Gabriel Zaid, por una cultura libre

Los libros de Gabriel Zaid deben verse como uno de los esfuerzos más lúcidos y coherentes de entender muchos de los vicios educativos y de poder que padecemos en México.
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Ahora que está a punto de cumplir noventa años, conviene recordar que, poco después de cumplir los cincuenta, Gabriel Zaid aceptó escribir, para un libro de José Álvarez, su “Curriculum vitae” y su epitafio. Un fragmento del primero dice: “Después de que empecé a leer, la vida (lo que la gente dice que es la vida) empezó a parecerme una serie de interrupciones. Me costó mucho aceptarlas, y a veces pienso que sigo en las mismas. Que en vez de dejar el vicio, lo llevo a todas partes. Que si, por fin, salí a la realidad (lo que la gente dice que es la realidad) fue porque también me puse a leerla” (Leer, Océano). En esta definición de sí mismo Zaid da la clave para aproximarse a su método y a su personaje.

“¿Por qué usa seudónimo?”, le preguntó Octavio Paz, en una carta de 1957 más tarde reproducida como prólogo en la primera edición de Seguimiento. Si lo real es como un libro, ¿quién es el que habla en un libro real? Un fantasma, o mejor dicho: un personaje. Zaid lee al mundo y su personaje, al escribir sus impresiones y juicios sobre esa doble realidad (la del mundo, la de los libros), no acepta otra realidad que no sea la del espejo.

Para sus lectores, el Zaid real (el poeta y ensayista regiomontano) no existe; existe en cambio el personaje que ha creado a través de sus poemas y ensayos. Al cerrar algunos de sus libros en los que dialogamos con ese personaje, siempre en sus ensayos polémico, desaparece Zaid, pero la realidad que vemos ya no es la misma: ahora también la leemos como se tratara de un libro de Gabriel Zaid, exigimos que esta sea como su prosa, esclarecedora, inteligente, irónica, amena. Al separar su persona de su personaje ganó este último en independencia, renunció a ser una figura pública, tan invisible como sus lectores potenciales, tan semejante a ellos que su voz existe solo si ellos le prestan su voz. Léase en esta semejanza, que Zaid desde sus primeros textos ha promovido, una lección de democracia. Una figura pública intenta convencer por medio de sus gestos, un personaje solo puede hacerlo a través de sus razones. “El poema –escribe el fantasmagórico Zaid–, la novela, la argumentación escrita, no tiene más armas que la invitación a la conciencia común, no puede imponerse más que a través del asentimiento, dejando al lector la presidencia del texto: la recreación del sujeto que habla, el lugar del autor. Hay en esto una democracia que recuerda a la griega, hasta en sus limitaciones”. Un texto, un libro, es como un ágora: sitio de reunión, lugar de encuentro, de divergencias, residencia plural de la “comunidad invisible” de lectores.

Quien lo ha leído sabe que las razones que Gabriel Zaid propone en ese ágora ideal que es un libro son razones incómodas, principalmente porque atentan contra la comunidad intelectual del público reunido en ese espacio imaginario.

Sócrates, en el ágora real, sabía que su verdad última era incómoda, por ello se valió del encanto de los sofistas –para atraer a su público–, por ello hizo que esa verdad no saliera de sus labios sino de los de sus interlocutores. Para atraer a su público, Zaid comenzó –en Cómo leer en bicicleta y en Leer poesía– por ejercer su incómodo encanto por medio, entre otras cosas, de la variedad –de enfoques, de métodos–. Se le ha censurado al Zaid crítico su propensión a desbaratar los discursos ajenos y la poca disponibilidad que muestra en brindar alternativas. Recurso socrático: te muestro tus errores para que tú mismo fabriques tu propia verdad. Zaid no propone soluciones por la misma razón que elude el protagonismo. Un libro es un ágora para conversar y discutir, no para imponer (al menos así debería ser). Zaid sabe, dice en De los libros al poder, que “la escritura nació integrada al poder y fue ganando autonomía poco a poco”. Tanta autonomía que ahora es generadora de poder, no solo legitimadora del poder reinante.

