Kristof ya no escribe. Ahora vive en un piso anodino de una ciudad anodina, ve la televisión todo el día y no tiene ninguna curiosidad literaria. Se le agotó. O eso dice. Aunque su pasado demuestre lo contrario: nació en Hungría en 1935, cruzó a pie la frontera hasta Suiza en 1956, aprendió a marcar el ritmo literario en una fábrica de relojes de Neuchâtel y durante muchos años sus obras de teatro se representaron en cafés suizos sin que ella le contara a nadie que en realidad estaba escribiendo poesía. Así que probablemente, entre lo que Agota Kristof hace y lo que Agota Kristof dice que hace, exista el mismo abismo de ambigüedad y certeza en el que se mueven sus personajes exquisitos.
Muchos de ellos repetidos, mezclados, cercanos.
Comencé a leerla cuando se reeditó en la editorial barcelonesa El Aleph su trilogía Claus y Lucas (El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira). Y la historia de los dos gemelos a quienes su madre abandona en la granja norteña con una abuela mezquina durante la Segunda Guerra Mundial, separada en tres volúmenes que los convierten todo el rato en personas distintas, pasó a ser un libro imprescindible que desde entonces he utilizado para contarme otros libros que leo. Una de esas novelas extrañas ante las cuales podemos tener la sensación de haber leído copias y burdas imitaciones antes de haber llegado, al fin, hasta ellas.
Agota Kristof había comenzado a escribir Claus y Lucas en 1986, ya cuando había abandonado su húngaro materno y escribía sólo en francés. Y es una trilogía en la que trabajó seis años. Durante ese tiempo vivía en Suiza y su intención de ser escritora, que recuerda haber tenido desde los doce años, se limitaba a algunas obras de teatro que presentaba en cafés suizos y a los poemas transcritos todavía en húngaro y escritos mentalmente en la fábrica de relojes en la que trabajó durante cinco años al llegar caminando al exilio. Pocos meses antes su marido se había revelado contra la imposición del régimen soviético y la familia se vio obligada a cruzar la frontera a pie: por miedo. Pero cuando Agota Kristof, su esposo y su hija llegaron finalmente a Suiza y se sintieron libres, al fin, descubrieron que en realidad no tenían nada que hacer. Así que comenzaron una vida con la que no se sentían identificados y que estaba profundamente alejada de la que habían llevado en Budapest. Aunque eso fue, curiosamente y en contra de lo que hubiera podido esperarse, lo que llevó a Agota Kristof a escribir: la rutina.
De este modo se convirtió en inmigrante y aprendió a contar con una precisión envidiable la sensación exacta de estar tan sola, tan aislada y tan ajena al mundo en el que tenía la sensación de flotar; sin estar dentro. Lo sé porque poco tiempo después de Claus y Lucas leí La analfabeta: una biografía mínima para contar una vida como si careciera de interés, que la autora húngara resumió en quince bloques meticulosos y perturbadores: su vida esencial.
Así que cuando apareció Ayer, escrita originalmente en 1995, también en francés, me apuré a comprarla y leí, con verdadero entusiasmo, una talentosa combinación de sus libros anteriores en la que se cuenta la historia de un hombre húngaro que emigra a Suiza y empieza a trabajar en una fábrica que no le aporta ningún aliciente hasta que se enamora de una mujer que vive en la misma situación que él. Ella está casada pero él la siente suya y en efecto: parece serlo. Porque a medida que avanza la novela vamos descubriendo un vínculo esencial, más allá del geográfico, del recorrido vital que ambos emprenden o del contexto en el que viven. De modo que su unión se convierte en un lazo fuerte y poderoso que, más allá de unir, ahoga. Asfixia. Y esta sutileza fue, precisamente, la que logró deslumbrarme.
El Aleph había publicado unas semanas antes una colección de relatos bajo el título No importa que originalmente la autora no había recopilado en un solo volumen. Pero no pienso en esta antología cuando digo que Ayer es una fusión de sus libros anteriores. Sino que la novela es el encuentro de la biografía que Agota Kristof sintetizó en La analfabeta y el estado de ánimo que parece emanar de Claus y Lucas. Y es además, por encima de todo, el libro más poético de la autora. Probablemente el más personal e imprescindible.
Sugiero leerlo después de haber leído Claus y Lucas y La analfabeta, insisto. Porque entonces el libro se infla y nosotros podemos percatarnos de la virtuosa composición construida con lo que la autora ha vivido afuera y con lo que ha vivido interiormente. Pero si no tienen esta oportunidad, no le hace. Lean a Agota Kristof de todos modos. De quien dice Giorgio Manganelli: “La prosa de Kristof anda como un títere homicida.” Porque, efectivamente, tiene algo profundamente doloroso, sin consuelo, un desamparo radicalmente humano y profundamente triste. Y, no obstante, mantiene la esperanza en la literatura que ya ha sido escrita; no como memoria, sino como la posibilidad precisa y meticulosa de construir un artefacto en el que encajar y mecerse. Acompasado. Letárgico. Certero. Como si la autora húngara hubiese sido capaz de entender algún tipo de experiencia traumática y hubiera radicalizado su prosa. Y logra también que nosotros, leyendo sus únicos libros, seamos capaces de entender que Agota Kristof se agotara. Porque si bien no es una escritora mitómana ni curiosa, sí produce la sensación de haber hecho un esfuerzo inconsciente e inmenso para encajar en ese lugar abstracto desde el que se escribe con un ritmo literario auténtico que nosotros sólo tenemos la oportunidad de percibir leyendo a autores fundamentales como ella. ~