El cártel de Sinaloa de Diego Enrique Osorno, Osiel vida y tragedia de un capo de Ricardo Ravelo

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¿Cuándo comenzó la pesadilla? El 12 de agosto de 1937. Ese día el Congreso norteamericano prohibió el consumo, la posesión y el comercio de mariguana. En esa ocasión el director del fbn (Federal Bureau of Narcotics), Harry Anslinger, afirmó: “La mariguana conduce al pacifismo y al lavado de cerebro comunista. Fumas mariguana y probablemente mates a tu hermano. La mariguana es la droga que más violencia está causando en la historia de la humanidad.” La prohibición, que se extendió a otras drogas, trajo consigo el mercado negro. Esta es la raíz del problema que afrontamos. Pero eso no explica lo que tenemos ante nuestros ojos. Esa raíz –la prohibición en Estados Unidos– fue alimentada durante décadas en nuestro país con corrupción policiaca y política, con complicidades, omisiones y errores mayúsculos.

La historia que cuentan Diego Enrique Osorno y Ricardo Ravelo es una sola en dos vertientes. Es la historia del narcotráfico en México en sus dos más poderosas encarnaciones: el cártel de Sinaloa y el del Golfo. El objetivo de ambas organizaciones delictivas es el mismo: pasar droga al otro lado de la frontera, un mercado extenso y rico, gracias a la prohibición. El grupo de Sinaloa la pasa sobre todo por Tijuana y por Ciudad Juárez, y el del Golfo a través de “la joya de la corona del narcotráfico”: Nuevo Laredo. Aunque el origen de ambos grupos data de los años cincuenta, el dominio sobre su región y sobre su porción fronteriza lo alcanzan en los ochenta: los sinaloenses con Miguel Ángel Félix Gallardo a la cabeza y los tamaulipecos con Juan García Ábrego al frente. A estos capos se debe, también, que se pasara de traficar solo mariguana y se comenzara a comerciar con cocaína, una droga más cara, más fácil de transportar y que causó furor entre los estadounidenses. Ambos, uno a finales de los ochenta y el otro a mediados de los noventa, son traicionados por sus cómplices en el gobierno, son aprehendidos y encarcelados, por la presión que sobre México ejercieron las autoridades norteamericanas. La estafeta del cártel de Sinaloa la retoma Joaquín el Chapo Guzmán y la del Golfo Osiel Cárdenas Guillén. Este último fue capturado en 2003 y trasladado a La Palma, donde rápidamente desquició los controles del penal de máxima seguridad con su doble estrategia de corrupción e intimidación. Al inicio de su gobierno, Felipe Calderón decidió extraditar al capo a los Estados Unidos, donde permanece en prisión. El Chapo Guzmán ha corrido con mejor suerte. Fue capturado en Guatemala en 1993 y encarcelado en La Palma, de donde fue sospechosamente trasladado al Penal de Puente Grande, del cual se fugó en el 2001. Actualmente la revista Forbes lo sitúa como uno de los grandes multimillonarios internacionales y su organización es, según los entendidos, la banda criminal más poderosa del mundo, con presencia en 47 países.

Más allá de esas historias paralelas, los libros de Ravelo y Osorno son muy disímbolos. El de Osorno es una reunión de reportajes, eficaces como piezas de periodismo, cuyo eje es el cártel de Sinaloa (origen, historia, desarrollo, capos y sicarios), y que tratan de apuntalar una tesis: que la lucha contra el narcotráfico ha tenido en México una motivación política. El de Ravelo en cambio es un libro en forma, una biografía. De hecho es la primera biografía que se escribe sobre un capo del narcotráfico. Como biografía es pésima, hay que decirlo, aunque aporta algunos datos interesantes. Pésima por cursi, por su desenfrenado empleo de todos los lugares comunes que se le vinieron a la mente y por su nula penetración psicológica del sujeto de su biografía. Para Ravelo, la de Osiel Cárdenas es “una obra cimentada en lo demoniaco”, se vuelve adicto a la coca para “adormecer a sus propios demonios”, es la de Osiel “un alma tironeada por una fuerza demoniaca”, su “mentalidad” es “presa de ocurrencias demoniacas”, conforme aumenta su fuerza en la organización “la parte demoniaca de ese poder que siente como una extensión de su cuerpo lo enferma aún más”; en resumen, para Ravelo, Osiel Cárdenas es “un engendro del mal”, una “fuerza diabólica”. Tal es el grado de penetración psicológica de Ricardo Ravelo. Su empleo del lugar común es asombroso. Para referir que Osiel ha decidido ser un delincuente, Ravelo dice: “Es el túnel de lo ilegal que da rienda suelta a sus locas ambiciones.” Para comentar lo que hacía en prisión, Ravelo escribe que Osiel estaba “atribulado por los martilleantes cuestionamientos que se agolpan en su infatigable cerebro”. Pero a Osiel no lo derrota “el poderoso huracán de la adversidad”. Ni siquiera cuando se deprime “por el abandono de alguna amante que le ha lastimado los más profundos sentimientos”. Si como biografía deja mucho que desear, el libro de Ravelo contiene algunos elementos muy interesantes para comprender la violencia desatada en nuestro país. Me refiero específicamente a la conformación de los temibles Zetas. Tras la detención en 1996 de Juan García Ábrego, el gobierno festejó el fin del cártel del Golfo. Lo que en realidad ocurrió, y el gobierno tardó bastante en percatarse de ello, fue que los sicarios de ese cártel comenzaron a disputarse sangrientamente la cabeza del grupo. El que despuntó, por el uso desmedido de la violencia, fue Osiel Cárdenas, apodado el “Mata amigos”.

