No hay que soslayar que la actual cultura mexicana tiene su origen en el siglo XVI, después de la Conquista, y que el arraigo de la lengua española, que lentamente se fue produciendo desde ese entonces, iba acompañado de manera determinante por los intereses de la explotación colonial y la relación de dominio que muy pronto se estableció entre los colonizadores peninsulares y los criollos –que desde muy temprano alegaban ya derechos propios– frente a los mestizos y los indios. Para España y para el grupo dominante de los que, ya en el siglo XVII, comenzaron a llamarse “gachupines”, la Nueva España no tenía una identidad propia diferente de la española. Lo mismo sucedió con todas las colonias españolas de América. Sin identidad propia; diferentes, sin embargo, por la cultura que se iba gestando, se comenzó a producir una conciencia confusa de ello, que en México no acabó por encontrarse a sí misma hasta después de la Revolución. No pasó lo mismo con la lengua: los novohispanos, y después los mexicanos hasta bien entrado el siglo XX, miraban siempre a la “Madre patria” como paradigma de su lengua, aunque se dieran cuenta de que había importantes diferencias entre ambas maneras de hablar español. Consecuentemente, los más educados se esforzaban por usar un español considerado peninsular, mientras que sus propias maneras de hablar no podían concebirse, al principio, sino como barbarismos; en el mejor de los casos, como pintoresquismos, como se puede comprobar cuando uno lee, por ejemplo, a Fernández de Lizardi.
Con la excepción de Melchor Ocampo, que se atrevió a reivindicar el derecho de los mexicanos a su propia manera de hablar la lengua española, desde el siglo XIX se operó una distinción que todavía siguen haciendo nuestras sociedades, entre ese “español peninsular”, considerado modelo de la lengua, y el de México, solo entendido como curiosa colección de voces y giros pintorescos, y en muchos casos bárbaros, solecistas y viciosos. La Academia Mexicana de la Lengua, fundada en 1875, no parece haber tenido otra opinión, a pesar de los ambiguos esfuerzos, por ejemplo, de Joaquín García Icazbalceta, por justificar el interés en el español de los mexicanos. La Academia Española, por su parte, siguió concibiéndose a sí misma centro y dueña del idioma, y consideraba a sus correspondientes americanas como meras sucursales sometidas a ella. Estatutariamente esa relación cambió después de 1951, cuando, gracias a la actitud combativa de Martín Luis Guzmán, decidieron los académicos españoles pasar a una situación de aparente respeto a la igualdad de sus correspondientes y crear la Asociación de Academias de la Lengua Española.
No así en lo que respecta a su comprensión del español mexicano. El único interés a ambos lados del mar se ha venido centrando en el “americanismo”, en nuestro caso, en el “mexicanismo”, es decir, “el conjunto de voces, locuciones, expresiones y acepciones caracterizadoras del habla de México, que distancian la variante mexicana respecto del español peninsular, concretamente, de su variedad castellana”, según lo define Concepción Company, en la introducción del nuevo Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana (Siglo XXI, 2010, p. XVI). Tal comprensión del mexicanismo hace de “la variedad castellana” –es decir, el español registrado como tal por la propia Academia, puesto que no parece haber un estudio amplio y descriptivo del español usado en las dos Castillas– el marco de referencia, la piedra de toque al que se somete el tratamiento del léxico mexicano considerado “mexicanismo”. Desde hace cuarenta años varios lexicógrafos hispanoamericanos y europeos hemos venido insistiendo en que no hay razón científica y prácticamente válida para conservar esa distinción entre el “español peninsular” y los españoles andaluz, canario e hispanoamericanos: la “variedad castellana” es una más de las variedades del español, y, si se quiere reconocer las diferencias léxicas que caracterizan a cada variedad, hay que compararlas todas en pie de igualdad, no exclusivamente con la castellana. Por supuesto, tal comparación supone la existencia de suficientes estudios léxicos integrales en cada región, que permitan llevarla a cabo; es decir, amplísimos estudios del español hablado y escrito en cada país hispanohablante, sin pensar en si se trata de regionalismos o no, que permitan un contraste lo más exhaustivo posible. No