Decadencia y caída de la crítica

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Si bien la literatura hispanoamericana puede considerarse unitaria gracias al común denominador de la lengua, dos factores, al menos, dificultan la comprensión de conjunto. Uno: que esa literatura, surgida en países muy distintos (y a veces distantes), es en realidad varias; dos, es difícil comprender la literatura hispanoamericana sin la española. Así pues, lo que llamamos literatura hispanoamericana es un conjunto de literaturas que se expresan en la misma lengua, tienen condicionantes nacionales diversos, y, al mismo tiempo, rebasan los límites sociológicos e históricos (políticos, ambientales, nacionales) gracias a que son obras de imaginación, no hechos y documentos: la literatura es algo que siempre está siendo o puede ser, no algo que ha sido. Si abrimos el término abarcando varias lenguas (el portugués y el francés, además del español), nos estaremos refiriendo, sobre todo, a una realidad geográfica, o bien a algunos de los topos de dicha literatura.
     El libro de Jean Franco Decadencia y caída de la ciudad letrada parte del concepto de ciudad letrada del crítico Ángel Rama para internarse, a través de la novela, la poesía, el ensayo, y otras formas de expresión, marginales y urbanas, en una selva de la que no es fácil salir con éxito: el significado de la expresión artística en la segunda mitad del siglo XX en América Latina. La ciudad letrada expresa una cultura castellana, de raigambre hispánica, y su decadencia y caída abre las puertas de las tradiciones orales, mestizas, indias, populares. Ya en 1967, Jean Franco había publicado La cultura moderna en América Latina y, un poco después, en 1975, editó en español su Historia de la literatura hispanoamericana (1973). Las dos obras, a pesar de lo que opina cierta crítica poco acostumbrada a pensar por sí misma o muy parcialmente interesada, adolecen de una escritura imprecisa y un manejo conceptual vaporoso, salvo para expresar algunas de sus filias y, sobre todo, sus fobias. En su nueva visión de América Latina y de sus literaturas, las limitaciones, lejos de desaparecer, han aumentado. Jean Franco es hábil y no se sitúa muy frontalmente: sus opiniones suelen ser oblicuas, en ocasiones parecen críticas con las dictaduras de izquierda, no enfrenta algunas obras capitales sino que las ignora, destaca otras de poco valor o bien de un valor sociológico (mucho de lo que cabe en el concepto de “cultura urbana”), repite tópicos como los de explicar la situación de penuria de Cuba por el “bloqueo” de los EE.UU., idea que ya estaba en su libro de 1967: “La gran tragedia de Cuba ha sido el bloqueo a que se ha visto sometida y que ha convertido la euforia posrevolucionaria en una dura lucha por la vida y ha limitado incluso la publicación de las obras”. Lo que no nos dirá nunca Jean Franco es cuántos son los millones de exiliados cubanos, cuántos los encarcelados por delitos de opinión y disidencia política, cuántos los muertos por la dictadura de Castro, cuál ha sido la participación de escritores que ella estudia con poca sospecha (como el caso de Fernández Retamar, intelectual y comisario político), cuáles las dimensiones de la censura, hasta dónde las tergiversaciones de la enseñanza de historia, de la historia de las ideas políticas, y cuál la proporción y la profundidad de la propaganda pseudocomunista, por no hablar de mil males más.
     El libro de Jean Franco se sustenta en una visión reductora: la cultura occidental se ha identificado en la segunda mitad del siglo XX con un capitalismo empresarial cuyos valores no eran los de una cultura humanística. En América Latina, algunos artistas e intelectuales han defendido la integridad de su cultura (noción horizontal), la necesidad de lo nacional e indígena frente a lo abstracto de una cultura universal. Esa defensa universalista habría estado patrocinada por la CIA (las revistas Encounter, Mundo Nuevo, etc.) para luchar contra la presencia comunista en América y Europa. Jean Franco, que no entra a analizar, siquiera sea someramente, la terrible realidad del socialismo real, sus decenas de millones de muertos y la terrible represión y deterioro de la cultura en los países comunistas, sitúa al lector entre dos bandos en términos de igualdad, el comunismo y el capitalismo, la CIA y la KGB, pretendiendo hacernos creer que la “caza de brujas” en EE.UU. tiene algún paralelismo con la represión estalinista. Dicha represión fue, en Estados Unidos, un juego de niños comparada con la represión y exterminio llevado a cabo por Stalin en la URSS. Cerrar los ojos ante las injusticias cometidas por Estados Unidos en América Latina y en su propio país demostraría una visión bajamente moral y deleznable, pero darnos a entender que dichas actuaciones invalidan la defensa de un país que ha sido durante mucho tiempo ejemplo de libertades y de lucha por los derechos individuales y grupales, además de ser un país cuyos logros sociales, políticos, científicos y culturales han sido enormes a lo largo de todo el siglo XX, negar esto, o anatematizar a los escritores que se han sentido más cerca de los EE.UU. y sus proyectos que de Castro o el subcomandante Marcos, muestra en Franco unas anteojeras ideológicas sólo proporcionales a sus limitaciones intelectuales y morales.
