El presidente de Estados Unidos no ha sido sutil sobre sus objetivos para el Ártico: “Iremos tan lejos como tengamos que ir” para adquirir Groenlandia, dijo en marzo, sentado detrás del escritorio Resolute en el Despacho oval de la Casa Blanca. El escritorio, hecho con parte del buque británico de exploración ártica H.M.S. Resolute, es en sí un recordatorio de los viajes al norte que hicieron aquellos constructores de imperios, el tipo de empresa que persigue el presidente. “Necesitamos Groenlandia,” dijo Donald Trump. “Y el mundo necesita que tengamos Groenlandia.”
Trump y sus aliados están obsesionados con los minerales de tierras raras, la ubicación estratégica y las rutas marítimas de la isla. Obtener Groenlandia es una de las dos partes de la estrategia de la administración Trump para ampliar la influencia de Estados Unidos sobre el Norte. La otra parte, que también ha atraído una enorme atención, es el deseo de Trump, constantemente manifestado, de convertir a Canadá en el estado número 51 de Estados Unidos. Estos deseos van en contra de las opiniones de los residentes tanto de Canadá como de Groenlandia, quienes coinciden en que las fronteras del norte de Estados Unidos deben permanecer donde están.
Cuando el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, descendió del Air Force Two durante su reciente viaje al noroeste de Groenlandia, bromeó diciendo que nadie le había advertido que haría tanto frío. (Había 19 grados centígrados bajo cero cuando aterrizó.) Antes de excavar minas a cielo abierto o alterar la frágil política del Ártico, los aspirantes a expansionistas tal vez deberían informarse sobre sus climas, culturas e historia, específicamente sobre cómo les fue a quienes intentaron obtener ganancias reclamando tierras del norte.
Desde fines del primer milenio y hasta el siglo XVII, los europeos vieron oportunidades de lucro en el Ártico, primero en Groenlandia y, más tarde, en Canadá.
Poco después de establecer una colonia en Islandia a finales del siglo IX, los exploradores nórdicos (también conocidos como vikingos) pusieron su mirada en Groenlandia, a pesar de que ya estaba habitada por los indígenas inuit. Sin tratados formales, los nórdicos construyeron dos pequeñas comunidades en las costas de Groenlandia, donde tendrían acceso directo a las morsas, cuyo marfil y pieles resistentes eran altamente demandados. Importaron ganado de rebaños escandinavos para complementar su dieta, aunque mantener a estos animales era difícil durante los largos inviernos groenlandeses. Aun así, el atractivo de las morsas los empujó a quedarse. A diferencia de los inuit, que solo cazaban lo necesario, los nórdicos explotaron el recurso de forma insostenible, cazando excesivamente a las morsas y poniendo en peligro su propia base económica.
Igual de preocupante fue que los nórdicos no lograron establecer relaciones de cooperación con los inuit. Los nórdicos los llamaban “skraelings” (miserables) y, según las sagas, cometieron actos de violencia. Los inuit resistieron, incluso llevando a cabo un ataque en 1379 que mató a 18 nórdicos, un duro golpe para la pequeña población inmigrante. Aun más devastador fue el inicio de la Pequeña Edad de Hielo, que comenzó a bajar las temperaturas en el siglo XIV. Los inviernos más largos y fríos produjeron hielo que obstruía los fiordos durante gran parte del año, dificultando el viaje entre Noruega y Groenlandia. Este periodo frío duró hasta el siglo XIX.
Para cuando Cristóbal Colón navegó hacia el oeste a finales del siglo XV, iniciando una era en la que los europeos saquearon y extrajeron riquezas del hemisferio occidental en forma de oro, plata y azúcar producidos por pueblos esclavizados, las comunidades nórdicas de Groenlandia prácticamente habían desaparecido. Eso no significó que los europeos abandonaran el Norte. En su lugar, los monarcas reclamaban las tierras que eran objeto de interés de los exploradores a quienes financiaban.
Para el siglo XVI, el Ártico canadiense se volvió valioso más por su geografía que por sus recursos, especialmente para los ingleses. Durante el largo reinado de la reina Isabel I (1558 a 1603) y en los años posteriores, muchos británicos soñaban con encontrar el Paso del Noroeste, una ruta acuática a través de lo que actualmente es Canadá que esperaban les proporcionara un viaje más rápido hacia las codiciadas especias del Pacífico sudoccidental. También soñaban con la expansión territorial. Pero se llevaron decepciones una y otra vez.