hay tal acervo de datos comparativos suficientemente vasto y digno de confianza. Pero por lo que se ve, ni a la Academia Mexicana, ni a la Española y las demás les interesa una comparación de esta clase. Más bien se trata de perpetuar, en la conciencia de los hispanohablantes, la distinción entre un español metropolitano y los españoles coloniales (por más que reconozcan y proclamen el peso demográfico de Hispanoamérica frente a España), impulsando la publicación de diccionarios de americanismos, mexicanismos, peruanismos, etcétera, sin contar con suficientes datos comparativos. La Academia Mexicana no asume siquiera la existencia de suficientes argumentos y estudios que superan la dicotomía metrópoli/periferia; y, como lo ha hecho la Española inveteradamente, prefiere ignorarlos, al punto de afirmar que la recopilación de voces en que se basa el Diccionario de mexicanismos “es, hasta donde la Academia tiene noticia, el primer intento por recoger el léxico cotidiano del español actual, hablado y escrito de México”. Sorprendente afirmación, si consideramos que los filólogos mexicanos que forman parte de la Academia conocen suficientemente el estudio que, sobre la base de los dos millones de apariciones de palabras del Corpus del español mexicano contemporáneo (1921-1974), ha venido dando lugar a una serie de diccionarios que en noviembre de 2010 se coronaron con el Diccionario del español de México (El Colegio de México), el segundo diccionario integral del español basado en una concepción nacional –el primero fue el Diccionario integral del español de Argentina, Buenos Aires, Tinta Fresca, 2008– y no periférica de la lengua. Un vocablo que aparentemente debe el español a los mexicanos es ningunear: Concepción Company y sus colegas de la Academia se muestran hábiles en el ninguneo del conjunto de estudios y publicaciones del equipo del Diccionario del español de México.
Hay que señalar que el concepto de mexicanismo se le ha vuelto muy borroso a la Academia: puesto que ya no es “políticamente correcto” considerar al mexicanismo como en el siglo XIX, pintoresco y bárbaro, si en la página anterior de la introducción se caracteriza el mexicanismo de manera diferencial frente a “la variedad castellana”, en la siguiente “mexicanismos son las voces, simples y complejas, las expresiones lexicalizadas y las acepciones que caracterizan la lengua, popular o culta, o ambas, de este país, fundamentalmente, en la variedad o las variedades urbanas del Altiplano Central de México” (p. XVIII); es decir, el mexicanismo como tal se disuelve en el uso mexicano de la lengua española, que no es lo mismo, y el uso mexicano en el del altiplano de México, que tampoco es lo mismo. Pero, a fuer de caracterizar ese mexicanismo de una manera diferencial, Company lo hace afirmando que “las rutinas y los hábitos lingüísticos que otorgan identidad a los mexicanos […] y los grandes ejes culturales alrededor de los cuales se concentra el léxico del español de México” (las cursivas son mías) son “la obsesión por el sexo”, “la cotidianidad de la muerte”, “las cortesías”… y “el bien conocido y multiangular machismo”. ¡Es ese vocabulario el que concentra el léxico del español de México y nos otorga identidad! Bonita manera de renovar el pintoresquismo del siglo pasado y a la vez de realimentar el estereotipo que tanto daño nos hace en la vida política y en los medios de comunicación, del mexicano macho, obsesionado por el sexo, soez y dado a la muerte; las cadenas de televisión Televisa y TV Azteca deben estar encantadas con este diccionario, que justifica plenamente el vocabulario de sus cómicos, sus reality shows y las indignidades que cometen con su público. Apena que la Academia Mexicana, en voz de Concepción Company, no sepa cuál podría ser su lugar en la educación de los mexicanos y tampoco su papel en el estudio del español mexicano. Es verdad que, debido a la mala educación de la lengua en el país, que sigue enseñando que el buen español es el de la Academia y lo demás es solo periférico y pintoresco, muchos mexicanos se identifican en un vocabulario popular definido por el chiste y la grosería, tanto más cuanto que es lo que difunden los medios de comunicación masiva; pero uno esperaría de una Academia de la Lengua que tuviera mejor perspectiva y mejor criterio para entender al español de México, sobre todo si se hiciera cargo de su papel normativo.
