Ignacio Rodríguez Galván, el primer escritor mexicano

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Pedro de Fonte, último arzobispo de la Nueva España, definió a las castas —"los nacidos de indio, asiático, africano, americano o europeo mixtos"— como una clase ocupada en labores serviles, llena de "pasiones sórdidas", saciadas en pulquerías y burdeles. Un grupo andrajoso, rodeado de hijos y miseria, incapaz de ejercer autoridad alguna por obra de "la estupidez y abandono con que se han criado".
     De entre esas sombras sin voz ni rostro surgió Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842), el primer escritor mexicano en el sentido de ser el primero que no se formó en las instituciones coloniales, refutó con su actividad y su obra misma las calumnias arzobispales y expresó el punto de vista del mestizo, el término con que tratamos de sintetizar la diversidad indostana y babélica de las castas. En su acta de nacimiento aparece como "español e hijo de españoles". Según Guillermo Prieto, su amigo y contemporáneo (nació en 1818), "su aspecto era de indio puro". Quede la antropo-metría para los nazis y aceptemos su mestizaje.

Cuauhtémoc y Guatimoc
Vivió sólo 26 años y tuvo nada más siete de producción literaria. Le bastaron para hacer "el primer drama de tema mexicano escrito por un mexicano", algunos textos iniciales de nuestra narrativa y muchos poemas, entre ellos uno, "La profecía de Guatimoc" (1839), que lo salva y al mismo tiempo lo sepulta. Su nombre es una línea en las historias literarias a la que siempre se añade el juicio centenario de Marcelino Menéndez y Pelayo: "La profecía" es  "la obra maestra del romanticismo mexicano".
     Edita cinco números de El Año Nuevo, expresión de la Academia de Letrán que se esfuerza por crear una literatura nacional. Con su otro gran amigo, el criollo Fernando Calderón (1809-1845), mexicaniza la dramaturgia y la poesía romántica. Junto a José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), que tuvo tiempo de estudiar y escribir bajo la Colonia, Rodríguez Galván merece el título de fundador.

La librería de Galván
Nace en el año en que Lizardi publica El Periquillo Sarniento, mutilado por la censura, a pocos meses de la ejecución de José María Morelos y la derrota de la insurgencia. Viene al mundo en Tizayuca, hoy estado de Hidalgo, el 22 de marzo de 1816. Once días antes ha abierto los ojos en la capital Soledad Cordero, su intérprete en la escena y su gran amor imposible. Para reconstruir su existencia sólo disponemos de lo que dice Prieto en las desbalagadas pero irremplazables Memorias de mis tiempos y de los artículos necrológicos escritos por sus compañeros en 1842. Su biografía lo convierte en lo que a partir de Paul Verlaine se llamará "poeta maldito" y en la figura más característica de nuestro primer romanticismo.
     Campesino, tal vez hijo de un agricultor que no era peón, a los once años, por la muerte de su madre o porque la familia no puede sostenerlo, llega a la ciudad de México. Trabaja como dependiente y mozo en la librería de su tío Mariano Galván Rivera en el Portal de Agustinos (ahora 16 de Septiembre y Palma).
     Galván Rivera (1791-1876) es otro personaje enigmático. Gran impresor del siglo XIX, se le atribuye también haber delatado en 1810 la conspiración independentista de Querétaro. En 1862 es miembro de la Junta de Notables. Al triunfo de la República, lo encarcelan por colaboracionista en el convento de la Enseñanza. Pero entre su principio y su fin Galván edita la versión íntegra del Periquillo, la Biblia traducida por el padre Amat, el Quijote, dos periódicos liberales dirigidos por José María Luis Mora, el Calendario que aún subsiste con su apellido y el Calendario de las señoritas mexicanas que imprimió en París y Nueva York. Este lujo lo lleva a la quiebra en 1840 y causa el desamparo del sobrino.
     La librería es centro de una tertulia que frecuentan los escritores capitalinos. El adolescente Rodríguez Galván escucha todo, lee cuanto puede, aprende por sí mismo francés e italiano y recibe clases de latín en casa del poeta neoclásico Francisco Ortega. Desde el establecimiento, a unos metros de la Plaza Mayor, ve pasar la historia: la expulsión de los españoles que se llevan sus capitales y acaban de arruinar al país devastado por la guerra y sometido desde su nacimiento a la deuda externa; la lucha entre las logias escocesa (conservadora, centralista y patrocinada por Inglaterra) y yorkina (liberal, federalista y bajo los auspicios del representante angloamericano Poinsett); la rebelión de La Acordada en que "la grey astrosa", a la que desprecian españoles y criollos, saquea El Parián, un mall, un shopping center de su tiempo, y destruye lo que le está vedado consumir; el intento de reconquista del brigadier Barradas y la aparición del victorioso general Santa Anna como caudillo; las reformas liberales del vicepresidente Gómez Farías; la entrega de Santa Anna al poder conservador; la separación de Texas, la matanza de El Álamo, la derrota de San Jacinto…

