Las placas y el tratamiento de la memoria histórica

Un recuento de la discusión en torno al retiro de las placas alusivas a la inauguración de estaciones de metro por Díaz Ordaz.
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El 1 de octubre, el gobierno de la ciudad retiró de manera inesperada seis placas conmemorativas en las que se consignaba que, en 1968, el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz había inaugurado sendas estaciones del Metro. En sus primeras declaraciones sobre el tema, el jefe de gobierno de la Ciudad de México, José Ramón Amieva, explicó que la decisión buscaba mandar un “mensaje de paz”, y añadió que “en 50 años hay ciclos que se deben de cerrar y considerar cuál es el pensar y el sentir de la población de la Ciudad”.

Su decisión provocó reacciones inmediatas en las redes sociales.

 

 

Para Rafael Rojas, profesor e investigador del CIDE, “La remoción de placas con el nombre de Gustavo Díaz Ordaz tiene visos de lo que Tzvetan Todorov llamaba “abusos de la memoria”. No cabe duda de que Díaz Ordaz fue responsable de la represión contra el movimiento estudiantil y, específicamente, de la matanza de Tlatelolco, pero hay que evitar la demagógica criminalización del pasado, que puede conducir a una reescritura de la historia oficial. Donde quiera que ha habido transiciones democráticas, Europa del Este y América Latina, España y Portugal, junto con la necesidad de una verdadera política de memoria, justicia y verdad, se han producido esos brotes de demagogia. Tan dañino para una democracia es un pacto de olvido e impunidad como una ola de revisionismo simbólico que amenace el espacio público”.

En la mañana del 2 de octubre, en una entrevista radiofónica, el jefe de gobierno explicó que la decisión se había tomado por petición de una delegación de deportistas que participaron en los Juegos Olímpicos del 68, así como de “diversas personas que son usuarios del metro”. Añadió que, a su juicio, las placas “corresponden a un culto a la personalidad del gobernante y no a un esquema de comunicación de la realidad histórica”. Defendió también que su gobierno no busca borrar la memoria histórica del 68, pues en conjunto con la UNAM y la UNESCO, participó en la declaratoria como Patrimonio Cultural Intangible a la Plaza de las Tres Culturas.

No es la primera vez que el retiro, o la pretensión de retirar, placas o monumentos desata una polémica. En 2013, fue retirada de Paseo de la Reforma una estatua de Heydar Aliyev, exmandatario de Azerbaiyán que era ensalzado por la retórica oficial pero señalado por opositores por las violaciones a los derechos humanos que se dieron durante sus 30 años en el poder. Discusiones semejantes han surgido, por ejemplo, en España, a propósito de los monumentos del franquismo, y en Estados Unidos ante aquellos que honran a figuras destacadas de la Confederación derrotada en la guerra civil. Al retiro de monumentos y placas antecede, y por lo general también sucede, una discusión pública. Nada hay de raro en esto: como aseguró Tzvetan Todorov en esta revista, “la democracia no permite reconciliar todos los puntos de vista, pero sí elaborar un relato común que contenga las páginas oscuras y las páginas rosas del pasado”.

Lo que llama la atención en el retiro de las placas del Metro es la ausencia de elaboración de ese relato común. Amieva argumenta que las placas serían una muestra de culto a la personalidad, pero a la vez aclara que no retirará más placas en las que aparecen los nombres de otros funcionarios presentes y pasados, y que podrían ser objeto de los mismos señalamientos. La necesidad de poner en grandes letras el nombre del funcionario que inauguró cada edificio, puente o autopista del país es cuestionable, sin duda. Pero incluso esas placas conmemorativas funcionan como un registro histórico. Y ese registro puede ampliarse y resignificarse de cara a un contexto cambiante. 

El Programa de Derechos Humanos del Distrito Federal propuso, en 2009, modificar “la nomenclatura de las calles, sustituyendo el nombre de perpetradores o perpetradoras de violaciones a derechos humanos cometidas durante la llamada ‘guerra sucia’, por el de las víctimas de tales violaciones y agilizar los procesos administrativos relacionados con el cambio de nomenclatura”, esto con el fin de buscar la reparación a las víctimas. Amieva no aludió al citado programa como una de las razones para retirar las placas.

Para algunos sobrevivientes del 68, el retiro del nombre de Díaz Ordaz es un acto de justicia. José Armando Romero Negrete, quien fuera estudiante de la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica hace 50 años, comentó a El Universal: “Es fantástico que hayan quitado el nombre de Díaz Ordaz, fantástico porque la historia juzga y que lo pongan en su lugar”. Como cada 2 de octubre, desde el 2006, la organización civil H.I.J.O.S (Hijas e Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) realiza jornadas de renombramiento de calles para recordar a quienes fueron desaparecidos o asesinados durante los gobiernos de Díaz Ordaz y Luis Echeverría.

Como parte de las ceremonias en alusión al movimiento estudiantil, los diputados develaron una placa en el Muro de Honor del Palacio Legislativo de San Lázaro. Mientras que entre el primero y segundo balcón del pleno del Senado ahora se lee la inscripción con letras doradas “Movimiento estudiantil de 1968”.  

La discusión, por lo demás, no se limita a la Ciudad de México.

El debate en torno al pasado está, pues, vivo, pero no puede afirmarse que el consenso sea borrar todo vestigio de hechos cruentos del pasado.

La decisión de retirar las placas ha sido arbitraria y, al no haber claridad en cuanto a qué las sustituirá, solo sirve para dejar un hueco donde antes había un objeto cuyo significado podía ampliarse. Citando de nuevo a Todorov, “en las democracias, en principio, el poder no dicta la forma en que se debe tratar el pasado. Es el debate público el que la establece.” Hubiera sido deseable que, en el retiro de las placa, el debate hubiera venido primero.






 

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