En esta reducción del español de México y del “mexicanismo” al vocabulario soez, del sexo, de la muerte y del machismo tienen un papel importante las fuentes que utilizaron. En vez de revisarlas siguiendo su propia clasificación en “fuentes bibliográficas, electrónicas y filmográficas”, hay que desentrañar las que pueden haber sido sus fuentes primarias, es decir, aquellas de donde proceden sus vocablos, y las secundarias, que les habrán servido para cotejar sus materiales con diccionarios ya existentes. Entre las primarias hay seis o siete novelas (Fuentes, Loaeza, Sainz, Del Paso y Zapata entre ellas); siete obras más, entre las cuales se encuentran: Mucho cerdo sabroso (y puerquita sexy), de J. I. Solórzano, Cuentos asquerosos y Cuentos tenebrosos del cómico de Televisa Víctor Trujillo, Armando Hoyos / La autobiografía no autorizada ni por Eugenio Derbez (otro cómico) y, del mismo autor, el Diccionario de la real epidemia de la lengua; conviene agregar a estas cinco películas: una de Cantinflas, dos del actor Mauricio Garcés, una de la cómica “India María” y una de Pedro Infante. Formarán parte de este conjunto el Índice de mexicanismos y el Diccionario breve de mexicanismos de la Academia Mexicana, el Diccionario y refranero charro de Leovigildo Islas Escárcega, Cómo hablamos en Tabasco, un antiguo estudio de Rosario Gutiérrez Eskildsen, el pobre Diccionario de colimotismos de J. C. Reyes, una tesis sobre el habla de Tabasco y las historietas de La familia Burrón. A estas fuentes hay que agregar ocho listas de voces tomadas de internet. Las obras secundarias, de referencia, habrán sido los diccionarios y los corpus crea y corde de la Academia Española, los diccionarios de Manuel Seco (Diccionario del español actual), el Diccionario de mejicanismos de Santamaría y el Diccionario del español usual en México de El Colegio de México. La lista de fuentes primarias es caprichosa, por decir lo menos, y muchas de esas obras o las listas tomadas de internet requerirían una ponderación cuidadosa antes de tomarlas en cuenta. Esas fuentes inclinan la balanza hacia un vocabulario soez, humorístico y, muchas veces, individual. Es decir: de tales fuentes, tales resultados. No es lo mismo un estudio lingüístico del habla de un autor, de cualquier persona o incluso de cualquier grupo de personas, que debe registrar todo lo que encuentra, que un diccionario orientado a informar acerca de la lengua común, compartida por toda la sociedad, sobre todo tomando en cuenta que a todo diccionario, aunque sea descriptivo, una vez que aparece, la sociedad le asigna un cuño normativo. Eso es lo que diferencia la lexicografía del estudio meramente léxico, una diferencia que la Academia no tomó en cuenta, por más que se haya explicado muchas veces en diferentes ámbitos. Cuando se hace lexicografía dirigida al público es necesario elegir con cuidado las fuentes, en este caso, de acuerdo con el objetivo de documentar mexicanismos; ponderarlas y, sobre todo, ampliarlas, para contar con un corpus bien equilibrado y lo suficientemente grande como para que los registros de voces queden suficientemente verificados en el uso social. En esta falta de conocimiento y reflexión a propósito de los fundamentos y los métodos de la lexicografía radica el error de fondo del Diccionario de mexicanismos. Este diccionario es, en su mayor parte, un registro de voces y usos festivos, humorísticos, eufemísticos, más o menos espontáneos, determinados por los contextos en que aparecen: diccionarios de aficionados que registran lo simpático, que amplifican la grosería, que muestran la capacidad de los cómicos para el juego verbal, sugerente y chispeante. Que sean mexicanismos, está por verse; que formen parte del léxico de la sociedad mexicana, es dudoso en múltiples casos; que muestren los “grandes ejes culturales” alrededor de los cuales “se concentra el léxico del español de México”, en el que se trasluce nuestra identidad, es una barbaridad.
