¿Discutimos el presente con miras al futuro o refrendamos la nostalgia por un porvenir inexistente en el mejor caso, extremadamente riesgoso en otro? Cuántos de nuestros debates caen en la arena de lo ideológico, cuando sus campos ya estaban extintos y solo permanece la autoadscripción a sus estructuras aparentes y ornamentarias. El juicio que se decanta por darle razones de izquierdas o derechas a la erosión de principios de convivencia fundamentales construidos a lo largo del tiempo es cómodo y simplista. Tal vez ocurra por ser esas razones, con sus respectivas etiquetas políticas, uno de los pocos edificios conceptuales que aún creemos vigentes, pese a no resistir sus contradicciones.
El resquebrajamiento de certezas en las últimas décadas no dio lugar a la duda, como alguna vez lo hizo la fragilidad de los dogmas, laicos y religiosos. Frente a lo endeble de nuestros sistemas económicos; o de los políticos, provenientes justamente de dicotomías ideológicas; o de los sistemas sociales, víctimas únicamente de nosotros mismos, o de los sistemas democráticos, despojados de sus objetivos o a los que les exigimos lo que no estaban destinados resolver, hemos ido optando por las maneras primigenias de seguridad: los esquemas que prometen bajo las normas propias de las religiones una solución a las angustias comunes.
Hay algo de religiosidad o fe (palabra de un interlocutor con el que discuto estos temas frecuentemente) en quien asegura que la visión trumpista del mundo rescatará al Estados Unidos seguro de que necesita ser rescatado (supongo de sí mismo), como hay una fe equivalente entre aquellos convencidos de la ruta política del oficialismo mexicano; como también entre sus opositores de discurso menos elaborado, para quienes una visión geométricamente contraria, con pulsiones de extremismo poco democrático, subsanará la erosión política y retomará rumbos democráticos.
Hay rasgos de fe en las certezas convencidas de la necesidad de frenar la defensa a identidades transexuales o diversas, de frenar la migración de quienes profesan creencias distantes a sus cotidianeidades, de frenar la multiculturalidad. Hay inmensos elementos doctrinarios en el enaltecimiento proverbial a las raíces de nuestras localidades, sea cuales sean, como los hay en la exaltación a los aplastamientos sobre esas raíces. Solo una misa separa los espectáculos que proclaman la pureza racial y las virtudes de los pueblos originarios, de los gritos que buscan establecer una lengua única donde siempre se hablaron varias.
Cuando se resquebrajan los edificios de los convencimientos contemporáneos, así sea un resquebrajamiento inexacto y poco preciso, las sociedades recurren a la estructura política inicial: los esquemas de fe. No habrá divinidades dominantes en el ideario generalizado, ni son imprescindibles. Tenemos rutas de certezas y pensamiento que dan la sensación de ir a un lugar específico, acorde a posturas más individuales y grupales que universales.
A cada uno de los elementos políticos que discutimos en la actualidad se les ha tratado de imponer el espejismo ideológico, solo que en esa definición terminan por coincidir un buen número de intenciones en la Casa Blanca, el Kremlin, Palacio Nacional o dentro del partido francés Agrupación Nacional,encabezado por Marine Le Pen.
El reforzamiento ideológico no es suficiente para explicar el movimiento y adscripciones de inquietudes políticas que a fin de cuentas muestran, en lo más profundo, un viraje a distintos tipos de un conservadurismo que tampoco encuentra en el calificativo su totalidad.
En los gigantes campos de la falta de comprensión hacia el mundo, por ejemplo, quienes cuestionamos la entrega a Estados Unidos de criminales convictos en México por su riesgo de ser ejecutados, posiblemente tengamos que aclarar que nuestra postura proviene de la oposición a la pena de muerte, y por ella no faltará quien nos acuse de colocarnos del lado de delincuentes. Aquí no hay derechas o izquierdas, sino una manifestación históricamente argumentada, que tiene entre sus mejores referencias la edición conjunta de los textos de Arthur Koestler y Albert Camus contra la pena capital: Reflexiones sobre la pena de muerte. Un punto toral de oposición al conservadurismo ambidiestro, ocupado por satisfacer a la visión más primitiva de la justicia y no a la justicia y al papel de un Estado moderno, que no mata porque si lo hace contraviene su función.
Para ampliar el mapa, otro caso. Quienes criticamos las acciones de Netanyahu y sus ministros en Cisjordania por vulnerar todos los principios de derecho internacional, humanitarios, de derechos humanos, etcétera, es probable que seamos acusados de defender a Hamás en Gaza o de adoptar una posición antisemita. La acusación puede llegar acompañada del señalamiento de ser de izquierdas, así como frente al reclamo sobre el secuestro de rehenes por Hamás y la exigencia de su liberación, lo más común ha sido ser tildado de sionista y derechista. Esto, sin notar que, entre las manifestaciones más significativas contra el gobierno de Israel, muchas se dan al interior y son abanderadas por sus izquierdas.
Si la crítica o el análisis lleva a reclamar la expansión de tropas israelíes en territorio sirio –bajo pretexto de una protección a la comunidad drusa que, o se ignoraba de su existencia o se encuentra en diálogo con el gobierno de transición que se supone les representa peligro– quizá recibamos el señalamiento de estar a favor del islamismo radical, pariente de la visión de derechas para Medio Oriente.
Durante los últimos tres años, en sectores específicos de América Latina y ahora de Estados Unidos, el rechazo a la invasión rusa sobre territorio ucraniano ha sido caracterizado como parte de la falsedad occidental o, recientemente, como la búsqueda de perpetuar un conflicto bélico, sin importar la única verdad incontestable de quién condujo la invasión a un territorio soberano y secuestró niños para llevarlos al territorio del invasor.
Bajo esa lógica, el resultado no es ideológico, sino ejemplo de la precariedad y falta de refinamiento en el pensar.
Hemos hecho demasiado común el silencio sobre posturas reprobables con tal de no abrir la posibilidad a que la defensa de principios o el rechazo a lo aberrante implique que uno sea asignado al lugar opuesto del espectro de aquel del que uno está convencido. Eso es fe, religiosidad y, sobre todo, el espíritu reaccionario al que se suscribe la época. No es izquierdas ni derechas o meros conservadores, estamos en la edad de lo reaccionario.
Las nociones de derechos humanos, de política y de sociedad en los últimos siglos son la consecuencia natural del refinamiento político. De la inclusión de elementos a su complejidad e interdisciplinariedad. La sociedad reaccionaria combate ambas condiciones. Está exenta del pulimento donde las certezas que tanto buscamos cierran la puerta de las dudas.
“La tradición es la democracia de los muertos”, decía Chesterton. ~