, de la masacre de estudiantes el 2 de octubre de 1968, en la Plaza de Tlatelolco. Ningún gobierno del PRI, entre el de Gustavo Díaz Ordaz, responsable de la matanza, y el de Enrique Peña Nieto, y ninguno de los dos gobiernos del PAN, el de Vicente Fox y el de Felipe Calderón, promovió una agenda de memoria, justicia y verdad en México.
En medio de la opacidad o la distorsión del relato oficial y de múltiples trabas al acceso de información, algunos historiadores han avanzado recientemente en el estudio del 68 mexicano. Pero siempre vale la aclaración de que buena parte de ese trabajo fue adelantado por los escritores (Octavio Paz, José Revueltas, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, Hugo Hiriart, María Luisa Mendoza, Luis González de Alba…), muchos de ellos, protagonistas del propio movimiento.
En La presidencia imperial (1997), Enrique Krauze logró una de las narraciones más matizadas y completas de los hechos. Krauze contó para ello con una fuente imprescindible: las memorias inéditas de Gustavo Díaz Ordaz. Allí el presidente anotó sin inhibición su profundo desprecio por la autonomía universitaria y el movimiento estudiantil. Aunque fuera una conquista de la “Revolución Mexicana”, que Díaz Ordaz y su Secretario de Gobernación Luis Echeverría consideraban entidad viva, la autonomía universitaria estaba sirviendo para incubar un proyecto comunista, alentado por la Unión Soviética, China y Cuba, que destruiría el sistema político mexicano.
La UNAM era, según Díaz Ordaz, un “estadito” dentro del Estado y Heberto Castillo, líder del Movimiento de Liberación Nacional creado por Lázaro Cárdenas en 1959, era su “presidentito”. Cuando el 16 de septiembre, Castillo, en nombre de la Coalición de Maestros pro Libertades Democráticas, dio el grito de independencia en la UNAM, el presidente creyó ver confirmado el relato que le llegaba a través de sus fuentes, pero también de la estación de la CIA en México, dirigida por su amigo Winston Scott.
Díaz Ordaz y su aparato de seguridad observaban una afinidad de estilo entre el movimiento juvenil mexicano y el francés. De hecho, el presidente instruyó al regente de la ciudad, Alfonso Corona del Rosal, un militar de carrera, para que estudiara la forma en que el gobierno de Charles de Gaulle había hecho frente al mayo francés. Díaz Ordaz alertaba a sus subordinados de que los estudiantes actuarían como “carne de cañón” de agentes comunistas extranjeros, por lo que era necesario un dispositivo de represión. El bazucazo en la puerta de San Ildefonso el 31 de julio, la ocupación de la Universidad el 18 de septiembre y la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre, fueron escenas de un despotismo premeditado.
Que el guión de los estudiantes como “marionetas” de la Guerra Fría estaba escrito antes del 2 de octubre se confirmó en los interrogatorios y torturas a los líderes del movimiento. Los verdugos repetían la trama de que los universitarios buscaban el derrocamiento del gobierno y la instauración de una dictadura comunista, encabezada por Heberto Castillo, quien había participado en las reuniones de la Tricontinental y la OLAS en La Habana en 1966 y 1967.
Un libro de Sergio Aguayo, investigador de El Colegio de México, que acaba de publicarse, titulado El 68. Los estudiantes, el presidente y la CIA (2018), pone énfasis en el papel de Winston Scott y la CIA en la factura de aquella trama. Aguayo piensa que la intervención de los servicios de inteligencia de Estados Unidos en el 68 y en toda la represión de la izquierda mexicana, durante la Guerra Fría, ha sido subvalorada. El traspaso de información y de técnicas represivas entre la CIA y el aparato de seguridad de Díaz Ordaz fue, a su juicio, constante y decisivo para la neutralización del movimiento estudiantil.
Aguayo sugiere que también las agencias secretas de la Unión Soviética y Cuba tuvieron algún papel en el 68 mexicano, y no precisamente para favorecer al movimiento estudiantil. Las simpatías por Cuba, Fidel Castro y el Che Guevara eran profundas en aquella generación –de hecho, uno de los primeros actos del verano fue la celebración del aniversario del asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio, por la Confederación Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED)–, pero ni el gobierno cubano ni el soviético actuaron a favor del movimiento. Para Cuba, sobre todo, la alianza con Díaz Ordaz y el PRI era de enorme valor estratégico.
El rechazo de Moscú y La Habana al espíritu del 68, a tono con la détente soviética, era pragmático, pero también ideológico. Aunque la presencia de las juventudes comunistas no fue despreciable, las demandas del movimiento estudiantil se inscribían en un imaginario democrático, más heredero de tradiciones libertarias o socialistas, críticas del modelo soviético. La prensa cubana, donde no faltaron cuestionamientos al carácter “revisionista” y “pequeño burgués” del mayo francés, censuró expresiones de solidaridad con los estudiantes mexicanos y avaló la actuación del gobierno de Díaz Ordaz.
Otro investigador de El Colegio de México, Ariel Rodríguez Kuri, ha concluido un ambicioso volumen sobre el 68 mexicano: Museo del universo. Los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968 (2018). El historiador recuerda que la represión del movimiento estudiantil fue un fenómeno interrelacionado con la celebración de los Juegos Olímpicos en octubre de aquel año. Las olimpiadas de 1968 constituyeron un gran gesto demostrativo, en el que el Estado post-revolucionario mexicano intentó trasmitir una imagen de estabilidad y progreso, en medio del calentamiento de la Guerra Fría en el Tercer Mundo.
Las olimpiadas se celebraron unas semanas después de la masacre de Tlatelolco y buscaron lavar el rostro del autoritarismo. Pero, como sugiere Rodríguez Kuri, no lo lograron e hicieron más evidente que la pompa y el ceremonial del régimen ocultaban una limitación de libertades y un trasplante de la doctrina de la seguridad nacional, muy parecidas a las de las dictaduras militares del Cono Sur. Tlatelolco había demostrado que el autoritarismo de la derecha latinoamericana podía reproducirse bajo un sistema político muy diferente, como el que institucionalizó la Revolución Mexicana.
El estudio de Rodríguez Kuri destaca la participación de diversos “agrupamientos militares” en la represión de los estudiantes: batallones de infantería, fusileros, paracaidistas, blindados, policía militar, además de la guardia presidencial y el Batallón Olimpia, que intervinieron directamente en Tlatelolco. Sin embargo, Rodríguez Kuri tiende a coincidir con la información oficial sobre las víctimas de la represión: 27 asesinados el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas y unos 40 muertos en la represión total, entre julio y diciembre de 1968. Una investigación reciente de Susana Zavala, en la UNAM, con fuentes institucionales y periodísticas nacionales, pero también de la CIA, reporta que en las mismas fechas el saldo letal fue de 78 muertos y 31 desaparecidos.
Como quiera que se calcule dicho saldo, difícilmente se podrá eludir la conclusión de que en 1968 el régimen mexicano actuó de acuerdo con los cánones represivos del autoritarismo de derecha en América Latina. El mito de la excepcionalidad mexicana en la Guerra Fría queda claramente en entredicho en la nueva historiografía crítica sobre el movimiento estudiantil del 68, demandando una profunda revisión de la política de Estado en materia de memoria, justicia y verdad.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.