     Jean Franco sufre el mismo mal que muchos otros de sus compañeros intelectuales de su tiempo: tras haber defendido, más o menos abiertamente, a los regímenes comunistas o revolucionarios, han pasado a convertir al capitalismo moderno y sus democracias en el lado responsable de un tercer mundo (pobres e indígenas) que ha sido la víctima de la insaciabilidad y falta de escrúpulos de dichas sociedades prósperas. Añádase un poco de cultura alternativa y urbana, un puñado de gestos contestatarios, de diverso valor y significado, algunas novelas, pinturas y poemas que representen las heterodoxias sexuales y sociales, y tendremos un perfil del nuevo intelectual reciclado con las mismas fobias, sólo que donde fue internacionalista ahora es nacionalista y autóctono, donde hubo un economicista (los lectores de Marx estarán de acuerdo) se encuentra ahora un furibundo denostador del capital (en la mejor tradición puritana), y donde había un universalista moral tendremos ahora a un (una) relativista cuyo único absoluto es el odio al Imperio. Jean Franco suma a estas características una visión romántica de la cultura: exaltación de la oralidad y de las tradiciones populares, espontáneas, concretas y ajenas al Estado. Sólo una profesora de universidad (quizás habría que añadir: norteamericana) puede hablar de “la impoluta voz del pueblo”.
     Las tergiversaciones a las que se somete a algunos escritores, especialmente a Octavio Paz y Vargas Llosa, son un poco ridículas. ¿Es posible que, dado su tema, dedique Jean Franco más espacio a una película (y los terribles avatares de su filmación) de Herzog que a El laberinto de la soledad o Tiempo nublado, de Paz, o a La utopía arcaica de Vargas Llosa, por no mencionar diez o doce obras de carácter político y testimonial del periodo y tema que le ocupa? Jean Franco repite a lo largo de todo el libro, casi de manera exclusiva, una frase de El laberinto de la soledad: que finalmente, tras la revolución zapatista, el mexicano es contemporáneo de todos los hombres. La frase va tomando en la interpretación de Franco tintes abstractos, de supeditación de los intereses mexicanos a los designios europeos, etcétera, cuando lo que Paz señala en ese libro, cuyas ideas fue revisando a lo largo de su vida, es que afortunadamente se daba un desplazamiento de la esencia a la historia: sin este desplazamiento no hay posibilidad de entendimiento. En el resto de sus apariciones, al escritor mexicano se le tilda de “grandilocuente”, suprimiendo las referencias biográficas y políticas de su obra poética (cualquier lector de su poesía sabe que no dejó de ser autobiográfico ni político: véase su último libro de poemas, Árbol adentro), y se le culpa de adoptar en política una actitud “omnisciente”, defendiendo un cierto libertarismo, especialmente por su concepción del poeta y la poesía pero en realidad a favor de “la mano de hierro” del libre comercio: Paz vio con buenos ojos la mediación de México entre el norte y el sur en el Tratado de Libre Comercio. Frente a Paz, el poeta comprometido: Neruda, del que, según Franco, fue rival “y finalmente enemigo” (faltando a la verdad al mostrar sólo un fragmento, procedimiento clave en esta obra). En 1951 Neruda escribe un lamentable poema a Stalin, que suscita este comentario en Jean Franco: “puede ser difícil de tragar ahora que lo vemos en perspectiva.” El “puede” y el “ahora” hablan por sí solos. Aunque en ningún momento infravalora a Paz o Vargas Llosa, a ninguno de los dos va a llamarlos “genio de la escritura”, adjetivo que encarna en Roa Bastos gracias a su novela sobre el dictador (más aclaraciones: en ningún momento hace referencia al origen de esas novelas en América Latina: Valle-Inclán). Los libros de ensayos que Franco califica de fundamentales son los de Jesús Martín Barbero o Carlos Monsiváis, sin duda su gran figura tutelar a la hora de entender la cultura mexicana. Franco es tan afecto que no duda en afirmar con relación a las repercusiones del 68 en México: “La escritura de Monsiváis ha sido hasta ahora mismo profundamente afectada por el suceso.” Se puede admirar a Monsiváis, sin duda un buen escritor, sin decir que en 1970 fue profético al titular un artículo “Dios nunca muere”… Siguiendo a Martín Barbero y a Canclini, Jean Franco se congratula con la visión de que no hay una alta y una baja cultura. Si prestan atención, podrán oír todas esas voces de las universidades norteamericanas, denostadas por Bloom, cuya idea básica es que la literatura debe representar de manera equitativa todos los sectores de lo social, todas las diferencias de gustos y preferencias: la mejor novela, por ejemplo, de un retrasado mental debería estar al lado del autor del Quijote.
