La quiebra del Estado cultural

México es una gran potencia cultural cuyos mayores recursos son aplastados, y no financiados, por el Estado. Ante la crisis del modelo gubernamental que monopoliza el apoyo a creadores, se necesita repensar nuevas formas de financiamiento y crecimiento para el sector.
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Por más de cien años el modelo cultural predominante en México fue el del apoyo estatal. No siempre fue así, no es así en otras partes del mundo. No tiene por qué seguir siendo así en el futuro.

El modelo de apoyo estatal ha estado en crisis desde hace varios sexenios: disminuye su presupuesto, no hay continuidad en los proyectos, está sujeto a los caprichos del gobernante en turno.

El apoyo estatal a la cultura nos malacostumbró: los creadores se acostumbraron a estirar la mano para exigir recursos; el Estado se acostumbró a regatear recursos para ensanchar su clientela política: los empresarios se acostumbraron a no financiar proyectos culturales porque esa era “tarea del Estado”.

“En la Nueva España, el fomento de la cultura estuvo a cargo de la corte, la Iglesia y los ricos. La tradición se rompió en el siglo XIX, por las guerras de Independencia y de Reforma”, sostiene Gabriel Zaid en Dinero para la cultura.

En el siglo XX, gracias a personajes de gran visión, como Justo Sierra (porfiriano) y José Vasconcelos (revolucionario) el Estado se hizo cargo de los creadores y de su promoción.

“Sierra y Vasconcelos fueron decisivos para que el gasto dominante en la educación y las artes fuera público, no privado. Financiaron su desarrollo y crearon la ideología oficial de la cultura como redención nacional” (Zaid, “Democracia y cultura”).

Al principio el Estado fue generoso: enormes muros oficiales para los pintores (para adoctrinar a un público mayoritariamente analfabeto), reparto masivo de libros clásicos (las escalas de Plotino para un público lector que no existía), apoyo a editoriales, a los artesanos, al folclor.

Más tarde ese apoyo fue condicionado: te doy los muros del mercado solo si representas bien al Estado revolucionario, apoyo tus novelas solo si estas reflejan el sufrimiento y heroicidad de los campesinos, recibes dinero del Estado solo si estás afiliado a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios.

En los años treinta comenzó a fortalecerse y crecer la cultura oficial. Por un lado, la literatura y la pintura revolucionarias decayeron y se hicieron mediocres. Por el otro, florecieron la literatura y la pintura patrocinadas por privados. Por un lado, los artistas de la lear, por el otro los Contemporáneos.

La cultura católica, como fuente de recursos para la cultura, se había retraído. El Partido Católico apoyó la candidatura de Madero, pero con la llegada de los sonorenses al poder la Iglesia (a la que veían aliada a la contrarrevolución) fue asediada y perseguida. López Velarde fue reconocido no como poeta católico (que lo era) sino como poeta nacionalista (que no lo era). En 1929, el gobierno posrevolucionario y la élite católica firmaron un pacto de no agresión, que disminuyó al mínimo el papel de la Iglesia, la cual quedó fuera del gobierno y de la cultura oficial.

“El Estado patrocinador de la cultura se fortaleció en 1946, cuando los generales permitieron el ascenso pacífico de los universitarios al poder. En reemplazo de la corte virreinal, la Iglesia y los ricos, apareció la tecnocracia y el monopolio cultural del Estado” (Zaid, ibidem).

El monopolio apoya y coarta, ofrece y coopta. En un monopolio no importan los productores sino la razón de quien maneja el monopolio, no importan los motivos de los creadores sino las necesidades del Estado.

El Estado financiaba películas, compañías de teatro, editoriales, becaba discrecionalmente a los escritores, los enviaba a embajadas, daba dinero a los periódicos y a las revistas, apoyaba el ballet folclórico para consumo de turistas y dejaba morir de hambre a los artesanos, que no eran muy dados a incluir loas al gobierno en sus cerámicas ni en sus tejidos.

“Con notable miopía, los empresarios estuvieron contentos de que el mundo de la cultura no les pidiera dinero, sino al gobierno. La Iglesia, después de la Reforma y la persecución carrancista y callista, trataba de sobrevivir, no estaba para patrocinar, había descendido a una incultura nunca vista en el clero mexicano” (Zaid, ibidem).

Las novelas, que en otras latitudes expresan la inconformidad con el estado de las cosas, se volvieron costumbristas. Las películas no criticaban al Estado posrevolucionario, eran películas de charros y de rancheros. No en todos los casos. Juan Rulfo no trabajaba para el gobierno, era agente de viajes en una fábrica de llantas. Por eso podía escribir:

–¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?