A mediados de la década de 1570, el explorador Martin Frobisher encabezó tres expediciones al Ártico canadiense. Al principio esperaba encontrar el paso, pero cambió sus planes cuando llegó a creer que había oro por extraer en Nunavut, el territorio más septentrional de Canadá actual. En 1578, Frobisher regresó orgullosamente a Inglaterra con 200 toneladas de rocas que, según él, lo harían rico. Era una falsa ilusión. Los británicos las usaron para pavimentar caminos.
Aun así, los exploradores ingleses continuaron buscando el paso. El más famoso entre ellos fue Henry Hudson, cuyo nombre cubre más kilómetros cuadrados de agua en la Tierra que el de cualquier otra persona: el río Hudson, la bahía de Hudson y el estrecho de Hudson. En 1610, un año después de haber navegado por el río que ahora lleva su nombre y de haber “descubierto”, según la perspectiva europea, el territorio que hoy es Nueva York, Hudson intentó nuevamente encontrar el Paso del Noroeste. En noviembre, la expedición quedó atrapada en el hielo de la bahía de James. Los días de oscuridad y frío erosionaron cualquier lealtad que la tripulación atrapada pudiera haber tenido hacia su capitán.
Cuando por fin llegó el deshielo primaveral, a mediados de junio de 1611, la mitad de la tripulación se amotinó. Subieron a Hudson, a su hijo adolescente y a sus aliados a un pequeño bote de remos. Los rebeldes desplegaron las velas del barco y zarparon de regreso a casa, dejando morir a Hudson y su equipo. No hay constancia de que se volviera a ver a las víctimas.
Al igual que los nórdicos, estos exploradores ingleses no sabían cómo establecer relaciones positivas con los pueblos indígenas que encontraban. Los británicos creían, erróneamente, que los inuit, los cree y otros pueblos originarios del Atlántico norte y Canadá eran “salvajes” que practicaban el canibalismo. No podían superar su desprecio para aprender las maneras en que estas comunidades lograban prosperar en ese clima. A diferencia de los recién llegados, los inuit sabían cómo extraer los recursos necesarios para sus necesidades sin dañar la frágil ecología del extremo norte. La arrogancia y la ignorancia de los europeos los llevaron a sufrir el frío sin aprovechar las técnicas locales de supervivencia. Muchos de ellos nunca regresaron a casa. Nadie durante la temprana Edad moderna de los descubrimientos logró encontrar el Paso del Noroeste. Sí existe, pero es el calentamiento global, y no la afición europea por la exploración grandiosa y el saqueo, lo que hoy permite a los barcos atravesarlo.
Los líderes políticos y empresariales estadounidenses que pretendan adquirir y desarrollar Groenlandia o anexarse Canadá deberían recordar las advertencias de la historia.
Las temperaturas son más cálidas hoy en día, pero las noches de invierno siguen siendo frías, oscuras y largas, el tipo de condiciones que pueden inspirar motines. Además, la historia de la extracción moderna de recursos presenta otros problemas. Las minas de plomo y zinc excavadas en la década de 1970 cerca de las costas de Groenlandia produjeron contaminantes peligrosos que aún amenazan a los residentes. La perforación en busca de petróleo plantea serios riesgos tanto para los ecosistemas como para las comunidades humanas en todo el Ártico. El riesgo de una catástrofe ecológica se cierne sobre una región donde las condiciones ambientales tienden a conservar, en lugar de disipar, los accidentes industriales. Y el calentamiento de nuestro planeta tendrá consecuencias permanentes para el medio ambiente en el norte y mucho más allá.
Incluso más allá del riesgo global, una lección de la historia parece clara: ignorar las opiniones de los residentes de las regiones más frías puede ser un camino hacia el desastre. ~
Peter C. Mancall, a
Este artículo se publicó originalmente en Zócalo Public Square, una plataforma de ASU Media Enterprise que conecta a las personas con las ideas y entre sí.
Forma parte de Cruce de ideas: Encuentros a través de la traducción, una colaboración entre Letras Libres y ASU Media Enterprise.