Es difícil escribir y rechazar el poder, por mínimo que sea, que genera la escritura. Zaid ha sabido hacerlo. “Se necesita –escribe a propósito de Daniel Cosío Villegas– mucha autonomía personal para creer de veras en la república de las letras como un poder distinto y aparte”. Nada tiene de extraño que la gente de libros se sienta mal frente a la vida, “que sueñe con una vida aquí que sea la vida allá. Que quiera modificar la realidad y someterla a su lectura, no solo en el papel sino en la práctica, para que exprese la perfección del más allá: hacer de los otros, de la sociedad, de la naturaleza, materia prima de una obra de arte, de una teoría, de un canon”.

Suele olvidarse que si los libros muestran tal armonía entre sus partes esto se debe a que no son un reflejo pasivo sino idealizado del mundo, un proyecto que al tratar de aplicarse crea monstruos. Un libro, parafraseando a Goya, es un “sueño de la razón”.

Rechazar la tentación de trasladar el mundo ideal al mundo real no es sencillo. En su ya citado “Curriculum vitae”, Zaid confesó: “Componer el mundo: releerlo, reescribirlo, acabar con la fealdad, la estupidez, la injustica, que lo vuelven ilegible. Hacer del mundo música, de la interrupción diálogo”.

Zaid es, ante todo, crítico, incluso en su poesía. Toda crítica es un intento de entender, pero también, en algunos casos, de corregir. Corregir implica la aplicación de un poder. En De los libros al poder Zaid señala los vicios de los centros de estudios superiores, que se han convertido en trampolines para obtener poder. México, demuestra Zaid, nunca había tenido tantos universitarios en los puestos de poder y, sin embargo, o más bien: por ello, estamos como estamos. “¿Cómo dudar de la preparación –se pregunta Zaid– si es la mejor cosa del mundo? ¿Cómo darle poder a quien no tenga preparación?” El desprecio de Zaid no se dirige, sin embargo, contra el sistema de aprendizaje sino en contra de que sea el único. Lo que Zaid propone es que se multipliquen esos centros (para volverlos eficientes, para relativizar el poder de la Universidad) o bien que de plano desaparezca la Universidad Nacional. “Arruinar las universidades como vías trepadoras tendría ventajas para los que tienen apetito intelectual, al margen de los títulos, y (utópicamente) permitiría designar a los privilegiados por un método más equitativo: la simple lotería”. Lo cual, como diría Alfonso Reyes, bien visto…

En realidad el desprecio de Zaid no se dirige contra las universidades sino contra el centralismo, la piramidización del saber, el capitalismo curricular, contra el poder en manos de una camarilla universitaria. Está en contra de la universidad considerada como trampolín y a favor de la sociedad civil. Contra el Uno verticalista a favor del pluralismo horizontal. Creer que el saber universitario es el único medio para acceder al poder es un espejismo que los universitarios han impuesto como una realidad concreta, un prejuicio que forma parte de la cultura del progreso. A ella opone Zaid las enseñanzas milenarias de la cultura tradicional: “La sabiduría tradicional ha consistido en no dejarse arrastrar por el progreso: en hacer que sirva a la vida, en vez de arruinarla”.

Zaid no dice qué otros medios, si no es la vía universitaria, pueden utilizarse para acceder al poder. Antes se llegaba al poder por la vía militar, luego por la vida universitaria. Zaid rehúye la profecía, el utopismo, al no proponer alternativas concretas. Se limita a proponer a las personas de libros que restrinjan su sed de poder, que utilicen su saber a favor del público a través de espacios y posiciones independientes. Se limita Zaid, con pragmatismo, a sugerir que la sociedad civil debe disminuir la cuota de poder que ha depositado en los universitarios. El saber universitario, al ser utilizado como trampolín para acceder al poder, ha provocado diversos males: a) Los universitarios han monopolizado el poder; b) Al utilizar el saber como medio, el saber mismo se ha demeritado: las universidades incuban hoy como nunca la mediocridad, de profesores, alumnos, de ideas; c) Las universidades se han convertido en centro de saber dogmático y veleidoso de donde ha desaparecido la verdadera crítica; d) El saber universitario se ha vuelto clerical; hoy es lo contrario de la cultura libre, mismo que se desprende de la cotidianeidad.

