Algunos meses después de la primera edición de Cómo leer y por qué, Harold Bloom publica Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades, obra en la que Bloom ratifica sus convicciones más profundas conservadoras, políticamente incorrectas, lúcidas y a la vez ingenuas que se podrían resumir en la defensa de la lectura de la gran literatura de Occidente (o lo que él considera como tal) como un arte mayor, exigente y generoso.
Tal vez porque se sabe uno de los últimos exponentes de una tradición que se extingue y que él desea perpetuar, Bloom prosigue la tarea en la que se enfrascó desde hace varias obras: la definición y salvaguarda de un canon. Previsiblemente vuelve a incurrir en su arrogante etnocentrismo, tan criticado cuando apareció El canon occidental. Reclamos y olvidos aparte, es preciso reconocer que se trata de una propuesta coherente, y que el lector niño o adulto, decidido a internarse en las casi setecientas páginas de esta obra se encontrará con una suculenta selección de cuarenta relatos y 85 poemas (que desgraciadamente pierden mucho en su traducción) que vale la pena leer o releer. Casi todos ellos ingleses, casi todos ellos anclados en el siglo XIX. Ninguno en el siglo XX.
A pesar de ello, los niños extremadamente inteligentes a los que se dirige Bloom los harán contemporáneos suyos, no me cabe la menor duda. Pero tal vez se preguntarán por qué un maestro de lectura supone que el mundo contemporáneo puede verse reflejado en el cine, la T.V. y la música, y no en la palabra escrita. Y, como son extremadamente inteligentes, encontrarán sus respuestas. Si llega a escucharlos, tal vez Bloom se sentirá incómodo y sorprendido por cuán inteligentes pueden ser los menores, aun cuando no “hayan purgado su ignorancia primordial”.
Pero este nuevo libro no es simplemente un nuevo eslabón en las añejas convicciones de un “romántico anticuado”, según propia confesión. La obra está dirigida, al menos en teoría, a un público diferente del suyo. Tiene otra forma la de una antología y tal vez uno eche de menos algunos comentarios críticos, agudos y esclarecedores. Aunque hay que reconocer que no está mal que se proponga al joven lector, más que discursos o consignas acerca de las supuestas virtudes de la lectura, oportunidades de experiencias reales de lectura. Tampoco que, a contracorriente de una cultura que hace todo por enaltecer la facilidad y los productos a la medida, se haga una defensa del esfuerzo, de la conquista como tarea del lector. No hay aprendizaje, cultura y vida sin desafío (y esto es algo que deberían grabarse muchos pedagogos y no pocos autores y editores de libros para niños y jóvenes).
Mirada en perspectiva, la obra se presenta en un momento inédito en la historia, en el que la lectura que siempre había sido vista como una actividad sospechosa cuando era realizada de manera libre por mujeres y niños de pronto se ha convertido en una apremiante necesidad, y en el que se insiste (de manera sumamente acrítica, por cierto) en asociar desarrollo, democracia y bienestar con la formación de nuevas generaciones de lectores. Por esto, lo asuma o no Bloom, la obra participa en una discusión que rebasa el ámbito literario. Y el asunto es complejo.
En Cómo leer y por qué Bloom propone como el primer principio para la renovación del arte de la lectura limpiar la mente de tópicos. La consigna debería ser válida para cualquier labor intelectual. Y es sin duda una premisa de la tarea de un crítico. Por eso es lamentable que el propio Bloom haga caso omiso de ella y reproduzca los más sobados tópicos del discurso periodístico acerca de la lectura en el mundo contemporáneo. A saber, la contraposición entre la pantalla y la página, los denuestos contra la T.V., el lamento ante la reducción de lectores… Al hacerlo no sólo favorece una visión nostálgica y lacrimosa de la lectura, sino que revela una comprensión muy pobre del pensamiento crítico que, desde Kant, funda su posibilidad de conocimiento en la conciencia de sus propias condiciones de enunciación.
Es conocida la batalla de Bloom contra el historicismo, entendido como la reducción del fenómeno literario a sus condicionantes sociales. Heredero de Emerson, pretende superar a través de la lectura lo “puramente temporal”. Pero hace tiempo que sabemos que no es posible (ni deseable) recuperar la experiencia virginal. Cada uno de nuestros sentidos está condicionado por la experiencia. Y ciertamente, después de acceder a Rembrandt, Klee o Picasso, de escuchar a Mozart, o a los Rolling Stones, nuestros ojos y nuestros oídos son distintos. Por esto tiene sentido la cultura.