A pesar de la idea con que se presenta y de la parcialidad de sus fuentes, el Diccionario de mexicanismos registra mucho más que lo que su directora le atribuye y no deja de ser un documento lingüístico de cierto valor, aunque haya que tomarlo con extrema precaución, como mostraré en seguida.
Volvamos al tema específico del mexicanismo: el diccionario se cuida de no recopilar vocablos de origen amerindio que han pasado al acervo común del español, como tomate, tiza o petate, a los que llama mexicanismos diacrónicos (es decir, voces de origen amerindio, que se integraron temprano a ese acervo común). Incluso afirma, por eso, que “un mexicanismo no es un indigenismo” (p. XVII); una afirmación tan tajante desconcierta. La realidad es que todo indigenismo procedente del ámbito territorial del actual México es, en su origen, un mexicanismo, aunque haya pasado al español de otras regiones. Incluso parte del interés de este diccionario reside precisamente en la inclusión de cientos de indigenismos, sobre todo nahuatlismos y mayismos. También es cierto que hay mexicanismos que no provienen de nuestras lenguas amerindias, y cuesta mucho más trabajo identificarlos. Divide en tres clases los mexicanismos: 1) Voces usadas en México “inexistentes en el español peninsular general” (ojo a la temeraria afirmación de inexistencia y a lo de “español peninsular general”). Se diría que, suponiendo que los elementos de contraste entre dialectos del español fueran suficientes –que no lo son–, estos serían verdaderos mexicanismos. 2) Voces o construcciones compartidas con el “español peninsular castellano” (en consecuencia, abusivamente, iguala un “español general” con la variedad castellana), pero más frecuentes en México. 3) Voces y construcciones compartidas, que han desarrollado en México valores semánticos propios, a los que podríamos llamar “mexicanismos de significado”. Los ejemplos aducidos en la introducción para esta última clase de “mexicanismos” son erróneos: el uso de la preposición hasta (“llega hasta las tres”, es decir, “no llega antes de esa hora”) se encuentra en Centroamérica y el Caribe; el uso adverbial de recién (“recién me di cuenta”, es decir, “me acabo de dar cuenta”) es de procedencia argentina; en México, como se señala en el Diccionario del español de México, predomina su uso adjetivo: recién nacido, recién llegado.
Company reconoce en la introducción que determinar el uso más frecuente de una voz sin tener una base amplia de datos cuantitativos es muy arriesgado (y anticientífico). Afirma que “la decisión fue de naturaleza operativa”, es decir, a ojo de buen cubero, subjetiva.
A pesar de la restricción al “mexicanismo”, en el diccionario se marcan como supranacionales voces “empleadas también en alguna otra variante del español hispanoamericano” como beneficiar y beneficio ‘procesar café, arroz o caña de azúcar’, capitán ‘jefe de camareros’, chunche ‘cualquier objeto’, ñor ‘apócope de señor’, y muchos más. ¿Quiere esto decir que se trata de voces originadas en México y después extendidas a otras regiones? En tal caso, ¿por qué dejar de señalar tomate como mexicanismo? No hay indicaciones de los dialectos en donde también se usan estos vocablos en Hispanoamérica, lo cual no es raro, pues, insisto, no hay suficientes datos comparativos.
