El gran erizo

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Félix Romeo

Por qué escribo

Edición de Ismael Grasa y Eva Puyó

Zaragoza, Xordica, 324 pp.

En su célebre ensayo titulado “El erizo y la zorra”, Isaiah Berlin establecía dos tipologías de intelectuales. Siguiendo la frase de Arquíloco según la cual “la zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una grande”, Berlin distinguía entre unos pensadores, los erizos, cuya obra emana de una sola idea, rocosa e inalterable, que consideran el centro de la explicación del mundo y la batalla intelectual, y aquellos, las zorras, que recurren a ideas dispersas, cambiantes, convencidos de que el mundo no puede reducirse a una sola idea o una sola disputa.

Félix Romeo fue el mayor erizo, y sin duda también el mejor, que he conocido, y su idea central, motriz, de la que salía prácticamente todo lo que escribía y discutía, era la de libertad. Para Félix, había individuos libres e individuos no libres porque había países que garantizaban la libertad de sus ciudadanos y otros que la perseguían. Había intelectuales partidarios de la libertad aunque parecieran conformistas y otros esencialmente contrarios a ella a pesar de presentarse como rebeldes. Los varones podían ser defensores de la libertad de la mujer o de su sumisión. Los libros eran celebraciones de la libertad –y por lo tanto del amor, de la comida, de la música, del humor y del sexo– o armas contra ella. Había quien defendía darse besos en la calle con el novio o la novia, comer bocadillos de jamón hasta en los días santos y escribir lo que a uno le viniera en gana y quienes consideraban todo esto pecados o delitos –o, en el peor de los casos, delitos porque eran pecados–. No hace falta decir de qué lado estaba Félix. Pero sí es interesante ver a quién consideraba sus adversarios: por supuesto, a los fanáticos ideológicos o religiosos, pero también, sobre todo, a los intelectuales occidentales que, gozando de la libertad de los países modernos y ricos, acusaban a Europa y Estados Unidos de todos los males y exaltaban regímenes antiliberales y expresiones culturales atroces. Nada ponía más de los nervios a Félix que un tipo que ejercía su libertad hablando mal de la libertad.

Sin embargo, los buenos erizos no son simples. Y Félix sin duda no lo era. Como demuestra admirablemente Por qué escribo –una magnífica selección de los muchos artículos que publicó en prensa–, sus pasiones intelectuales eran incontables y su canon, probablemente, el más heterogéneo y heterodoxo de los españoles de su generación. Como queda aquí recogido, escribió sobre autores aragoneses poco conocidos, sobre el cómic –los de Marjane Satrapi le influyeron enormemente–, sobre novelistas italianas, sobre las víctimas del nazismo y el comunismo y sobre algunos escritores del siglo XX que se convirtieron en sus héroes personales –como Orwell o Semprún–, sobre vanguardistas franceses –Georges Perec dejó una gran huella en su prosa–, leía mucha literatura del mundo musulmán y de Europa del Este, reivindicó a grandes estrellas del pop y a figuras de la canción francesa o italiana, le gustaba viajar pero no necesariamente a lugares memorables –su mejor crónica de viajes, a mi modo de ver, fue la de uno a Soria, publicada en esta revista– y le chiflaban los restaurantes, muchas veces –debo decirlo porque lo sufrí– los malos restaurantes.

Por qué escribo es quizá el libro de Félix Romeo en el que su escritura suena más parecida a su voz, en el que sus virtudes como gran conversador atrabiliario quedan mejor plasmadas. Los editores, Ismael Grasa y Eva Puyó, han escrito además un notable prólogo que reconstruye su vida y su trayectoria editorial –en qué fanzines, revistas y periódicos publicó, qué géneros tocó, incluida la poesía– que es, por el momento, el retrato más completo de él que tenemos. Y su selección de textos es un gran acierto, porque pone de manifiesto lo que con elegancia podríamos llamar las tensiones intelectuales de Félix, pero que bajando a la tierra eran, simplemente, sus incoherencias –esas incoherencias que todo pensador serio tiene y que Romeo no se molestó en ocultar–. Se arrepintió de algunas de sus elecciones -cómo gestionó la decisión de ser insumiso e ir a la cárcel, cómo enfocó su programa cultural en Televisión Española La Mandrágora–, fue consciente de que su visión del mundo y las letras estaba marcada por una visión básicamente positiva, pero también ambivalente y cansada, de la España contemporánea, y su alegría expansiva ocultaba a un tipo que muchas veces desplegaba un interés casi inquisitorial por los libros de los demás para evitar hablar de los suyos.

Cuando Félix Romeo murió, uno de mis grandes temores fue que su tremenda personalidad, su carácter aparentemente extravertido y su vocación de dinamizador de iniciativas ajenas hicieran olvidar lo que, además de todo eso, fue: un hombre que pensó mucho, uno de los grandes escritores comprometidos de su generación –de una manera, a pesar de sus querencias por el pop y la estética contracultural, muy clásica y muy siglo xx– que se desmarcó del pensamiento dominante para abrazar ideas que gozan de simpatía general cuando se presentan descafeinadas, pero que pronunciadas por él sonaban estridentes y deberían haber irritado enormemente a la derecha y a la izquierda. Por qué escribo recupera al Félix molesto, osado y erizo. Inevitablemente, no siempre tuvo razón, pero cuando la tenía, y eso sucedía muchas veces, la tenía como nadie. ~

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(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.


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