Napoleón en Veracruz
Y sobre todo Rodríguez Galván ve de lejos la que hemos trivializado como "la guerra de los pasteles" (1838-1839), quizá el hecho central en la biografía externa o histórica del poeta. En realidad, se trata de una intervención francesa que preludia el desastre de 1847 y las invasiones de 1862. Francia impone sus leyes comerciales y su desembarco en Veracruz destruye todos los mitos del criollismo: México no es "el país más rico de la tierra", nuestros soldados no son "los mejores del mundo", San Juan de Ulúa no es "la fortaleza inexpugnable" ante la que se estrellarían las ambiciones europeas.
     Al perder una pierna en los combates de Veracruz Santa Anna se reivindica de su fracaso en Texas y se afianza como "hombre providencial", pequeño Napoleón sin su genio. La tiranía del "seductor de la patria" será tema obsesivo de Rodríguez Galván y Calderón. Un dato, al parecer inadvertido, es el vínculo entre la ocupación de Veracruz y la leyenda napoleónica. Dirigen las operaciones el contralmirante Baudin que, capitán del Bellerophon, condujo a Bonaparte tras la derrota en Waterloo, así como el príncipe de Joinville, hijo de Luis Felipe, rey de Francia. Un año después Joinville trasladará los restos de Napoleón de Santa Elena a su tumba imperial en Los Inválidos. De allí que Rodríguez Galván insulte en "La procesión" a los franceses, maltrate al héroe romántico por excelencia y lo juzgue "opresor y asesino de la humanidad".

La actriz Soledad Cordero
Aquel trágico 1838 también puede haber sido el mejor para el poeta de 22 años. El 27 de septiembre se estrena en el Principal Muñoz, visitador de México. Para el modesto teatro mexicano significa lo que el Hernani de Víctor Hugo para el francés y Don Álvaro o la fuerza del sino del Duque de Rivas para el español: el triunfo del romanticismo. El éxito que tuvo fue lo más cercano a la "gloria" anhelada por el joven que dio expresión poética a los humillados y ofendidos. Quizás aquella noche se enamora de Soledad Cordero, la estrella del Principal.
     Soledad se ha iniciado como bailarina. Se convierte en actriz al mismo tiempo que el futuro escritor en mozo y dependiente. Y el teatro está muy cerca de la librería. La muchacha no corresponde al amor que él le declara en letra impresa. Es el único sostén de su familia y no puede sacrificar su profesión a un matrimonio de miseria. Tampoco cede al encuentro sexual porque, en un momento en que a las "cómicas" se les da un rango apenas superior al de las prostitutas, ella defiende la dignidad del gremio: quiere ser inconquistable y casta. El infortunio personal nutre la obra literaria: sin el rechazo de Soledad Cordero y sin la dictadura de Santa Anna, quizá Rodríguez Galván no habría escrito nada.

"Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche"
Otra vez las armas arrasan con las letras. En julio de 1840 Gómez Farías y José Urrea se levantan en pro del federalismo. El duelo de artillería entre la Ciudadela y el Palacio Nacional causa estragos en la ciudad y anticipa la "decena trágica" de 1913. Es el quintaesencial "pronunciamiento", inmortalizado en la carta XXIV de la Marquesa Calderón de la Barca. Y también el hecho que decide a los conservadores: en veinte años de vida independiente México ha demostrado ser ingobernable: no hay más remedio, dicen, que traer a un rey europeo capaz de ordenar el caos.
     Por lo pronto, vuelve Santa Anna, ahora como defensor del liberalismo. El ministro de Guerra, José María Tornel, es el único amigo y mecenas de los escritores. Muñoz se repone, cosa insólita entonces, en 1841. Gracias al santanista Tornel los jóvenes antisantanistas de la Academia de Letrán logran en 1842 el único éxito literario alcanzable por entonces: en tres semanas de abril se llevan a escena en el Principal Hernán o la vuelta del cruzado (Calderón), El privado del virrey (Rodríguez Galván) y Alfonso de Ávila (Prieto). Esta nueva cercanía imposible con la actriz se vuelve intolerable para el poeta. Sitiado por el amor y la miseria, como en el epigrama griego, no tiene más remedio que aceptar lo que le ofrece Tornel: la secretaría de la legación en Sudamérica con un sueldo inmenso de 1,500 pesos anuales.
     Y uno piensa en cómo hubiera sido la literatura hispanoamericana si el nuestro se encuentra en Buenos Aires (o en Montevideo, donde estaban exiliados por Rosas) con Esteban Echeverría y sus contemporáneos de la Asociación de Mayo. En tránsito hacia el Río de la Plata, el mejor discípulo del cubano José María Heredia llega a La Habana, escribe amargos poemas, acaso porque le duele mucho un nombramiento de puño y letra de Santa Anna, y hace amistad con los jóvenes poetas habaneros.
     El más próximo: José Jacinto Milanés (1814-1863), otro niño pobre como él, otra víctima de la "posesión por pérdida" (en este caso, su prima Inés Ximeno), un destino aun más doloroso: Milanés enloquece y sobrevive encerrado veinte años. El vómito negro, la fiebre amarilla —azote de los puertos pero también nuestro "general invierno" que desalentó para invadirnos a los ejércitos europeos— termina con la vida de Rodríguez Galván el 26 de julio de 1842. Sus restos acaban fundidos con la tierra de Cuba, como para simbolizar la unión entre las dos poesías que nacieron ligadas por la figura de Heredia.

El rescate de Galván
Hasta hace poco buscar a Rodríguez Galván era como el intento de reconstruir la ciudad romántica entre las ruinas de México. El Portal de Agustinos es Woolworth's, el Principal se incendió en 1931 y ocupa su lugar un estacionamiento. Sobreviven los palacios de Santa Anna y la parte del convento que, según Francisco Monterde, fue sede de la Academia de Letrán, el hoy llamado Pórtico de la Ciudad de México.
     Ahora Fernando Tola de Habich ha reunido en dos tomos las Obras de Rodríguez Galván y en cuatro la edición facsimilar de El Año Nuevo, todo en la serie "Ida y regreso al siglo XIX", Coordinación de Humanidades, UNAM. María del Carmen Ruiz Castañeda, gran precursora de los estudios sobre el poeta, presenta otra de sus revistas, El Recreo de las Familias, con índices elaborados por Sergio Márquez Acevedo (UNAM). Marco Antonio Campos antologa sus Poemas mexicanos en Factoría Ediciones, la misma editorial en que Ángel Muñoz Fernández, a quien debemos un indispensable Fichero bibliográfico de la literatura mexicana del siglo XIX en dos tomos, inicia con su estudio y recopilación de José María Lacunza una colección destinada a rescatar a Los muchachos de Letrán.
     Esta inmensa labor obliga a reescribir nuestra historiografía literaria. Entre tantas otras cosas queda demostrado que la Academia de Letrán duró sólo de 1836 a 1840 (el error se debe a que el Colegio de Letrán, que alojó a la asociación donde nació la literatura mexicana, estuvo abierto hasta que se nacionalizaron los bienes eclesiásticos en 1861) y que "Netzula", una de las primeras narraciones indigenistas —hecha sobre los pasos de Jicontecátl, novela de Heredia, como ha probado Alejandro González Acosta— es de José María Lacunza y no del otro jml, José María Lafragua.