En la Guía del usuario se lee: “Es un diccionario contrastivo o diferencial respecto del español de España [ahora ya no se trata de “la variedad castellana”] e incluyente [la cursiva es mía] respecto del español de América.” Estas afirmaciones merecen una precisión y un comentario más: no es lo mismo contrastivo que diferencial: en la lexicografía diferencial –la que se ocupa de las diferencias léxicas entre dialectos de la misma lengua– el método de trabajo es contrastivo. Si el diccionario es “incluyente” en cuanto al resto del español en América, su carácter mexicanista vuelve a desdibujarse y la obra tiende a documentar un diccionario de americanismos. Llama la atención el descuido de hablar de “español de América”, cuando el director de la Academia Mexicana, José G. Moreno de Alba, ha escrito un difundido libro sobre El español en América (fce) en donde argumenta, justamente, contra la idea española de que todas las variedades hispanoamericanas del español se puedan considerar una unidad.
Concepción Company es una respetable estudiosa de la sintaxis del español (sintaxis diacrónica), pero lo que revela la introducción del Diccionario de mexicanismos es una falta de reflexión que desdice de su seriedad y de su conocimiento de la disciplina lexicográfica.
La estructura del diccionario tiene las siguientes principales características: después de la entrada, agrupa sus acepciones en orden alfabético a partir de la primera palabra de la definición; es decir, es un orden totalmente externo y arbitrario del complejo polisémico, y además consigna, contradictoriamente, que “las acepciones entran por frecuencia de uso según las fuentes consultadas” (p. XXXVII). ¡Menuda afirmación!: para lograr identificar cuantitativamente, de manera firme, la mayor frecuencia de uso de las acepciones de un vocablo haría falta un conjunto de datos de varios cientos de millones de contextos, como sabe cualquier lexicógrafo profesional. Marca en la entrada los sufijos de género: canchanchán, na, ñengo, ga. Da entradas separadas a las formas pronominales de los verbos y a las que llevan un sufijo de objeto directo, muy usuales en español mexicano: fajar, fajarse, fajársela; en cambio, en un caso como el de diablito, que requeriría dos artículos distintos, pues sus significados no tienen nada que ver uno con el otro (por ejemplo: diablito1 ‘carrito de dos ruedas con una plataforma sobre la que se transportan cosas’ y diablito2 ‘aparato usado para robar corriente de las líneas eléctricas’), la solución es polisémica bajo la misma entrada; es decir, no hay claridad acerca de la diferencia entre polisemia y homonimia. Como entrada de las locuciones se toma “la primera palabra plena, o estructuralmente autónoma, que las integra”: meter la cuchara. En expresiones festivas –que trataré más adelante– como su servilleta para decir “su servidor”, la entrada se hace, consecuentemente, con servilleta.
En cuanto a sus marcas de uso indica: “Registro de empleo”, “Valoración social que los hablantes hacen de una forma”, “Nivel de instrucción escolar”, “Marcas pragmáticas” [?], “Frecuencia de uso” y “Ámbito geográfico”. Como registro de empleo, solo aparece la marca coloquial; las marcas vulgar y obsceno indican la “valoración social de los hablantes”; en este grupo explica la marca eufemismo. La marca popular se considera efecto del nivel de instrucción escolar, una idea errónea del habla popular, pues esta no es un fenómeno de instrucción, sino de tradición del hablar que todos los mexicanos, iletrados y cultos, compartimos. Considera marcas pragmáticas “las valoraciones afectivas, positivas o negativas, que un hablante puede hacer de una voz o expresión” y son: afectivo, despectivo y festivo. Como frecuencia de uso solo marca lo poco usado. Marcas del ámbito geográfico son rural y supranacional. Considera rural “una voz empleada casi exclusivamente por campesinos o para hacer referencia a lo perteneciente o relativo al campo”; en este punto también es necesario hacer una aclaración: lo referente o perteneciente al campo no es necesariamente rural; por ejemplo, arado es una voz que todo hablante necesita usar para hablar de ese instrumento de labranza. El diccionario comprende, según se dice en su introducción, aproximadamente 11,400 voces y 18,700 acepciones. Si se compara con el Diccionario del español de México, ofrece un poco menos de la mitad de voces que este y cerca de la décima parte de acepciones; no obstante, varios cientos de los vocablos que registra el Diccionario de mexicanismos no forman parte del Diccionario del español de México, debido al objetivo de este: la manifestación integral del español de México como hecho de la cultura, que dio mayor peso a la lengua escrita, y a la necesidad metódica de verificar el uso social de las palabras.