Les dije que sí.

–También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno.

Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre. (“Luvina”)

El modelo del Estado cultural parecía boyante. En la “dictadura perfecta” denunciada por Mario Vargas Llosa, el Estado pagaba a los artistas y a los intelectuales para que lo pudieran criticar (dentro de ciertos límites y contra quien le estorbara al gobierno).

Después del 68 las cosas comenzaron a cambiar, política y socialmente, y por supuesto en el ámbito de la cultura. Ya no era tan fácil mantener a la gente callada. La apoteosis cultural del Estado mexicano debió haber llegado con la Olimpiada cultural en 1968, organizada en paralelo a los juegos olímpicos. Ningún otro país había hecho algo semejante. Se gastó como nunca antes en la promoción cultural. Pero los artistas salieron respondones, luego de la matanza. Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez y Salvador Novo apoyaron las acciones violentas de Díaz Ordaz (desde Argentina, Borges y Bioy Casares aplaudieron al presidente mexicano). Pero el apoyo unánime se comenzó a resquebrajar.

Luis Echeverría, para congraciarse con los jóvenes y con los intelectuales, propició una “apertura democrática”, financió viajes de escritores, obsequió embajadas a quien lo secundara (fue el caso de Carlos Fuentes y la embajada en Francia). Hizo costosos obsequios a quien lo apoyaba (como Fernando Benítez). Un numeroso grupo de jóvenes intelectuales de izquierda hallaron acomodo en el Instituto de Investigaciones Históricas, con sede en el Castillo de Chapultepec. Se multiplicaron las plazas de maestros e investigadores en la Universidad y El Colegio de México. De una forma muy clara se mostró que la cultura oficial servía en México para cooptar. El modelo del Estado cultural mexicano había comenzado a quebrarse.

La cultura no estatal comenzó a florecer. En Excélsior Julio Scherer dio cabida a un grupo de escritores encabezado por Octavio Paz. El primer número de la revista Plural apareció a finales de 1971. En sus páginas se llevó a cabo un debate sobre los intelectuales y la política. La conclusión a la que se llegó fue inequívoca: los intelectuales y los escritores debían mantenerse alejados del poder político. En las páginas de esa revista Gabriel Zaid publicó un texto (“Ideas para un fondo de las artes”) en el que proponía que un fondo administrado con autonomía diera becas y apoyos a los creadores con jurados integrados por sus pares. La idea era clara: que el Estado se inmiscuya lo menos posible en los asuntos de la cultura. La respuesta de Echeverría a esos atisbos de autonomía no fue menos clara: asestó un golpe a Excélsior que, paradójicamente, multiplicó, en vez de acabar con ellas, las fuentes de la disidencia: aparecieron en los siguientes años ProcesoVueltaUnomásunoLa Jornada.

No me detendré en la descripción y crítica de lo que vino después. Paralelamente al ascenso de la democracia liberal, fue creciendo la insatisfacción con el papel del Estado cultural. Carlos Salinas de Gortari (con un propósito muy semejante al de Echeverría de congraciarse con el mundo cultural, molesto por el fraude mediante el cual llegó al poder) resucitó la idea de Gabriel Zaid y creó el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Nuevamente volvió a crecer el sueño de que el Estado fuera el gran dador de la cultura nacional. Obviamente había una gran contradicción en esta empresa. El Estado mexicano, representado por el PRI, estaba en franca crisis: devaluaciones, fraudes, magnicidios, guerrillas, revolución neozapatista, el mundo que se abría a la democracia (en Europa Central y en Latinoamérica), la caída del Muro de Berlín. Con el desmoronamiento del edificio priista comenzó también el del Estado cultural mexicano.

Bajo los gobiernos panistas se intentó sustituir al Estado dador con el modelo de cultura ciudadana, pero sus esfuerzos fueron a todas luces insuficientes. Las grandes obras de infraestructura cultural, creadas durante el periodo en el que Consuelo Sáizar estuvo al frente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, no fueron acompañadas por un nuevo proyecto cultural, quizá porque no existía todavía el andamiaje jurídico para llevarlo a cabo. Acción Nacional dejó escapar la gran oportunidad de las fiestas del bicentenario, poniendo en evidencia la pobreza conceptual de los panistas en el poder. Un desfile desangelado presidido por un enorme monigote que parecía Jesús Malverde, el santo patrón de los narcotraficantes. Un enorme monumento, la Estela de la Luz, que terminó convirtiéndose en el emblema de la corrupción. Quedó claro entonces que los panistas desdeñan la cultura, no entienden su papel simbólico y de cohesión social.