Novedad y balbuceo
La importancia de Rodríguez Galván se nos revela en sus cuatro aspectos: editor, dramaturgo, narrador, poeta. La diversidad conspira para esfumar su presencia, ya suplantada en las mitologías románticas por la de Acuña, que fue sólo poeta y de obra breve. Nunca terminaremos de agradecer a sus compiladores los presentes volúmenes. Sin embargo, la lectura se lleva meses enteros y pocos estarán dispuestos a canjearla por otras más atractivas y prestigiosas. Pero en estos libros se halla el origen de cuanto se ha hecho después en México.
     El Año Nuevo, anuario que apareció con las fechas de 1837, 1838, 1839 y 1840, es el órgano de la Academia de Letrán y la primera revista literaria exclusivamente mexicana. En ella conviven neoclásicos y románticos hasta que la política deshace una tolerancia sólo restaurada por Ignacio Manuel Altamirano en El Renacimiento (1869) que conocemos gracias a Huberto Batis. Se afirma: no hay progreso en literatura, 25 siglos después nada supera en modernidad y eficacia a la estructura espiral de Edipo rey. Sí, pero alguien tendría que explicarnos por qué los tres grandes novohispanos —Alarcón, Sor Juana y Clavijero— están a la altura de sus contemporáneos europeos, y en cambio en El Año Nuevo vemos los primeros pasos, la infancia, el balbuceo de una literatura nacional. Puede ser que nos separen del romanticismo mexicano el desgaste del tiempo, la erosión de la familiaridad, los años luz que entrañan el modernismo, la vanguardia, las letras contemporáneas. Para no hablar de la posibilidad de que un día cuanto escribimos hoy se verá tan apagado y débil como lo que hacíamos en 1840.

Extemporáneos y contemporáneos
Rodríguez Galván no tiene la culpa de que su poema narrativo "Mora" sea contemporáneo del Onieguin de Pushkin, sus poemas se hayan escrito al mismo tiempo que los de Víctor Hugo, Byron y Heine y sus cuentos compitan con los de Gogol, Poe y Merimée. Sus posibilidades fueron otras, el peso de la noche colonial resultaba abrumador. Lo que hizo fue muchísimo, nadie en sus condiciones hubiera podido hacer más ni mejor.
     Intenta crear un público que permita la profesionalización de los autores. El Recreo de las Señoritas es la primera tentativa de una revista general, si bien dirigida específicamente a formar lectoras, un magazine que la situación del país torna inviable. Como poeta y dramaturgo dispone de algunas reglas aprendidas en la tertulia y en Letrán; como narrador no cuenta con ninguna.
     El cuento es inmortal y sobreviviría incluso a la muerte ya no digamos del libro sino de la computación. El cuento literario, en cambio, es producto de las novedades del XIX. En este continente lo inicia Washington Irving con The Sketch Book, que incluye "Rip van Winkle". Poe lo define y caracteriza en su reseña de los Twice Told Tales de Hawthorne en 1842, año en que muere Rodríguez Galván.
     Muñoz, visitador de México y El privado del virrey muestran la gran facilidad de su autor para la versificación. Pocos años después llega Don Juan Tenorio que por su agilidad hace sonar pesadas todas las obras en español inmediatamente anteriores, como el verso dramático de Lope arruinó al de Cervantes, para gloria de la novela. Ambas obras de Galván resultan una crítica de la opresión española y los primeros ejemplos mexicanos del melodrama en el sentido original: una pieza que no es tragedia ni comedia, se escribe para un nuevo público que por vez primera accede al teatro y no quiere sutilezas ni ambigüedades, sino violencia y amor, sentimientos exaltados (esto quiso decir en principio el término "patetismo"), embates siniestros aunque estériles del mal y la fealdad y final feliz con el triunfo del bien y la belleza. Por sobre todas sus limitaciones, Rodríguez Galván se empeña en que México empiece a verse a sí mismo en el espejo de su pasado colonial.