Los libros y la lectura también son formas de pensar, sentir, preguntarse, establecer tópicos (es decir lugares de encuentro) y espacios de aislamiento e individuación. Por eso la lectura es una manera de vivir el tiempo, no de escapar de él. En este sentido la postura antihistoricista de Bloom es todo menos antiideológica. Pero amparado en ella, Bloom se puede permitir hacer pasar sus opiniones por verdades que no necesitan ser comprobadas. En la página 10 de Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades señala que no acepta la categoría literatura para niños “que hará un siglo poseía alguna utilidad y distinción, pero que ahora es más bien una máscara para la estupidización que está destruyendo nuestra cultura literaria”. Descartar de un plumazo la basta y extraordinariamente rica producción literaria para niños y jóvenes del siglo XX, es un gesto de soberbia intelectual que no tiene ningún asidero en la realidad. Basta con revisar la oferta en librerías o con estudiar la economía del sector editorial: nunca como en los últimos años los niños del mundo han leído tanto como ahora, jamás han tenido a su disposición una oferta cultural más rica y diversa.
No voy a defender aquí a decenas o centenas de autores que durante décadas han producido una literatura exigente, no pocas veces sublime, que está formando a nuevas generaciones de lectores, inteligentes y cultos, aunque el sentido que tengan ahora estas palabras sea diferente que el que les atribuye Bloom (como el de éste es diferente del que le atribuía Shakespeare). Más importante me parece recordar un hecho de mayor trascendencia: la propia emergencia del niño como un sujeto diferente del adulto, y por consiguiente merecedor de un trato especial. Este descubrimiento es, como lo señaló Phillipe Ariès y se ha estudiado después, algo relativamente reciente en términos históricos (apenas unos cuantos siglos). A partir de ese momento se ha comenzado a dejar de tratar a los menores como infantes (es decir seres sin habla, pues eso quiere decir in-fans) y la sociedad adulta ha aceptado el desafío de asumirlos como interlocutores. Las implicaciones de esto dentro del proceso civilizatorio son extremadamente importantes. Como lo señaló Paul Hazard hace más de cincuenta años, la literatura para niños está compuesta de obras que fueron escritas para ellos y de obras que ellos se apropiaron (recordemos, por ejemplo, Los viajes de Gulliver). Siempre hay una relación compleja entre las expectativas propuestas por autores, editores, maestros y mentores y lo que disponen los lectores. Pero la mejor literatura moderna para niños y jóvenes, esa que Bloom descarta con una frase, le propone a los lectores desafíos que ninguna otra les ofreció antes. De entrada los trata como sujetos culturales, de ahí la importancia creciente de la parodia en la literatura infantil y juvenil. Pero sobre todo busca generar desde la lectura formas de interpretar, construir y participar en el mundo más estimulantes que la oferta editorial de hace un siglo. No es una concesión gratuita, sino el reflejo del nuevo lugar social que tienen los niños en nuestra civilización. Y es que pocas cosas han cambiado tanto en las últimas décadas como las relaciones niño-adulto.
Paralelo a estos cambios y relacionados con ellos, presenciamos la mayor proliferación de usos y usuarios de la palabra escrita jamás acontecida. Esto refleja y condiciona profundas modificaciones en las pautas de relaciones intra e intersubjetiva. Comunidades enteras de personas “iletradas” leen y escriben cotidianamente en la pantalla, reinventando el sentido de prácticas antiguas. Y, tal vez como nunca antes , la palabra escrita vive una tensión entre la individuación más extrema y la socialización buscada. Pronosticar el resultado de estos conflictos es imposible. Pero lo que se juega en ellos es mucho más grave que el canon literario. Por eso, lo peor que puede hacer el intelectual crítico interesado en preservar los valores culturales que él considera necesario preservar es acudir a la nostalgia. Paradójicamente, al plantear la formación de lectores desde la perspectiva de la cultura letrada, se evita el planteamiento de la propia singularidad de la cultura letrada en el marco de la cultura escrita.
Finalmente habrá que reconocer que formar lectores siempre será darle a otros la posibilidad de hacerse dueños de su vida. Lo que implica reconocer al otro, que es algo distinto que la alteridad como una dimensión del yo. –
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