El primer paso que hay que dar contra la entronización del saber es darse cuenta de que esa idea forma parte de una “mitología del progreso”. Los universitarios han creado una ideología que justifica su poder y su derecho a subordinar a quienes no son como ellos. Toda ideología encubre una forma de dominación, tal vez por ello es que no se hagan “muchos estudios sobre la economía de hacer estudios económicos; ni mucho psicoanálisis sobre la vocación psicoanalítica; ni mucha antropología de los antropólogos; ni mucha dialéctica de los intereses reales que hay en producir dialéctica o encabezar revoluciones. Damos por supuesto que somos una bendición para la humanidad, y hasta nos parece de mal gusto examinar nuestros intereses particulares.”

Los universitarios creen tener todos los hilos del poder cuando en realidad solo cuentan con el hilo, delgado en verdad, del saber. ¿De qué forma puede la sociedad recobrar lo perdido? Mediante una auténtica y profunda democratización, mediante el fortalecimiento de la sociedad civil y sus instrumentos: sindicatos, medios de comunicación, etc. El poder debe pluralizarse, debe relativizarse el poder del Estado gobernado por los universitarios. Opone Zaid a la clerecía universitaria y su saber estéril la cultura libre, aquella que surge de iniciativas particulares, privadas. El progreso que los universitarios promueven tiende a unificarse en torno a una burocracia; la cultura libre tiende en cambio a diversificar.

El elogio encendido que Gabriel Zaid hace de la obra y la persona de Daniel Cosío Villegas no es gratuito; él, como pocos, puso su saber al servicio de la sociedad, pero no se conformó con exponer sus ideas sino que creó los medios para que la sociedad tuviera donde expresar las suyas: el Fondo de Cultura Económica. Es eso precisamente lo que no les interesa crear a los universitarios, pues de ese modo pueden concentrar en ellos mismos el poder que le corresponde a la sociedad. El saber de los universitarios debiera ser un saber práctico orientado a crear posibilidades para todos. No ocurre así; los universitarios monopolizan todas las posibilidades con base en el saber que la sociedad les permitió acumular. Actualmente, señala Zaid, la función básica de la universidad es la de “asignar privilegios”. El saber es una cosa superflua, el poder es lo que importa. Por ello es interesante el rescate de la figura de Cosío Villegas, porque él “como tantos universitarios, fue de los libros al poder. Como pocos, volvió del poder a los libros, que son también un poder aunque distinto, aparte, minúsculo”. Zaid se dirige a los intelectuales, a ellos les sugiere una salida moral: que dejen de ser clientes de los poderosos, que se dediquen a fortalecer la opinión pública independiente. Sin ella, seguiremos siendo esclavos de nuestras mentiras que parecen verdades; sin ella, la clerecía universitaria seguirá pensando que tiene el derecho y el deber de mandar y no sólo de representar, a toda la sociedad; sin ella, continuarán de pie un sinfín de posturas mesiánicas y populistas despreciables por el engaño que entrañan.

Gabriel Zaid, al cual celebramos ahora en sus noventa años, ha elegido la independencia guiado por una inflexible conciencia moral y por una evidente confianza en la pluralidad de la sociedad y en la diversidad de lo real. Sus libros deben verse como uno de los esfuerzos más lúcidos y coherentes de entender muchos de los vicios educativos y de poder que padecemos en México. No postula ni defiende Zaid ninguna doctrina, encontramos en cambio ironía y una rara alegría intelectual que se hace evidente en su escritura. A lo que mueven los libros de Zaid es a reflexionar. Sus libros son un antídoto contra el hechizo del poder y una apasionada defensa de ese ágora ideal, de esa comunidad invisible en la cual podemos todos dialogar con ese fantasma incómodo, con ese personaje “rabiosamente independiente” que es Gabriel Zaid.

Los libros son espejos del mundo, es cierto, pero no menos cierto es que el mundo es un accidente que interrumpe la lectura, ese vicio impune que a todos nos une, nos explica y nos carga de sentido. ~ 

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