Pensemos en un lugar común que funcione como axioma y prejuicio. Nada más infortunado, entonces, que una obra poética escrita desde hace medio siglo reducida en su totalidad a los axiomas y prejuicios que se desprenden de ella, indistinguibles entre sí.
En el caso de la poesía de Homero Aridjis (Contepec, Michoacán, 1940), el prejuicio mayor que rodea su lectura –el chisme canónico de pasillo, la sentencia lapidaria que surge de una charla entre escritores, la “cosa ya sabida” que se desvanece antes de rozar la cuartilla o el micrófono– es el mismo desde hace mucho tiempo: los títulos escritos antes de cumplir los treinta años son los únicos merecedores de su justa mención: Los ojos desdoblados (1960), Antes del reino (1963), Mirándola dormir (1964) y Perséfone (1967). Alguien menos intransigente incluiría Los espacios azules y Ajedrez-Navegaciones, ambos publicados en 1969. Otro más, generoso o permisivo, seleccionaría un puñado de poemas posteriores como “Asombro del tiempo” (1986), elegía a la muerte de la madre, y algún autorretrato contenido en Ojos de otro mirar (1998), en especial “Autorretrato a los diez años”. Así, la magra recepción que ha cosechado entre los críticos la obra reciente de Aridjis coincide con aquel prejuicio señalado al comienzo de este párrafo: la madurez del poeta se encuentra en sus libros más tempranos, mientras que los últimos parecen haber sido escritos por un adolescente que pretendía suplir con buenas intenciones morales, sentimentales y ecológicas la falta de una aventura poética –e incluso la falta de malicia retórica ante el reblandecimiento del oficio–; la falta, en suma, de dicción profética, avidez por el mito y arrebato amoroso como formas salvajes del conocimiento que caracterizara a su precoz plenitud.
Ya Octavio Paz, en su prólogo a Poesía en movimiento (1966) –realizada junto con un Aridjis de apenas veintiséis años–, parecía advertir la fuga de capitales poéticos en nuestro autor. No en balde Paz, en su lectura esotérica de la nueva edad (New Age) de la poesía mexicana, vincula a Aridjis con el fuego, “siempre lanzado hacia afuera, ávido de tocar la realidad y siempre llenas de humo las manos rojas”. En Aridjis, “el fuego que vivía en la belleza” (Pablo Neruda) mostraba a un poeta enamorado de sus irradiaciones que luego rechazó por los espejismos que producían –espejismos de una imaginación solar, herencia de un nuevo amor cortés exaltado por el surrealismo en Francia, que si bien impedían a Aridjis contemplar la realidad concreta, también lo salvaban de predicar en un desierto sin tormentas ni dunas ni oasis.
Suponiendo que el fuego arrasaría con sus dominios, el poeta sofocó el incendio que avivaba su obra. Aridjis se conformó con mandar las señales de humo de una zarza sofocada; es decir, poemas gaseosos que antes fueron sólidos, enrarecidos al contacto con el aire de la realidad. Hubiera sido preferible, en todo caso, que nuestro autor cayera en el peligro que Paz veía en el fuego: “destruir aquello que ama”. Para resumir esta parábola del fuego, el “punto de ignición” del primer Aridjis fue sustituido por un mero “punto de inflamación” en la poesía escrita a partir de la década de los setenta –“punto de inflamación” entendido como la temperatura mínima que requieren los vapores desprendidos por un objeto para inflamarse al contacto con una fuente ígnea.
Baste contrastar dos ejemplos provenientes de la recién editada Antología poética de Aridjis. El primero, contenido en uno de sus mejores títulos (Antes del reino, publicado a los 23 años), es la contemplación de un cuerpo desnudo y su obsequiosa infidelidad de símbolos, su vertiginosa fuente de imágenes; la interpretación de la música reiterativa de ese cuerpo a través de la anáfora (reiteración ortodoxa de elementos estables) y la enumeración (suma inestable de elementos heterodoxos):
A veces uno toca un cuerpo y lo despierta
por él pasamos la noche que se abre
la pulsación sensible de los brazos marinos
y como al mar lo amamos
como a un canto desnudo
como al solo verano
Le decimos luz como se dice ahora
le decimos ayer y otras partes
lo llenamos de cuerpos y de cuerpos
de gaviotas que son nuestras gaviotas
Lo vamos escalando punta a punta
con orillas y techos y aldabas
con hoteles y cauces y memoria
y paisajes y tiempo y asteroides
[…]
El segundo ejemplo, coleccionado en Construir la muerte (1982), es en contraste una postal involuntariamente humorística de Emiliano Zapata, cortinilla en verso de telenovela histórica. El poema detalla a plenitud la “ideología de la composición” del segundo Aridjis: la escritura como cabildeo para negociar la corrección poética a cambio de adquirir una plena corrección política, opuesta a la profundidad de campo:
Lo volvieron calle
lo hicieron piedra
lo volvieron tarjeta postal
discurso de político
lo hicieron película
ingenio azucarero
lo volvieron bigote
traje charro
él ve nada
oye nada
“El poema hecho, como el momento vivido –sentenció nuestro autor–, entra en una forma inalterable, en una condición irreversible.” En efecto: los torrentes de lava que corrían libremente en la primera poesía de Aridjis se petrificaron sin remedio, dejando en su lugar una montaña gris e inhóspita, un paisaje fuera de este mundo.
Se dice que allí hubo vida hace más de cuarenta años. Todo escéptico podría leer las primeras 96 páginas de esta antología y descartar las 286 restantes para tener la última palabra. ~
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).