Celebración de un adiós

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El aniversario, novela tan asombrosa como perturbadora de Andrea Bajani (Roma 1975), se hizo en su última edición con el Premio Strega, el galardón literario más reputado de Italia –desde su creación lo han recibido Cesare Pavese, Dino Buzzati, Natalia Ginzburg o Claudio Magris, entre otros–. El aniversario al que alude el título celebra que hace diez años el narrador rompió toda relación con su familia. Las últimas palabras que le escuchó a su madre cuando se marchaba, desde el rellano, fueron: “¿Vendrás a vernos otra vez?” No. Ella lo supo antes que él, como a menudo sucede entre madres e hijos. “[Desde entonces] han sido los diez mejores años de mi vida”, sentencia el narrador, de quien nunca sabremos el nombre, ni de ningún otro personaje –igual que en la anterior novela de Bajani publicada por Anagrama, El libro de las casas, con la que hay también otras coincidencias–. La efeméride da inicio a la retrospectiva.

¿Por qué tomó esa decisión? Desde luego, no desde la razón, porque no es posible abandonar a los padres salvo desde el instinto, “esa ponderación definitiva”; en este caso, el instinto de supervivencia. No se trata de un adolescente rebelde que anhela una vida diferente a la que siente que sus progenitores han diseñado para él y traza un plan de huida premeditado para reinventarse en otro sitio, sino de un hombre en los cuarenta –ya independizado, a punto de casarse y que vive en otra ciudad– que lleva toda su existencia sufriendo el peso de un hogar, si es que así puede llamarse, en el que el padre ha construido “un pequeño universo de campo de concentración”. Es ese universo lo que el narrador va desvelando poco a poco, desde una templanza que aturde, pues la discordancia entre los hechos y la voz que los desgrana resulta heladora. Ahí reside el interés de la novela. Quien habla va acumulando recuerdos y hechos como quien lanza guijarros en un río una tarde aburrida de agosto. La voz que habla es analítica, fría, distanciada, y eso redobla la fuerza de lo que cuenta.

Curiosamente, ese universo opresor queda retratado sobre todo a través de la figura materna, a la que el narrador intenta rescatar, porque “sin la presencia de mi padre, el mundo es grande: hay espacio para los edificios, para el cielo y para mi madre”. Ella es la víctima principal de ese hombre –que en cierto modo es víctima a su vez, como se deduce de su historia familiar– que la dejó embarazada para evitar que terminara sus estudios universitarios y se situara así por encima de él; que asigna una paga semanal a todos los miembros de la familia (incluida la madre, que no tenía derecho a cuenta corriente); que prohibió que se instalara un teléfono fijo en casa por miedo a que el exterior perturbara lo que tanto le había costado construir a su alrededor y que una vez accede a instalarlo, ya en los noventa, fiscaliza con fiereza. Al final, la violencia física pura y dura es lo de menos, y de hecho apenas la hay. Lo terrible es la capacidad de ese padre de anular la existencia de los demás: tanto se lo cree él mismo que está convencido de que puede provocar un cáncer a sus “enemigos”, como por ejemplo a la única amiga de la madre, que convenció a la sometida esposa de que le dejara una nota en el parabrisas al marido cuando el coche estaba aparcado frente a la casa de la amante. Hay dos pasajes que resultan paradigmáticos: uno, cuando la madre se lava los dientes con el agua del váter, porque el padre ha cerrado ya la llave de paso, justo antes de salir de viaje; otro, cuando el narrador habla de cómo se arrancaba los pelos de la barba los días que, ya independizado, iba a comer a la casa de sus padres: las hebras acababan mezcladas con las migas de pan y luego caían por el balcón al sacudir el mantel; “desplazaba el dolor hacia la epidermis”.

El lector es arrastrado a esa espiral destructora, se ve sumergido en ella, atónito ante la serenidad del narrador, a quien esa realidad doméstica provoca temblores y diarreas incontrolables siendo ya adulto y viviendo en otra ciudad. En el caso de la madre, la situación la conduce a ausentarse de su propia existencia: “No sé si le apasionaba más colocar palabras en los recuadros [de un crucigrama] que encajar en la versión de sí misma que mi padre había dispuesto para ella […] él quería que ella no fuera nada para poder ser él algo, y ella no quería ser nada porque ser nada era algo por lo menos.” (Hay una hija, pero es un personaje quizá prescindible salvo porque sirve de contrapunto frente al hermano, al que parece acusar de una suerte de prostitución por bailarle al agua al padre con tal de evitar el fuego abierto.)

La manera en que una víctima habla de su trauma, en que lo trae al presente desde un pasado atormentado, es un tema recurrente en la literatura psicoanalítica. Es habitual, por ejemplo, que aparezca la figura del doble, un yo desgajado que es el receptor del mal; así se adopta la distancia necesaria para nombrar lo innombrable. Aquí el mecanismo que permite vaciarse es la ficción: “En ese acceso, a través de la invención, a lo que el recuerdo no posee, estriba precisamente la fuerza brutal de la novela. Que casi siempre se desinteresa de la realidad y aporta siempre la verdad.” La novela permite hacer conjeturas. Por eso en El aniversario abundan los “imagino”, los “creo”, los “supongo”, porque esta forma narrativa es un “dispositivo pensante” que facilita crear “hechos, pensamientos e incluso una memoria diferente, alternativos, generados en el acto de escribir”. Pero no es posible dudar de la veracidad de lo narrado. A través del juego metaficcional quien habla alcanza esa templanza sorprendente a la hora de retratar el infierno del que hace diez años consiguió escapar. No en vano Bajani eligió estas palabras de Anne Carson como aperitivo para la novela: “Si no eres la persona libre que quieres ser, has de encontrar un lugar donde decir la verdad a tal respecto. Donde decir cómo ves tú las cosas.” ~


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