40 relatos, de Donald Barthelme

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Dos años antes de su muerte salió a la luz esta estimulante colección de relatos, Forty Stories (1987), que ha devenido un clásico de la narrativa posmoderna norteamericana a la vez que un catálogo de la extrema originalidad y del exhibicionismo técnico de Barthelme, que ya se había forjado un prestigio como autor de relatos desde sus tempranas colaboraciones en The New Yorker y sus primeras y ya míticas recopilaciones, Come Back, Dr. Caligari (1964), Unspeakable Practices, Unnatural Acts (1968), City Life (1970) y Overnight to Many Distant Cities (1983), algunos de cuyos textos se reeditan en las antologías Sixty Stories (1985) y Forty Stories que preparó el propio autor, felizmente recuperado ahora del olvido en nuestro mercado, merced a esta oportuna edición.

La narrativa ecléctica, experimental e irónica que da razón del sambenito de posmoderno que se le impuso a Barthelme desde buen principio, tiene en realidad su origen remoto en sus provechosas lecturas de un puñado de autores de la vanguardia histórica (Joyce y el Dos Passos de Manhattan Transfer, lecturas de cabecera, por ejemplo), y de buena parte de los escritos sobre estética de algunos artistas de vanguardia, Moholy-Nagy, Klee (que en su artículo de la Bauhaus “Experimentos exactos en el ámbito del arte” escribía con sorna “¡Sancta ratio chaotica!”) o Mondrian, pintor pero sobre todo teórico de los formalismos de De Stijl. De casta le venía al galgo. Su padre, arquitecto heredero de las doctrinas de Mies van der Rohe, le despertó un interés poco menos que obsesivo por las formas artísticas, y se aseguró de que el joven Donald –que fue historiador del arte, llegó a dirigir el Houston Contemporary Art
Museum y se burla del mundillo artístico en “Visitas” (impagable la burlesca página 143)– entendiese que el arte no se debe a función social alguna, sino en todo caso a una apremiante necesidad expresiva que lleva consigo algo muy semejante a una lectura en segundo grado de la sociedad y de su imaginario. De la mano de la técnica del collage y los assemblages cubistas, o de la estructura en contrapunto, la vanguardia le tendió la mano a la hora de desarrollar su narrativa heterogénea y fragmentaria (“los fragmentos son las únicas formas en las que creo”, escribe en su novela paródica Snow White, de 1968), en la que tienen cabida por igual, como el lector de 40 relatos advertirá en “Viaje de una noche a muchas ciudades lejanas”, los asertos de Freud o las líneas de Matisse junto al Baygon en lata contra las ratas, los B-52, electrodomésticos entronizados, música de Elgar o bagels con queso fresco: la cultura pop junto a la erudición, la más canónica tradición literaria entreverada de ilustraciones (“El vuelo de las palomas del palacio”, “En el museo Tolstói”), anuncios publicitarios, tratados filosóficos, reportajes periodísticos y la Biblia en verso, los dominios del arte y la jugosa tiranía de la vida cotidiana en la América descreída y desquiciada de quienes viven al margen de los mitos del celuloide y el sexo, las drogas y el rock and roll (léanse, si no, “Chablis”, “Visitas” y “Calle Sesenta y Uno Oeste, número 110” desde esta óptica). Su ya célebre “melancolía”, así como su tratamiento irracional y absurdo (“El rayo”, “Despedidas”, “La niña”, “Puercoespines en la universidad” o “Afecto”) de un mundo contemporáneo post-industrial, consumista, neurótico y masificado, nacen en cambio de la militancia existencialista a la que lo arrojaron sus lecturas de Kierkegaard y Sartre, pero por encima de todo de Camus, y eso a pesar de que el absurdo, como los juegos de palabras con los que también se encapricha Barthelme, estaban ya en el Manifiesto Dadaísta de Tzara (1918): “Si la vida es una farsa absurda, sin objetivos ni alumbramiento inicial, proclamemos una única base de entendimiento: el arte” (Lourdes Cirlot [ed.] Primeras vanguardias artísticas, Labor, Barcelona, 1993, p. 107). Y a la luz del desengaño y el sinsentido de la vida, el arte burlesco de Barthelme se permite arranques tan disparatados como “Algunos de nosotros veníamos advirtiendo a nuestro amigo Colby, por su manera de comportarse, pero ya había llegado demasiado lejos, de modo que decidimos ahorcarlo”, o “¿Insulta el guardaespaldas a la mujer que le plancha las camisas?”, o hasta “A Edward Connors Folks le encargó que entrevistase a nueve personas que hubiesen sido alcanzadas por un rayo”. Así es que, de un lado, estos relatos revelan que la grandeza del excéntrico Barthelme se encuentra en el talante lúdico con el que les pierde el respeto a las convenciones narrativas tradicionales y concibe en cada caso una nueva forma desconcertante. De otro, la proximidad de estos textos cortos a los que escribió John Barth en Perdido en la casa encantada (1963) –papiroflexia, glosolalia, metaficción como la de “Dos meditaciones”, reescrituras paródicas de la tradición, como “Anonimíada”, etc.– o a los de William Gass, contribuye a enmarcarlos en una tendencia transgresora, lúdica y sumamente formalista que se inspira en la vanguardia y cuyo carácter posmoderno se asienta sobre un terreno que el propio Barth dio en llamar “literatura del agotamiento”, y que propició el virtuosismo técnico, una nueva deshumanización del arte y la promiscuidad más desenfrenada de la metaficción, procedimiento llevado a su extremo por Barthelme en su aplaudido relato “Oración” (“Una oración larga que baja a un ritmo determinado por la página y se dirige hacia el final…”), una única y elástica oración inaca-
bada que forma por sí sola el relato de cómo va avanzando el relato. En su estimulante guerra contra el cliché, el autor de Houston pergeña cada relato como un desafío formal, de tal forma que cada pieza deba resultar distinta de la anterior, ejercitándose en la forma expresiva de los vanguardistas, que aprendió de Joyce, y llevando a cabo sugestivos experimentos (“Enero”, la alegoría paródica antirrealista de “En el museo de Tolstói” o “Cartas al editore”), pastiches (“El capitán Blood”), extravagancias (“Conversaciones con Goethe”, “El soldado Paul Klee”) o ejercicios de estilo –como sus micro-relatos de flash fiction o sudden fiction que se imponen constricciones de espacio y técnica (“Acerca del guarda
espaldas”, por ejemplo, está construido únicamente con interrogaciones)– que lo emparentan con autores del Oulipo, como Queneau o Perec, que cultivan muy parecidas especies textuales con los mismos abonos retóricos. “El nuevo propietario” o “RDP” contienen algunos de los textos minimalistas mejor compuestos de la obra entera de Barthelme, algunos cercanos al dirty realism que haría célebres a Tobias Wolff o Raymond Carver. Son relatos acerca de la ausencia de lógica, la amargura y el desquiciamiento de la vida urbana actual y de las maltrechas relaciones bajo sospecha que procura, todos ellos agraciados con el don de la sátira social y del más endiablado, ingenioso y
original poder de observación.

A medio camino entre Voltaire y Martin Amis, el sofisticado, cáustico y subversivo Barthelme fabrica su narrativa en una suerte de gabinete textual del Dr. Caligari, un taller de manufacturas narrativas del que surgen historias cuyo valor, efectivamente, no reside en su capacidad de asombrarnos por su verosimilitud, sino en su perversa habilidad para convertirse en parodia y acertijo y obligarnos a encontrarles su desconcertante lógica interna. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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