Foto: Tiomono at English Wikipedia, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=37569918

Paradojas guerrilleras

Los antiguos guerrilleros y sus actuales exégetas quieren reivindicar, apapachados por el poder político, a sus héroes y mártires. Pero priva la incongruencia en los historiadores aficionados incrustados en el régimen.
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Una fracción considerable de la vieja izquierda mexicana forma parte de la coalición populista que nos gobierna desde el año pasado, aunque entre los desencantados con el nuevo régimen abundan quienes no lo consideran, precisamente, un gobierno de izquierda, o no del todo. Pero es natural que los antiguos guerrilleros y sus actuales exégetas quieran reivindicar, apapachados por el poder político, a sus héroes y mártires.

Son sinceros, aunque no muy ortodoxos, al llamar “valientes” a los victimarios de don Eugenio Garza Sada en 1973 o en reivindicar a quienes sobreviven entre los asaltantes del cuartel Madera en 1965. Lenin y Trotski condenaron el terrorismo individual, tan caro a los populistas rusos, porque preferían el terror de Estado, el cual, desde 1919 hasta 1979, desde la Cheka a Pol Pot, provocó, en nombre de las diversas obediencias comunistas, el mayor genocidio del siglo XX, contando no solo a quienes fueron directamente ajusticiados tras juicios fantásticos o sin ellos, sino a los millones y millones de víctimas, por hambrunas estratégicamente planeadas, por Stalin en Ucrania en 1932-1933 o por Mao Tse Tung, a partir de 1958, con el Gran Salto Adelante, hechos históricos tan abrumadoramente documentados que, ante ellos, el negacionismo es una tarea no imposible aunque en verdad ardua.

Quienes justifican u olvidan adrede esos crímenes pavorosos no solo gozan de la libertad de expresión que les garantiza la democracia, sino del consentimiento del actual gobierno. Pero debe decirse que gracias a su heterogeneidad, propia del populismo, no han faltado, en el propio gobierno –secretarios de Estado y legisladores de Morena– quienes han protestado contra los elogios de la Liga Comunista 23 de Septiembre o del comunismo en general. Sin embargo, priva la incongruencia en el activismo de los historiadores aficionados incrustados en el régimen.

La principal justificación de la guerrilla en México, propia de nuestra izquierda, es una verdad a medias. Se dice que, sobre todo a partir de las represiones del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971, habiéndose comprobado que los espacios democráticos estaban cerrados por el antiguo régimen priista, a muchos jóvenes indignados no les quedó otra alternativa que sacrificarse militando en las guerrillas rurales y urbanas, donde estaban condenados a perecer, dado su escaso poder de fuego, frente a un enemigo que actuó, desde luego, brutalmente, mediante una verdadera Guerra Sucia, aunque solo fue una escaramuza si la comparamos con el baño de sangre en el cono sur. Por ello, utilizar la expresión “guerra sucia” como sinónimo de cualquier altercado político propio de la democracia es una muestra más de la prostitución del lenguaje público que padecemos.

Empero, aquellos demonios dostoievskianos, salvo excepciones, no luchaban por una democracia que ideológicamente despreciaban como una impostura, sino por sustituir a la maligna “dictadura de la burguesía” por la benévola “dictadura del proletariado”, la responsable de los monstruosos crímenes del leninismo y del maoísmo. Y si México era un país antidemocrático, no lo eran las democracias alemana, uruguaya e italiana, donde ni siquiera la existencia de poderosos partidos comunistas, honrados por su antifascismo, impidió el terrorismo de la ultraizquierda.

En México, además, varias de las víctimas de la guerrilla fueron militantes del Partido Comunista Mexicano (PCM), perseguidos y ultimados como “reformistas” en Puebla o Sinaloa por abogar, con hipocresía o sin ella, por el imperio de las libertades políticas en nuestro país. Tan es así que el último gran golpe de la guerrilla en México, antes del levantamiento neozapatista, fue el secuestro en 1985 del antiguo secretario general del PCM, Arnoldo Martínez Verdugo, quien murió como un demócrata cabal. Y fue el gobierno priista de De la Madrid quien operó su liberación, una vez solventadas viejas cuentas económicas entre el PCM y los milicianos de Guerrero.

Finalmente, las diversas organizaciones guerrilleras que operaban en el país, a veces, tenían que adiestrarse en la lejana e inadvertente Norcorea, porque ni los soviéticos, ni mucho menos los cubanos, querían problemas con el PRI, catalogado en Moscú como un “movimiento de liberación nacional”. A cambio de que México fuese un Estado tapón entre Cuba y los Estados Unidos, Fidel Castro cumplió su palabra de mantener al régimen priista ajeno a la violencia guerrillera y sus focos, que en otros sitios sembraba. No solo eso: tenía línea directa con su amigo y viejo protector Fernando Gutiérrez Barrios, jefe de la policía política en México, para advertirlo de cualquier indicio de guerrilla procastrista en nuestro país que llegase a sus oídos. Y entre los años ochenta y los noventa del siglo pasado, cuando lo que sería el EZLN se movía clandestinamente en Chiapas, sus combatientes tenían instrucciones de evadir cualquier contacto con la vecina guerrilla guatemalteca, que tenía por aliado en sus negociaciones de paz al gobierno de Salinas de Gortari e hubiera informado de inmediato al Palacio de Bucareli de cualquier movimiento extraño en el Suchiate.