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En menos de cinco años logró someter a todos sus competidores. Se hizo socio confiable de los cárteles colombianos. A finales de los noventa su grupo introducía por año a los Estados Unidos casi 50 toneladas de cocaína. Conforme aumentaba su poder, el temor a sus enemigos crecía. Para resguardarse, creó un círculo especial de defensa, integrado por exmilitares. Pero no exmilitares cualesquiera. Arturo Guzmán Decena, exintegrante del grupo de élite gafe, invitó a sus excompañeros a formar parte de la organización de Osiel Cárdenas. Adoptaron su nombre porque la mayor parte de ellos habían estado asignados a la base Zetas de Miguel Alemán, Tamaulipas. Según Ravelo, “son capaces de despliegues rápidos por tierra, mar y aire, de hacer emboscadas, realizar incursiones y organizar patrullas. Son francotiradores especializados, pueden asaltar edificios y realizar operaciones aeromóviles, de búsqueda y rescate de rehenes”. Teniendo a los Zetas como su primer círculo de seguridad, Osiel ganó en movilidad. Pronto quiso expandir su territorio, llevarlo más allá de Tamaulipas, hacia Veracruz, Tabasco y Nuevo León. Los Zetas, como exmilitares, sabían que su estrategia expansiva debía desplegarse sobre todo en dos frentes, el armado y el propagandístico. Por ello trajeron de Guatemala a miembros de un equipo de élite: los Kaibiles, famosos por sus métodos para infundir terror. Los Kaibiles trajeron consigo el uso extensivo de la tortura, la decapitación y el descuartizamiento. Y los medios les siguieron el juego. Comenzó así una espiral de terror. Los otros cárteles, para no quedarse atrás, comenzaron a imitar sus métodos, importaron a los Maras salvadoreños, se perfeccionaron en el terror. El resultado lo tenemos a la vista. Tras la detención y posterior extradición de Osiel Cárdenas, los Zetas se independizaron del cártel del Golfo. Ahora son un grupo autónomo. Porque sus métodos llaman mucho la atención de la prensa, ahora los cárteles se han unido para acabar con ellos.

 

El libro de Osorno, como apunté antes, persigue un fin: el de apuntalar la tesis de que la lucha contra el narco tiene una motivación política. Estudia detenidamente la Operación Cóndor en los años setenta, con la que el gobierno de Echeverría pretendió acabar con el cultivo de mariguana y de adormideras en Sinaloa, y de paso terminar con la incipiente guerrilla y los grupos inconformes con el gobierno en ese estado. Resultado: los narcotraficantes desplazaron sus operaciones y plantíos a Guerrero. Hasta allá también se desplazó Osorno. Y ahí encontró al comandante Ramiro, miembro del ERPI, quien le aseguró al reportero que en ese estado el ejército y los grupos de narcotraficantes se han unido para combatir a los guerrilleros, que los narcos del cártel de Sinaloa ahora le están haciendo el trabajo sucio al gobierno. Más allá de esa denuncia concreta, Osorno fundamenta su tesis de la siguiente forma: el gobierno de Calderón, luego de una elección aparentemente frau-dulenta, declaró la guerra al narco como una forma de ser visto como “el hombre fuerte”, una forma de legitimación de su poder. Pudo haber elegido otros frentes, como el de la “guerra a la tuberculosis”, dado que cada año mueren en México más personas por esa enfermedad que en el combate entre narcotraficantes. Cuestiona Osorno el que ese combate haya tenido como motivo evitar que el crimen organizado se apoderara del Estado mexicano, ya que hasta la fecha no ha sido detenido en este sexenio ni un solo político de peso relacionado con el narcotráfico. ¿Quién se ha beneficiado políticamente con la lucha contra el narco? El gobierno que, escudado en esa política de movilización de las tropas y miedo urbano, ha ganado las últimas cinco elecciones para gobernador. Y en menor medida el Partido Verde, que basó su campaña legislativa en la pena de muerte a los delincuentes, y con ello consiguió una decena de escaños en el Congreso.

En varios puntos coinciden Ravelo y Osorno. Por ejemplo, en señalar que el uso intensivo del ejército en esta lucha contra el narco es un gran error que terminará en una inmensa pesadilla (la formación de los Zetas es una prueba de ello, otra es que en los últimos años hayan aumentado casi en un 600% las denuncias contra el ejército por abusos a los civiles). Coinciden también en señalar que el narco ha crecido porque el poder político así lo ha permitido. El alcalde Mauricio Fernández Garza, entrevistado por Osorno, lo dice claramente: es casi imposible que un gobernador no hable o pacte con los narcos. Lo dijo hace un par de años Miguel de la Madrid, cuando relacionó a Raúl Salinas de Gortari con grupos de narcotraficantes. Y lo volvió a decir recientemente (aunque casi de inmediato se desdijo) el exgobernador de Nuevo León Sócrates Rizzo, quien afirmó que desde Presidencia se trazaban las rutas de los narcos. Coinciden asimismo Osorno y Ravelo cuando afirman que no debe verse el narcotráfico solo como un asunto económico y criminal, que tiene una esfera social que no se ha atendido. En vastas zonas del país, dicen los autores en sus respectivos libros, el narco no es un negocio, es una forma de vida, una cultura muy arraigada. Pero sobre todo los autores coinciden en que la actual guerra contra el narco no se está ganando, que no tiene cómo ganarse, que estamos sumidos en una amarga y dolorosa pesadilla. ~

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