Como decía antes, el Diccionario de mexicanismos registra sin discriminar todos los vocablos y expresiones que encontró en sus fuentes, que supone son característicos y propios del español de México. Por sus fuentes, predomina el registro de usos orales sobre los escritos y entre los escritos variantes de escritura como alaraquear – alharaquear, chacoaco – chacuaco, ulero – culero, etcétera (no abocarse y avocarse). Hay expresiones muy usuales, como is barniz para decir ‘sí’, su servilleta para decir ‘su servidor’, cerbatana para decir ‘cerveza’, aunque no registra, por ejemplo, achis piajos, para jugar con la interjección, o ahí nos bemoles para decir ‘ahí nos vemos’. Sin embargo, multitud de esos usos orales son modificaciones festivas y espontáneas de las palabras, de cuya vitalidad social cabe dudar; por ejemplo: abogacho y abogángster para decir abogado, o amigovio ‘amigo y novio’; jotingas para decir burlona y eufemísticamente ‘joto’, o leperuza para hablar de la gente lépera; ladronde para preguntar dónde se robó algo o mamerto como eufemismo de mamón ‘engreído’ (aunque no notan de dónde procede el eufemismo), miercocteles para decir ‘miércoles’. Aborrecencia para decir ‘adolescencia’ puede haber sido una simpática y expresiva modificación que, sin embargo, fuera de contexto no tiene sentido: supongo que nadie, al oír aborrecencia, entenderá adolescencia; y, si es así, el juego verbal que la produjo no puede aparecer en un diccionario como uso social. Lo mismo sucede con ¡abuelita! y ¡abuelita de batman! registrados como interjecciones y sin definición, que son eufemismos de la expresión a huevo ‘forzosamente’ (lo que tampoco notan) si se consideran en su contexto, pero, si no, no son interpretables; es decir, no tienen cuño social y no pueden caracterizar un uso mexicano, sino solamente un fenómeno estilístico de quien lo dijo; pasa lo mismo con expresiones como ¡chanclas!, como interjección de sorpresa, que no se entiende sin su contexto específico, kuleid ‘referido a alguien, que es mal amigo’ (aquí se trata, de nuevo, de un juego verbal espontáneo: kool aid, el nombre de una bebida, sirve para hacer un eufemismo humorístico de culero, es decir, de miedoso, de cobarde, no de ‘mal amigo’) o gaucho veloz al que atribuyen tres acepciones: ‘persona capaz de participar de igual manera y al mismo tiempo en todo tipo de actividades’, ‘hombre que practica el coito con una mujer desconocida sin preámbulo alguno’ y ‘eyaculador precoz’. Se pregunta uno si ibm ‘persona que realiza una acción por encargo ajeno’ circula realmente en México con ese significado; o quién puede entender que igor signifique ‘ano’, julián ‘nalgas’ o larailo ‘hombre homosexual’, abuela con el significado de ‘partera’, accionar y achafranar (¿achaflanar?) por ‘practicar el coito’ o aguadito ‘vagina’. Para poderlos considerar parte del léxico del español de México y mexicanismos habría sido necesario demostrar su uso, al menos, en tres fuentes diferentes, que no se copien entre sí, y el Diccionario de mexicanismos no indica en cada caso sus fuentes específicas de procedencia.
También registra muchas modificaciones expresivas de las palabras, de carácter intensificador, que no cambian el significado de su base, como acostadote, afuerita, allacito, juzgón. Forman parte de este grupo apócopes comunes como amá, apá, divis ‘divino’, ñor y ñora, etcétera.