Y antes de la paz guatemalteca, la solidaridad priista con los guerrilleros nicaragüenses y salvadoreños volvía más bien simbólica la amistad que les profesaba –ingenua e inútil­– la izquierda mexicana entera. Así que la guerrilla mexicana no solo tuvo que enfrentarse a la represión estatal, sino a la indiferencia y hasta a la hostilidad de sus supuestos aliados internacionales, muy amistosos con un López Mateos echándole un salvavidas al régimen cubano en Punta del Este en 1962, un Echeverría que apoyaba a Salvador Allende en 1973 y le abrió las puertas a cientos de exiliados sudamericanos que gracias a él escaparon de la tortura y de la muerte, y un López Portillo devoto de los sandinistas, antes y después de 1979.

La primera paradoja fue la soledad de la guerrilla mexicana, mal vista por los numerosos amigos y compadres del PRI en el planeta. Una segunda, poco examinada en estos días en que se ha exaltado la “valentía” de la Liga Comunista 23 de septiembre al asesinar a Garza Sada, es que todas aquellas organizaciones guerrilleras mexicanas combatían no a los regímenes de la llamada “noche neoliberal” –calificación tan vaporosa e inexacta como llamar “edad de las tinieblas” al Medioevo– sino a los gobiernos de la Revolución mexicana que el actual presidente de la República considera ejemplares: los de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo. Solo el EZLN se levantó en 1994 contra el neoliberalismo.

Marcos encantó al mundo, pero cuando a su guardia le fue permitido, en 2001, recorrer el país en gira proselitista, las comunidades indígenas a quienes se dirigía con intenciones de reclutamiento lo recibieron a la mexicana, es decir, con música tradicional, antojitos típicos y guirnaldas de flores. La historia de México, tanto en la Independencia como en la Revolución, está llena de episodios de esa naturaleza. El mismísimo José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador mexicano, cuando se puso en duda su celo independentista ganoso de pensión, le confesó a las novísimas autoridades republicanas que, para proteger a la población civil de la masacre, siempre recibía con cohetes y fiestón al bando que se aproximase, fuesen tirios o troyanos. Eso cuando le toco ser autoridad en Taxco, año de 1810.

Pero volvamos a 2001. Tan pronto se alejaban los neozapatistas y su comitiva, abundante en una prensa internacional cada vez más decepcionada por el escaso apoyo popular de los insurrectos, los pueblos volvían a su vida diaria y a esa otra lucha, tan despreciada por los guerrilleros, de convertirse en clase media. Así que la guerrilla de los años del PRI, como lo señaló ese hijo de zapatista que fue Octavio Paz, nunca gozó –salvo en algunas comunidades de Guerrero que pertenecían a otra tradición, ajena al marxismo leninismo, la agrarista­–, de apoyo popular, ni mucho menos de simpatías indígenas. Fue una lamentable locura universitaria, como lo demostró Gabriel Zaid. La democracia no llegó a México gracias a la guerrilla, sino debido a las urnas, en una transición donde participaron panistas, antiguos comunistas, jóvenes izquierdistas, no pocos priistas y millones de ciudadanos sin partido. Lo que fracasó fue la guerrilla armada de los años sesenta y setenta, como fracasó también la pantomima zapatista que, como pronosticó Paz, revuelta al fin y en principio, volvió a su origen en Chiapas, retrasando, acaso unos años, la alternancia electoral.

En México hubo –insisto– una guerrilla despreciada internacionalmente por quienes debían amamantarla, compuesta sin duda por algunos jóvenes temerarios ansiosos de democracia, pero sobre todo por fanáticos idólatras de Lenin, Stalin, Trotski, Mao o Guevara, casi tan enemiga de la democracia como el Estado que la persiguió hasta exterminarla. Y Letras Libres, como heredera de las revistas VueltaPlural, debe de recordar también a sus muertos en aquella guerra sucia. Por fortuna solo fue uno: el joven filósofo Hugo Margáin Charles, colaborador de Vuelta, quien murió desangrado mientras la “valerosa” Liga Comunista 23 de Septiembre trataba de secuestrarlo, el 29 de agosto de 1978. Su pecado no fue la persistente condena del terrorismo, de izquierdas o de derechas, que se ejercía en Vuelta, sino el ser una presa apetitosa como hijo del político y diplomático Hugo B. Margáin, servidor público de los gobiernos de Díaz Ordaz y de Echeverría, en los que modosamente se reconoce, paradójico, el régimen en turno. Así que para Letras Libres también se trata de un agravio. 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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