     Pseudomarxista, aunque se cuida bajo un tono de objetividad amparado en lo que dicen otros, Jean Franco nos muestra al realismo mágico, según Frederic Jameson, correspondiendo a un momento en que “un mundo de producción está aún enzarzado en un conflicto con uno más viejo (si no el preanuncio de uno más viejo)”. Por otro lado, su crítica del capitalismo está basada, sobre todo, en Deleuze y Guattari. Frente al universalismo de lo imaginario, Jean Franco reivindica obras de Arguedas o Asturias, por ejemplo Los ríos profundos y Hombres de maíz, de indudable raigambre telúrica: “En contraste con el mundo perdido de la modernidad, producido por la violencia, existe otro mundo, feminizado, en el que las identidades se forman no a través de una narrativa edípica de rivalidad con el padre, sino como una sumisión a lo ‘femenino’ y a un sagrado paisaje primordial no poseído aún privadamente ni explotado con fines de lucro”. Hay que desconocer mucho el mundo indígena (que en rigor son muchos mundos), antes o después de la colonización, para no observar que se trata de una visión utópica y maniqueísta. Dentro de este revoltijo que ha escrito Jean Franco caben cosas como afirmar que Me llamo Rigoberta Menchú “vino a ocupar el lugar de privilegio en el canon que antes tenía el realismo, superando ampliamente la división entre ficción y narración documental”. O la finura filológico-política: “La palabra ‘sicario’ procede del latín y significa asesino a sueldo. Su misma antigüedad, su procedencia latina, evocan un residuo de mentalidad premoderna, reactivada ahora por el consumismo moderno.” Su interpretación de la cultura cubana merecería una análisis extenso, pero no quiero dejar de señalar al menos dos ejemplos de su citada Historia de la literatura hispanoamericana, donde afirma lo siguiente de Cabrera Infante: “no consiguió adaptarse a las austeridades del periodo posrevolucionario y actualmente vive en el extranjero”. ¿No es admirable? Cabrera Infante no podía soportar la “austeridad” que la revolución (y el famoso embargo) imponían al pueblo cubano, embarcado en la no menos famosa revolución, que no fue nunca otra cosa que una dictadura militar, y se entregó a las abundancias del “extranjero”. Ahora le pongo al lector una adivinanza. Dice de Lezama Lima: “En esta época Cuba vivía bajo la violencia y la dictadura. Muchos escritores se encontraban en el exilio. Los que se habían quedado, como Lezama Lima, se sentían asediados”. ¿Cuándo fue? No, nada de eso. ¡En los años cuarenta! Al parecer, después de 1959 no hubo exilios, muertes, hambres, censura, policía política, poetas policías, campos de concentración para los “desviados políticos” y sexuales, sino “austeridad”, y Lezama Lima vivió en el mejor de los mundos posibles. Un poco de austeridad le habría venido bien a Jean Franco para contrarrestar su hybris. Pero quizás, con ser grave, no sea esto lo peor, sino el número de críticos que dirán que Decadencia y caída… es un “brillante e interesantísimo ensayo”. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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