Manuel Pereira
El beso esquimal
México, Textofilia, 2015, 188 pp.
No pocas veces a lo largo de la historia de la literatura –y muy especialmente la latinoamericana– han surgido autores que, ya sea por una cínica voluntad de posicionamiento o mera ingenuidad, folclorizan la realidad hasta el absurdo, volviéndola una caricatura de ella misma. Pulverizan la búsqueda en favor de la consagración. Escritores que parecen mucho más interesados en escribir un relato entretenido para ser leído con facilidad que por trabajar, aunque sea mínimamente, con el lenguaje. Lo que es peor: estos autores, aclamados por el gran público, proliferan y salen hasta de las alcantarillas. Los otros autores, los que –digamos– permanecen fieles a sus intereses y obsesiones, han sido expulsados, a veces de a poco y a veces con velocidades inusitadas, de un cada vez más limitado mercado editorial. De ahí el interés por poner el ojo siempre sobre lo diferente. De ahí el interés que despierta El beso esquimal. Tanto en el discurso como en la práctica, el autor de este libro se aleja de los temas de moda y cuestiona, desde su trinchera, las literaturas de entretenimiento, a los artistas funcionarios y a los escritores influyentes –por hacer algunas menciones–. Su postura es la de quien busca la renovación del lenguaje, no la fama.
Ahora, a manera de cartografía general, podríamos decir que El beso esquimal es la historia de un intelectual cubano que, exiliado como muchos otros, decide volver a la isla para visitar a su madre, a quien no ha visto desde hace doce años y quien se encuentra al borde de la muerte. La visita es fugaz: cuatro días. En ese tiempo el personaje de Manuel Pereira (La Habana, 1948) tiene que lidiar con una turba de familiares interesados por los dólares que trae encima –que, sin ser demasiados, dentro de un régimen castrista terriblemente empobrecido parecen casi una fortuna–, las pésimas condiciones en las que vive su familia nuclear, los fantasmas del pasado, el Alzheimer de su madre y, por supuesto, los espejismos que envuelven la atmósfera de un país al que hace ya muchos años le pasó la aplanadora del tiempo. Todo esto atravesado por una duda insistente que mantiene la tensión a lo largo de todo el relato: ¿lo dejarán salir de nuevo de la isla? ¿O acaso el permiso que le han otorgado para ingresar es una trampa para atraparlo eternamente? ¿O tal vez es que la trampa es tan perfecta que uno cree entrar cuando ni siquiera ha podido salir? El autor conserva el misterio y para nuestra fortuna no lo resuelve de manera absurda (como ocurre la mayoría de las ocasiones en que una sola pregunta recorre un relato entero).
En esta dirección no es raro que El beso esquimal, además de una trama bien construida, sea una feroz crítica al régimen que no teme pasarle un rasero de hierro a una de las utopías más veneradas por los intelectuales a lo largo de la historia: el comunismo. Y no es que el autor trate de condenarlo en pro de una exaltación del capitalismo –de hecho, al interior del libro hay duras palabras hacia los dos bandos–, al contrario, de algún modo Pereira nos demuestra que de ambos lados las utopías existen, pero que lamentablemente siempre terminan por convertirse en fantasmas que recorren la realidad y la devoran. La hacen, siempre, al final, monstruosa. A esta crítica se le suma una minuciosa descripción de la isla que va más allá de la mirada del turista, haciendo que lo ridículamente pintoresco no lo sea más: en El beso esquimal Cuba recobra su carácter de ciudad, es decir, sus tensiones, sus paranoias y sus contradicciones.
Por otro lado, a pesar de que en términos generales podríamos decir que en El beso esquimal las palabras han sido trabajadas con rigor y que el lenguaje está bien logrado, de momentos da la impresión de que el autor se decanta por el facilismo al introducir su protesta al interior de los diálogos. Y es que sin tratarse de conversaciones completamente plásticas, algo hay de irreal en lo muy bien dirigidas que están. Se extraña la digresión y el titubeo. Todos los personajes parecen arrojar sus frases con seguridad, muy conscientes de cuáles son las siguientes y qué es lo que buscan. De repente, especialmente en la sección titulada “Cuarto día”, resulta complicado establecer el pacto de ficción con el relato, pues los diálogos con mínimas digresiones rayan en el discurso doctrinario. Entretanto, la hermana del protagonista que al comienzo de la novela se nos presenta como demasiado ingenua y crédula del régimen, en las últimas páginas –como transformada por un arrebatamiento gnóstico– parece excesivamente complaciente con la opinión de su hermano y solo hace muy pequeñas intervenciones para interrumpir sus despliegues de sabiduría que son pronunciados con una ecuanimidad sospechosa.
El beso del esquimal es una novela potente, a la que sin embargo la traiciona la castidad del lenguaje de los personajes y la perfección de los diálogos. Lo que no impide que podamos recibirla con alegría y la recorramos con la emoción de quien recorre un museo de la memoria que se presenta, para quienes nacimos y crecimos en el centro del capitalismo, como un suceso extranjero y lejano. Manuel Pereira escribe un libro inteligente que se aparta de lo que estamos acostumbrados a entender por “literatura cubana”. No es que él la renueve personalmente, pero nos muestra la otra cara, la que se aparta del alambicamiento y también del oficialismo que acostumbra disparar balas de salva. En El beso esquimal no es así: las balas son reales y la escritura combativa. ~