El silencio de los sonidos
Imagen: CC BY 2.0, https://www.flickr.com/photos/fand_photography/47944093121

El silencio de los sonidos

Quienquiera que haya pasado varias jornadas durmiendo primitivamente en el bosque sabe que las tinieblas despiertan la imaginación. Curioso es que la idea que inspira más temor es que se trate de otros seres humanos.
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Nietzsche llamó al oído “el órgano del miedo” en su libro Aurora. Así lo escribió: “El oído, el órgano del miedo, solo ha podido desarrollarse tan cabalmente en la noche y en la penumbra de los bosques y oscuras cavernas, de acuerdo con el modo de vida de la era del temor, o sea, de la más prolongada era del ser humano. Con la luz del día, el oído es menos necesario. Así fue como la música adquirió el carácter de un arte de la noche y la penumbra”.

El oído puede ser el órgano de la imaginación. Y es la imaginación la que quizás se incline hacia el miedo, tal como le ocurre a Sancho y don Quijote en la jamás vista ni oída aventura de los mazos de batán.

Quienquiera que haya pasado varias jornadas durmiendo primitivamente en el bosque sabe que las tinieblas despiertan la imaginación. Metido en una carpa, en la negrura de la noche, se escuchan ruidos que se diferencian del viento, aves nocturnas y crujir de ramas. ¿Se arrastra una serpiente? ¿Un alacrán? ¿Son pasos sobre la hojarasca? ¿Una piara de jabalíes? ¿Un simpático erizo?

Curioso es que la idea que inspira más temor es que se trate de otros seres humanos.

La luz eléctrica nos divorció de ese pasado, perdimos la magnificencia de la bóveda celeste y el oído se adormeció delante de la vista.

Muchos siglos antes de que existiera la palabra escrita, existió la oral. Las historias, las épicas, leyendas y mitos se escuchaban. Por eso un libro tiene que ver más con el oído que con la vista.

Aunque se trata de un oído que puede operar en silencio. Y con frecuencia así es mejor. No se trata de los sonidos del silencio, sino del silencio de los sonidos.

Si leo en Las uvas de la ira que “La respiración de Rose of Sharon era corta y jadeante, y el coro de aullidos se prolongó tanto que pareció que los pulmones fueran a estallar… Ahora la voz aguda alcanzó el histerismo, los gritos atropellados de una hiena”, es cosa que prefiero comprender que escuchar.

Los ronquidos deben estar entre los ruidos más molestos, por eso también bendigo la lectura silenciosa en cierto pasaje de Vida y destino: “Roncaba, chasqueaba los labios, rechinaba los dientes, expulsaba gases intestinales estruendosamente”.

Y luego están las ruidosas escenas de batalla, siempre con el favorito adjetivo de “ensordecedor”, como cuando Andreyev escribe: “seguían los cañones con su ruido ensordecedor”.

Tengo dos traducciones del Filoctetes de Sófocles. En cierto parlamento, doliéndose de su pie putrefacto, Filoctetes gime con cinco “Aaaah!”, en inglés. La versión que tengo en español, es más dramática y curiosa: “¡Atatay! … ¡Ay, triste, ay mísero de mí! … ¡Papay, apap, papay, papap-papap-papap-papay!”. Y es que el griego original dice: “παπαῖ, ἀπαππαπαῖ, παπαππαπαππαπαππαπαῖ.” Aquí también prefiero los sonidos silenciosos de la lectura; pero cuando un futbolista hace ostentación del dolor pódico habría de aprender a quejarse como un clásico.

Schopenhauer, padre filosófico de Nietzsche, también habló del oído, del silencio y del ruido. Al silencio y oscuridad de la noche le llamaba el tiempo de los espíritus. “En ruidosa compañía y a la luz de muchas velas, la medianoche no es ninguna hora de espíritus. Pero sí lo es la medianoche oscura, callada y sola”.

Para Schopenhauer, como órgano del miedo, el oído podía captar ciertos fenómenos sonoros sobrenaturales como el intento de forzar puertas cerradas, el estruendo de un gran peso que cae dentro de la casa, el ruidoso lanzamiento de todos los cacharros en la cocina, el crujir de la madera en el suelo, percusiones de los toneles, pies que se arrastran y “el claro ruido de los clavos en un ataúd cuando uno de los inquilinos va a morir”.

Por sobre todas las cosas, para Schopenhauer el oído era el órgano de la irritación. Le inquietaba que mucha gente no tolerara el silencio y se pusiera a tamborilear sobre cualquier superficie “para hacerse consciente de su propia existencia”. Los ruidos citadinos le enfurecían. Los cerebros desarrollados necesitaban silencio en la misma medida que las cabezas huecas solicitaban ruido. La gente que no era sensible al ruido tampoco podía ser sensible al pensamiento, la poesía, el arte, el razonamiento ni a cualquier actividad intelectual.

Schopenhauer despreciaría a la gente que cantara con Atahualpa Yupanqui eso de “no necesito silencio, yo no tengo en qué pensar”.

Y es que “un gran intelecto no tiene mayor poder que uno ordinario tan pronto se le interrumpe, molesta, distrae o descamina”. Recordemos que uno de los más grandes poemas de la historia no llegó a escribirse porque una persona de Porlock se puso a tocar a la puerta de Coleridge. Para Schopenhauer, el onceavo mandamiento debía ser: “No interrumpirás”. A mí me gustaría que fuese el primero, pues me da lo mismo si los vecinos aman a Dios por sobre todas las cosas.

Martillazos, cerrones de puerta, gritos de niños, ladridos de perro, conversaciones en el cubo de la escalera, cada ruido molestaba al buen Schopenhauer. Por sobre todos ellos le sacudía el chasquido de látigos que tanto se usaba entonces para azuzar a los caballos. Bendito Schopenhauer que no conoció el rugido de los aviones, el aullido de las sirenas, los claxonazos, la televisión o el aparato de sonido del vecino, el rumor de miles y miles de autos, el taladrista dominical, los timbrazos de teléfono, los tamales oaxaqueños, las motocicletas y tantos otros.

Es una pena que el oído no tenga botón de encendido y apagado. Ni los más sofisticados tapones anulan el ruido. Por eso en la Odisea nunca me creí eso de la cera para no escuchar a las sirenas. Más verosímil me parece cuando Circe convierte a los hombres en cerdos.

Pienso en ruido mientras siento el silencio. Estoy en la sierra abulense. Está nevando. El mundo nunca es tan silencioso como cuando cae la nieve.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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