Es innegable que en el español mexicano, como en las demás variedades de la lengua, se manifiestan estos usos expresivos, espontáneos e individuales; estos y muchos otros constituyen tradiciones verbales populares en México, que merecen reconocimiento por sí mismas después de un estudio cuidadoso, que determine su tratamiento lexicográfico. Darlos como vocablos de uso extendido en México supone que cualquier persona que las use se dará a entender. Ya me gustaría ver la reacción social cuando un extranjero comenzara a utilizar esas voces. En cambio, si formaran parte de un estudio sobre la expresión popular en México, como el ya clásico de Margit Frenk –no considerado por los autores del diccionario– “Designaciones de rasgos físicos personales en el habla de la ciudad de México”, Nueva Revista de Filología Hispánica 7 (1953), pp. 134-156, republicado en sus Estudios de lingüística (El Colegio de México, 2007), se apreciaría una importante labor de la Academia.
Aparecen también muchas locuciones humorísticas cuya proveniencia metafórica está todavía viva y no se han lexicalizado, como abrir la de hueso en flor ‘romper la cabeza’, que habría sido mejor registrar en un estudio específico y no en un diccionario que, por su naturaleza, se entiende de uso social y lexicaliza las expresiones que incluye.
Llama la atención un vocablo como josefino ‘nombre que reciben los pobladores naturales de algún pueblo o ciudad que ostente la denominación de San José’; en esos términos, el diccionario parece estar considerando virtualidades y no realidades; habría sido más correcto enumerar los pueblos que llevan el nombre de San José en la definición.
Igualmente es un error listar nombres de productos que son marcas registradas como genéricos; es decir, claxon o triplay se han vuelto genéricos, e independientemente de que sean marcas registradas han pasado a formar parte del léxico mexicano; la mejor prueba es que se puede pedir un claxon o triplay y recibir uno de otra marca. En cambio, alkaseltzer, dacrón o maseca ‘masa de maíz’ no se han vuelto genéricos, sino que son nombres propios y no corresponde registrarlos en un diccionario de la lengua. En un juego verbal con Dodge, en la locución humorística en dodge patas ‘a pie’, que solo tiene sentido si la precede un comentario acerca del medio de transporte que alguien piensa usar, dodge no debiera marcarse como marca registrada porque evidentemente no tiene nada que ver con esa marca de coches.
Hay abundantes errores de análisis: abalanzarse definido como ‘aprovecharse una persona de algo’ más bien quiere decir ‘lanzarse con precipitación o ímpetu sobre algo o alguien’; define agorzomar como ‘dominar a alguien abusivamente’, cuando se trata de ‘molestar a alguien con un exceso de atenciones, preguntas o peticiones’; un aura no es simplemente un ‘buitre’; es, como lo asienta el Diccionario del español de México, un “ave rapaz diurna… muy parecida al zopilote, de plumaje negro pero con visos verdosos o rojizos…”, pero diferente a este; darketo ‘referido a alguien, que viste de negro, es melancólico, de actitud depresiva y solitario’ es más bien el nombre que se da a un joven que, en las ciudades, se viste en efecto de negro y se interesa solo por la novela gótica y sus expresiones contemporáneas de vampiros, hombres lobo, etcétera.
Es una lástima que las definiciones de seres naturales, como plantas y animales, no ofrezcan sus clasificaciones biológicas, que son las únicas que nos permiten reconocerlos en un mundo, como el mexicano, en el que la diversidad natural es sorprendente, y que además en la mayoría de los casos no sitúen la región en que viven, como en las plantas jumay, chacnicté, chalagüite, guachichil, guacoyol, hipericón, animales como justofué, hoatzin, jaripa, etcétera.
Sin duda este Diccionario de mexicanismos es una obra que hay que tomar en cuenta como a los muchos diccionarios de regionalismos mexicanos hechos por aficionados, que, mal que bien, apuntan palabras para después investigarlas y darles un tratamiento serio; comparado con el Diccionario de mejicanismos de Francisco J. Santamaría (Porrúa, 1959), está todavía muy lejos de poderlo mejorar, no digamos sustituir. El sesgo de sus fuentes primarias, la falta de un método lexicográfico bien sustentado, sus errores de análisis del significado, lo convierten en una obra desconcertante, de dudoso valor social. La lexicografía no se improvisa. ~