Los primeros cuentos mexicanos
Echeverría escribió El matadero en 1837 pero no fue publicado hasta 1871. Los cuentos de Rodríguez Galván no igualan al texto argentino. Lo que merecen es un lugar privilegiado en las historias del género. No lo han tenido por la indefinición de "novela corta", originada en el vocabulario francés: nouvelle son las narraciones realistas como las de Maupassant; conte, las ficciones fantásticas. "La hija del oidor", situada en 1808, "Manolito el Pisaverde" y "La procesión", relatos contemporáneos, son cuentos que operan de acuerdo con las convenciones del melodrama —no había otras a su alcance— y muestran el germen de una literatura realista afín a la de Lizardi. La gran prosa narrativa era la historiografía. La ficción, género plebeyo, aún no se apartaba del sustento en la oralidad y el cuidado formal salía sobrando.
     Como poeta, en cambio, Rodríguez Galván se adiestra en la lectura de Hugo, Manzoni y Espronceda y en todas las formas estróficas españolas. Campos propone el rescate de los Poemas mexicanos como muestra de una poesía civil que es una crítica abierta a la dictadura santanista ("Bailad mientras que llora/ el pueblo dolorido… Desnudez, ignorancia/ a nuestra prole afrentan… Soldados sin decoro/ y sin saber nos celan…") y un llamado a tomar las armas contra el invasor que anticipa la belicosidad defensiva del Himno Nacional. (Hay otros antecedentes clarísimos en Prieto y en Lacunza.)

La humillación y la venganza
"La profecía de Guatimoc", poema polimétrico semejante a varios que Espronceda derivó de Hugo, sostiene el prestigio que le dio Menéndez y Pelayo. Jorge Aguilar Mora (El Universal, noviembre 26 de 1998) llama la atención sobre el hecho de que este poema invoque a Cortés y Alvarado para que junto con Cuauhtémoc nos defiendan de los invasores presentes, los franceses, y futuros, los angloamericanos que librarán una de las más cruentas batallas en la rampa del castillo de Chapultepec, escenario del texto. Para Tola, que escribió antes de Aguilar Mora, esta indefinición expresa por vez primera en poesía el drama del mestizaje. Hay que seguir leyendo "La profecía", ahora bajo las nuevas orientaciones. Cuando el poeta se avergüenza de no saber el idioma de Cuauhtémoc, ¿habrá la posibilidad de que Rodríguez Galván, ignorante del náhuatl como nosotros, hablara en cambio el otomí de su región natal? En otro poema no idealiza a Moctezuma, lo presenta como un tirano que oprimió a los demás pueblos y se anticipó a los virreyes y dictadores militares.
     Rodríguez Galván se despidió de México en la barcarola (canción de marineros) "Adiós, oh patria mía". Le hubiera gustado saber que 24 años después Vicente Riva Palacio la recreó en "Adiós, Mamá Carlota". Fue el himno de combate con el que vencieron a los franceses y a Maximiliano de Austria los chinacos, los nacos, las castas, la plebe vituperada por el arzobispo Fonte, la multitud que halló en Ignacio Rodríguez Galván su justificación literaria y su poeta. –

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