Ucrania, tierra fronteriza

Lo que más está contribuyendo a formar Ucrania es el orgullo cívico y –muy a su pesar– Putin.
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En el espacio y en el tiempo, la historia tiene que comenzar en el 988 y en Kiev, en el momento en que el príncipe Volodimir, mujeriego impenitente y entusiasta pagano, está decidiendo qué religión adoptar para cohesionar sus dominios:

Las primeras personas a las que consultó –dice la Crónica– fueron los búlgaros musulmanes: Volodimir los atendió, porque le gustaban las mujeres y la permisividad, y escuchó lo que le decían con agrado. Pero la circuncisión, y la abstinencia de cerdo y vino, le resultaron molestas: Beber –dijo– es la alegría de Rus, y no podemos existir sin ese placer. Tras esta decepción envió misiones de investigación para analizar las opciones restantes. Los judíos y los alemanes católicos no consiguieron impresionarlo. ‘Los vimos realizar muchas ceremonias en sus templos’, informaron los emisarios, ‘pero no vimos ninguna gloria allí’. 

Pero al llegar a Santa Sofía de Constantinopla los enviados de Volodimir quedaron deslumbrados por su esplendor. Así que la Iglesia Ortodoxa fue la escogida. Porque, contra lo que creen los esencialistas, el camino de la historia no suele estar marcado por la necesidad, la raza, el espíritu o la tierra, sino por asuntos triviales y el azar. Así ocurrió con la rebelión del atamán Bohdán Jmelnitski en el siglo XVII: la absorción de Ucrania por Moscú –el mito fundacional de la Gran Hermandad Eslava– comenzó por una pelea de Jmelnitski con su vecino. Por el camino quedaron decenas de miles de muertos y la destrucción de Ucrania, y esta confusión de utopías altisonantes, mezquindades personales y sufrimiento real tiene reminiscencias muy actuales. 

Todo eso está en Borderland: A journey through the history of Ukraine, de Anna Reid, de quien acaba de traducirse al español otro libro, Leningrado (Debate). Cuando, a mediados de los 90, Reid llegó a Kiev encontró una ciudad más bien desangelada. También un país recién independizado que nadie acababa de creerse, ni los rusos, ni los europeos ni los propios ucranianos, a los que la mera idea de un Parlamento ucraniano, o un Ministerio de Exteriores, sonaban algo chusco. 20 años más tarde las dudas se habían disipado casi por completo; ahora, transcurridos 30, no parece quedar ninguna. Para comprender Ucrania es necesario conocer su historia, pero aún más estos últimos 30 años. Al final, lo que más está contribuyendo a formar Ucrania es el orgullo cívico y –muy a su pesar– Putin. En las manos de Europa está decidir quién será el ganador, el primero o el segundo.

Para este viaje Reid, historiadora, periodista y británica, es la guía adecuada. La historiadora proporciona una enorme solidez al relato, la periodista evita que ese relato naufrague en un fárrago de nombres y fechas, y la inglesa aporta esa sutil ironía que identificamos con lo british.  El resultado es una mezcla asombrosamente eficaz de libro de viajes, historia y crónica. Guiados por Reid compartiremos camino con personajes como Ivan Mazepa –un Alcibiades ucraniano–, y Osip Mijailovich Deribas –nacido José de Ribas, español y fundador de Odesa–: ambos parecen reclamar un libro propio. Nos acompañarán Mijaíl Bulgákov, Isaak Bábel y, por supuesto, Tarás Shevchenko. El paseo nos llevará por la estepa de Chéjov, el minero e industrial Donbás, la Crimea de los tártaros, Odesa –“más deprisa que en cualquier sitio, Odesa se está desprendiendo de su barniz monocromo soviético y mostrando la previa identidad multiétnica”–, Volinia, Bucovina, Galitzia y la europeizada Lviv –“un Salzburgo algo más cochambroso, desprovisto afortunadamente de pósteres de Von Karajan y souvenirs de Mozart”. Con esto finaliza, a finales de los 90, la primera parte del viaje, 1995. En esos momentos, finaliza Reid, Ucrania se enfrenta a la creación de una nación y a la creación de un Estado.

La segunda parte está escrita en 2015 y Ucrania está obteniendo un éxito dispar: la corrupción es omnipresente y la riqueza es succionada por los oligarcas. A falta de un ecosistema propicio, el imprescindible sector privado no acaba de nacer. En consecuencia la economía no arranca: en los 90 Ucrania y Polonia tenían un PIB similar, en esos momentos el de esta última es tres veces superior. Por otra parte, los procesos electorales –a pesar del control de los medios– se desarrollan satisfactoriamente y Ucrania ha conseguido la convivencia de una sociedad multiétnica con bagajes históricos y culturales muy diversos. 

A partir de ahí la historia se acelera. Los escándalos en la presidencia de Kuchma desembocan en Yanukovich, igualmente corrupto y patrocinado por Putin. El envenenamiento de Yuschenko, y lo que parece un robo flagrante de elecciones, desencadenan la Revolución Naranja, cívica y gamberra –en uno de sus grandes momentos, la traductora de signos de las noticias de la noche trasmitió que no creyeran ni una palabra, y que Yuschenko era el verdadero ganador de las elecciones–. A continuación el triunfo de Yuschenko, su fracaso y la vuelta de Yanukovich. Cuando este pretendió revertir el Acuerdo de Asociación con la UE, los ucranianos sintieron que les tomaban el pelo y les cerraban una puerta en las narices. Estalló el Maidán:

“Para las hordas de jóvenes patriotas, ser ‘ucraniano’ […] no es cuestión de cuál es tu apellido o qué idioma hablas. Se trata de hacer una elección moral, de querer un país decente y ser una persona decente. Están orgullosos de que el periodista ucraniano que inició el Maidán sea afgano de origen y que los dos primeros manifestantes asesinados a tiros por la policía fueran de etnia bielorrusa y georgiana.”

El resto también lo conocemos: Putin invade directamente Crimea e indirectamente el Donbás, donde empieza una tarea de desestabilización. En resumen, Ucrania aún no ha desarrollado instituciones a niveles europeos, pero ha mostrado a Europa un ejemplo de patriotismo cívico del que esta última está muy necesitada. En juego no solo está el futuro de Ucrania: también el de Europa e incluso el de Rusia, que debe optar por ser una democracia real o la ensoñación de un imperio. Finaliza Reid:

“No deberíamos engañarnos en Occidente. Si permitimos que Rusia destruya a Ucrania, si nos sentimos demasiado débiles, ansiosos o distraídos para luchar por el rincón ucraniano, no solo estaremos socavando nuestra propia seguridad, sino traicionando a 46 millones de personas. Europeos. Sería un fracaso estratégico y moral a la escala del levantamiento húngaro aplastado y la Primavera de Praga, y con muchas menos excusas. La línea de apertura del himno nacional, ‘Ucrania aún no está muerta’, ya no provoca una risita burlona.”

Han pasado siete años desde entonces y ahora ese mensaje es aún más perentorio.

Borderland: A Journey Through the History of Ukraine. Anna Reid.

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Exdiputado de Ciudadanos.


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