El huésped, de Guadalupe Nettel

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La ceguera y el Metro son las coordenadas por las que se desplaza la acción de la primera novela de Guadalupe Nettel (ciudad de México, 1973). La ceguera como una concepción de la vida alternativa a la de los videntes, a partir de la cual la protagonista intenta hallar las claves para descifrar la peculiaridad de su modo de ver el mundo, y el Metro como opción cierta de liberación y refugio ante el naufragio de la ciudad de arriba. Su aparición obedece a la lógica interna de la novela, que está enderezada conforme a la evolución de Ana, la protagonista; al surgimiento de su naturaleza más honda: el huésped del título en el que Ana se transforma. Así, el tema de este libro es el de la transformación de uno mismo en “el loco que somos”, como dice Jean Paulhan en el epígrafe.

El doble, para Nettel, es un parásito que cohabita con uno mismo y que se vale de la misma piel, de la misma carne y huesos para existir. Las comparaciones son desgranadas por la protagonista: la caricatura donde el coyote se quita la piel y es una oveja y ésta, a su vez, hace lo propio y vuelve a ser coyote: historias como la de Alien o costumbres como la de los ácaros que, invisibles, habitan la epidermis. Más que la de abortar al huésped, la preocupación de Ana consiste en defender su identidad ante la invasión del parásito, en asumirlo, en saber que tarde o temprano dominará su personalidad, de tal suerte que sólo queda tenerlo bajo control conociéndolo a fondo.

Desde la infancia, Ana echa mano de procedimientos semejantes a los que más o menos todos hemos practicado como juegos secretos, aunque bajo su óptica, y conforme alcanza la edad adulta, irán perdiendo candor y ganando complejidad hasta configurar un sistema personal de desciframiento que, paralelamente, constituye las pautas del mundo novelesco de El huésped. Por este camino, Ana descubre que La Cosa –así llama al parásito– pertenece a la oscuridad y odia la luz, de modo que coleccionar recuerdos visuales se convierte en una estrategia de control; también lo será, tras una revelación ante el espectáculo de ver a los ojos de un invidente, estudiar la ceguera desde la perspectiva de los ciegos.

¿Por qué de pronto nos sentimos impelidos a infligirnos pequeños suplicios sin razón aparente? ¿Qué nos mueve a arrojarnos de bruces justo a lo que odiamos o nos provoca repugnancia? ¿Cuántas veces nos ha sorprendido un extraño de cuya presencia no teníamos la menor sospecha y que se revela de pronto, incomprensiblemente, dentro de nosotros? Las resoluciones de Nettel a estas preguntas –que deja planteadas por la vía novelesca, alejada de cualquier tentación psicoanalítica– pertenecen al mundo de Ana, pero la narración, iluminando zonas sólo lo suficiente para que el lector complete los hechos relatados, consigue despertar la reflexión acerca de qué motiva ciertos resabios de nuestro carácter que suelen pasar inadvertidos, o a dónde pueden conducirnos.

Así, hechos como la muerte del hermano de la que se autoculpa Ana, o comer voraz y enajenadamente los odiados chícharos directamente de la lata, empeñarse en fabricar recuerdos visuales, buscar ser mordida por alimañas ponzoñosas, sospechar de los mensajes escritos en Braille, entregarse a un mendigo baldado y sucio sin ápice de amor constituyen algunas de las señas que Ana entiende para moverse en los dominios de La Cosa y que terminarán por conducirla a abandonar la vida de la superficie.

Quizá lo más interesante del doble según Guadalupe Nettel sea que no se trata de un Jekill y Hyde, ni de un lado bueno y otro malo que libran una batalla moral. La protagonista de El huésped entabla a lo largo de su vida un constante autoconocimiento, leyendo las mínimas señales e impulsos para asirse a la realidad inventando a cada tramo sus propias herramientas y soluciones. Nunca se refiere a sí misma como una enferma. De hecho, cuando se contagia de hepatitis, la lucidez que le otorga el padecimiento le permite afinar su percepción del parásito. No hay, pues, una Ana convencional y otra ominosa: hay una sola Ana que asume sus peculiaridades únicas. Hacia el final de la novela aflora La Cosa y sería injusto decir que esto constituye el fracaso de la protagonista. Es una realización al revés que dota al personaje de plena identidad.

En la narrativa mexicana el Metro ha sido objeto de crónicas y cuentos (“La fiesta brava” de José Emilio Pacheco es el más memorable), pero no de novelas. Buena parte de la acción de El huésped transcurre en el Metro de la ciudad de México. Aunque Nettel tropieza con algunos lugares comunes –las torteadas a las horas pico–, consigue transmitir algo de la condición subterránea que pocos usuarios advierten ahí abajo, pues, como en la lectura, en el Metro conviene saber leer entre líneas. Mediante paseos ociosos y visitas a los recovecos de las estaciones, Ana lo hace y es introducida a una especie de organización secreta cuyos miembros constituyen una de las tantas ciudades que coexisten en la de México. Quiere la trama que hoy Ana siga vagando y morando en el Metro.

El engolosinamiento en detallar aspectos pueriles cuando Ana evoca su infancia; anécdotas extravagantes, que se antojan sólo para turistas, como la comilona en un panteón, durante un Día de Muertos, a base de tacos de manatí de Xochimilco; lances innecesarios como el rellenado de sobres electorales con caca que serán repartidos en un camión de la basura robado por Ana y su némesis (Marisol, ésta sí aniquilable) son pasajes que desmerecen dentro del conjunto. Con todo, cuando el huésped, si lo hay, de Guadalupe Nettel retoma la pluma, la narración retorna a la lucidez sostenida que le mereció el tercer lugar del Premio Herralde de Novela 2005. ~

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