Con la llegada de los populistas al gobierno federal la quiebra del Estado cultural mexicano se ha vuelto definitiva. Las becas se utilizan como forma de control. Impera la corrupción en el otorgamiento de estímulos a los investigadores. La mayor aportación cultural de la secretaria del ramo es su atuendo personal. Su proyecto de cultura popular es esencialmente demagógico. Sirve más a la propaganda morenista que a los creadores. Más de lo mismo: dispendio y corrupción. Gran parte del presupuesto de cultura se gastó en el proyecto de Chapultepec –centralista y opaco– y en la compra de terrenos para el Tren Maya.

Es el momento de repensar el modelo cultural. La sociedad mexicana –en específico: los creadores mexicanos– no debe seguir el modelo de extender la mano para recibir recursos a cuentagotas y condicionados.

Durante muchas décadas el modelo cultural mexicano se inspiró en el Estado cultural francés. Desdeñamos el modelo cultural de los estadounidenses, nuestros vecinos. ¿Alguien duda del vigor y el empuje de la cultura estadounidense que se ha impuesto como modelo en todo el orbe?

En Estados Unidos, sistema democrático, no existe la aristocracia. Pero los ricos necesitan lucirse. Existe allá una aristocracia cultural. Los ricos aportan grandes sumas para financiar orquestas, museos, ballets, universidades, a cambio de ver sus nombres en los muros de las instituciones que apoyan o en los programas de mano de los conciertos que patrocinan. Los grandes empresarios apoyan a las universidades que a su vez tienen abundantes becas para estancias y residencias de escritores. Las grandes editoriales son privadas. Existen carreras universitarias en Estados Unidos dedicadas a la administración cultural y al fundraising.

“En muchos países hay una gran tradición de apoyo privado a la cultura. En México, desde fines del siglo XIX hasta fines del siglo XX, el Estado prefirió hacerse cargo de la educación y la cultura, y que el sector privado no se metiera. La aceptación de esto como si fuera normal ha sido un lastre para el desarrollo del país” (Gabriel Zaid, “Los empresarios y la cultura”).

El cine y la música quizá sean las industrias culturales más poderosas de Estados Unidos. El cine y la música no cuestan al Estado, al contrario, son fuentes de ingentes recursos, mediante los impuestos, para el Estado. El impulso privado a esas dos grandes industrias culturales ha llevado el cine y la música estadounidenses a todos los rincones del mundo. Su influencia cultural es arrolladora.

México podría ser una gran potencia cultural. Cuenta con todo para serlo. Un pasado cultural muy rico (prehispánico y virreinal). Una pluralidad de regiones que aportan una variedad enorme de puntos de vista y de estilos diferentes. México es una gran potencia cultural cuyos mayores recursos son aplastados, no financiados, por el Estado.

Es necesario, a estas alturas del siglo XXI, que los empresarios cobren conciencia del valor del apoyo a la cultura. La cultura propicia la tolerancia, la pluralidad, que son las bases en las que se asienta la democracia. Deberían alarmarlos las encuestas que exhiben que los mexicanos se muestran proclives a los gobiernos autoritarios. Los gobiernos paternalistas, centralistas, autoritarios y verticales que hemos padecido son fruto de una cultura que tiene esas mismas características. El gasto en cultura es inversión en fomento de la democracia. Entre más plurales y tolerantes, más democráticos.

No afirmo que debamos adoptar el modelo estadounidense. El Estado debe apoyar donde la iniciativa privada no quiere o no puede. Del modelo francés de la excepción cultural también se pueden extraer grandes lecciones y estrategias.

Qué afirmo. Uno, que el modelo cultural mexicano ya no es funcional para la sociedad mexicana moderna, ya quebró y debemos dejarlo atrás. Dos, que debemos dar paso a un nuevo modelo cultural que adopte elementos tanto del modelo cultural estadounidense como del modelo francés. Tres, que los creadores deben dejar de estirar la mano para pedirle recursos al gobierno. Cuatro, que el Estado y las universidades privadas deben abrir carreras de administración cultural y fundraising. Cinco, que los empresarios y hasta la Iglesia deben ser fuentes de apoyo para la creación cultural privada. Seis, que el Estado debe ser promotor de la cultura y no gestor cultural (el mayor apoyo que puede brindar a los creadores debe darse en la promoción de sus obras). Y siete, que la cultura es obra de creadores individuales, no del Estado. ~

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