Black is black

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Despistada por su adscripción a la categoría de “novela negra”, su estatus de bestseller y su exitosa carrera en el cine, la crítica tardó en atender a James Ellroy, otro narrador capaz de competir en el mainstream literario al que, en este sentido, le ha estorbado su popularidad. La deuda está parcialmente saldada: los reconocimientos de la sociedad literaria han terminado por llegar, y ya brotaron, aquí y allá, las comparaciones de rigor con Joyce y Celine, prueba de que Ellroy tiene, al menos, un pie en el canon. Es cierto que semejantes comparaciones hablan más de las limitaciones de la crítica que del autor, y que estamos, sobre todo, ante un novelista policiaco no vergonzante que no reconoce casi más influencias que las del género negro. Y sí, sus novelas son, en primera instancia, eso: piezas de género en las que lo “negro” es llevada al extremo. Lo que en Chandler o Hamett es ironía, en él es sarcasmo y procacidad; lo que en aquéllos es frialdad homicida, en él es sadismo: el asesino en serie y el torturador sustituyen al asesino escurridizo y calculador, el policía brutal al detective irónico. No más referencias contenidas a la sangre; a cambio, escenarios del crimen reproducidos con minuciosidad gore. Adiós a las sutilezas de la mujer fatal; mejor, sexo duro. Con todo, la crítica tiene razón: tenemos enfrente bastante más que mera novela policial. Ellroy se hizo famoso con el Cuarteto de Los Ángeles, compuesto por las novelas La Dalia Negra, El gran desierto, L. A. Confidential y Jazz blanco. Las cuatro atienden a un submundo en el que conviven revistas de escándalos, policías que son casi criminales, mafiosos, retorcidos personajes de Hollywood y políticos corruptos. La plasmación de este submundo no responde sólo a una necesidad de poner en contexto la trama. Lo que hace Ellroy es retratar todo un universo, el de Los Ángeles en los años cincuenta, muy en la tradición monumentalista de la “gran novela norteamericana”, sólo que en una versión pulp, canallesca, nada estetizante.
     Probablemente su serie angelina será, en buena medida, la que hará recordable a este autor. Ahí es donde probó y refinó sus mejores armas: la mezcla de personajes históricos y ficticios, por ejemplo, o la plasticidad de un lenguaje de sabor a veces casi experimental, que va del diálogo ácido al minimalismo procaz, y que puede incluir largas trascripciones de interrogatorios o notas de prensa. Derivado menor de esta serie es el decepcionante relato “Los líos que monto”, incluido en Destino: la morgue, la segunda recopilación de textos breves publicados originalmente en GQ (la antecede Ola de crímenes, de 1999). En lo que toca a la narrativa pura, queda claro que a Ellroy le van mejor las pruebas largas. En las cortas, su mundo delirante y su estilo descarnado pierden encanto por saturación y se vuelven machacones, predecibles. Eso es lo que ocurre con esta historia de Danny Getchell, un reportero de prensa amarilla. La trama avanza en un desaforado mundo de drogas y ultraviolencia que es, poco afortunadamente, una suerte de parodia de Ellroy por Ellroy, donde esa cuota de verosimilitud siempre satisfecha en el Cuarteto —un condimento fundamental de la narración— es voluntaria y lamentablemente abandonada a cambio de un tono de farsa. No hay mejor fortuna, por las mismas razones, en “Un picadero en Hollywood”, otra pieza ambientada en el bajo mundo hollywoodense, aunque en los ochenta. Esta nueva entrega del llamado “pit-bull” será, pues, decepcionante para quien sólo busque sus piezas de “ficción”. Por fortuna, en Destino: la morgue la oferta es amplia.
     La entrada de Ellroy al canon literario se debe, sobre todo, a su más reciente faceta autobiográfica, que representa su segunda garantía de posteridad, si tal cosa existe. En 1958, cuando tenía diez años, su madre apareció muerta con una media enrollada en el cuello. En 1996, publicó Mis rincones oscuros, un libro centrado en la investigación de ese asesinato, en sus recuerdos de aquellos días y en su trayectoria vital posterior: la de un drogadicto siempre al borde de la muerte, en los márgenes de la legalidad, que terminó por convertirse en un novelista de éxito, capaz finalmente de enfrentarse a sus fantasmas. Y de qué manera. Éste el mejor Ellroy, el más implacable, capaz de meter el bisturí en las heridas de su psique destruida, en un ejercicio de autoanálisis nunca visto, y de contener el dolor en una prosa acotadísima y —aunque con algunos contrapuntos pasionales— fríamente objetiva. También en Destino: la morgue es el autor autobiográfico el que más atractivo resulta. Aquí, desde luego, no habrá decepciones. “Tengo la primicia”, “Mis morbos más raros”, “Mi vida como golfo” o “Espectáculo cruento” son piezas a caballo entre las memorias y el ensayo, centradas en algunos de los temas recurrentes de Ellroy: las revistas de escándalos, el boxeo, la literatura, el cine y, claro, el crimen real, particularmente el caso de la Dalia Negra, esa joven que llegó a Hollywood llena de esperanzas y terminó en un descampado, torturada, su cuerpo cortado por la mitad: la “transposición de mi madre”, dice un Ellroy espantosamente lúcido. Este universo es el que el lector encontrará en el Cuarteto, muy identificable también para el cinéfilo que recuerde la adaptación de L. A. Confidential por Curtis Hanson.
     Es conocido que Ellroy empezó como novelista de éxito y sólo después saltó a las publicaciones periódicas. Por eso, sus colaboraciones para GQ son o bien apuntes y variaciones en torno a su obra principal, o bien fases previas de un trabajo mayor. En suma, un muestrario de obsesiones, que es justamente lo que termina por ser un libro como éste. Y, como en cualquier muestrario ellroyano digno del título, en éste no podían faltar sus trabajos estrictamente periodísticos, que aquí abarcan desde una insolente crónica de las convenciones demócrata y republicana de 2000 hasta un retrato de Bill O’Reilly, el presentador de ultraderecha que superó todos los ratings televisivos en Estados Unidos. Destacan en este registro los acercamientos de Ellroy al mundo real del crimen, que incluyen un perfil más, el del fiscal Steve Cooley, y otra crónica de un asesinato, el de la esposa del actor Robert Blake, conocido como el Perry Smith de la versión de A sangre fría dirigida por Richard Brooks. Pero no son éstas las mejores piezas de índole periodística. Es posible que el texto de Ellroy sobre Gary Graham no alcance la fama que le dio aquel otro sobre O. J. Simpson (incluido en Ola de crímenes), pero su retrato sin concesiones de este asesino atroz y su reflexión en torno a la pena de muerte —la crónica se llama, con plena transparencia, “Graves dudas”— son realmente perturbadores. Tanto como la muy conmovedora reconstrucción del asesinato de la joven Stephanie Gorman. Es una nueva aproximación de Ellroy al tema de las mujeres asesinadas y, sobre todo, un elocuente análisis sobre esa obsesión tan suya. “Los muertos —dice en un párrafo que resume una obra y una biografía— moran en tus espacios vacíos. Hacen que el corto periodo que tenemos de vida sea audazmente valioso. Construyen recuerdos alternativos. Su historia pública se convierte en tu reserva privada. Inducen una mezcla de ánimo de venganza y compasión. Refuerzan la firmeza moral. Te enseñan a amar con un toque más tierno y a temer y a venerar tus obsesiones.” ~

— Julio Patán Tobío

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