Diplomático en excedencia, autor de un libro de relatos (Excusas para el doctor Huarte) y de dos novelas (Agosto en el paraíso y El mundo a media voz), así como de diversos libros de ensayo (Contra la historia, La elección de la barbarie, La desilusión permanente), José María Ridao (Madrid, 1961) se ha ido revelando en los últimos años como uno de los jóvenes intelectuales españoles más sólidos, completos y exigentes. Sus diversos estudios historiográficos, sus temas elegidos y sus objetos recurrentes de análisis (emigración y exclusión, los cambiantes rostros de la barbarie, la reformulación de nuevas y viejas fronteras, la limpieza de sangre y el rechazo de la heterodoxia en el ámbito del lo cultural y lo “narrativo” de cada nación), a la vez que su atención sobre ciertos personajes clave para la modernización siempre pendiente en nuestra historia (Blanco White, Manuel Azaña), han construido paulatinamente una coherente y oblicua red de vasos comunicantes, a base de idas y venidas, de fugas que son verdaderas metáforas de vida condenada sin cesar a lo oculto, a la clandestinidad en los trasteros de la historia, a una persecución permanente que Walter Benjamin al que Ridao rinde un sentido homenaje por “el mejor y más temprano análisis del futuro que le aguardaba a Europa” definió así: “La entrada en escena de los que llegan ‘huyendo’ tiene su significado oculto…”.
¿Existe el paisaje ideológico, el “paisaje de ideas”, como también existe “la novela de ideas” o el arte conceptual? En su libro reciente El pasajero de Montauban, José María Ridao ha elaborado uno de los intentos más originales y audaces por dar respuesta y contenido a esta pregunta en apariencia fascinante, que relaciona, sin embargo, de manera inquietante características físicas, externas, de una tierra, con el “alma” que supuestamente corre por sus venas, con esa especie de sangre genética que la hace diferente y que convierte a terrones y pedruscos silenciosos, de repente, en elocuentes testigos de algo heredado desde tiempos pretéritos e incuestionables. La pregunta de Ridao a lo largo de su recorrido por diversos puntos de la geografía española o de la adyacente, puntos elocuentes, repletos de discursos depositados en ellos, es básicamente cuándo acaba el viaje “inocente”, la pura contemplación y descripción literaria de un paisaje, y cuándo se comienza a tejer, a dar forma “a un artificio mediante el cual se ponen en conexión paisajes y valores morales”. Es decir, cuándo comienza a construirse ese “artefacto ideológico” que integra y que, por otra parte, rechaza como no propias cosas, personas, ideas, creencias y sentimientos “supuestamente extraños a un paisaje o a una tierra”. Que elabora, aquí y allá, kilómetro tras kilómetro, mojón tras mojón del camino, pura y dura expulsión, pura y dura frontera infranqueable, a base de una idea visual y nacional preexistente. Un viejo vicio, nos viene a decir este escritor, una irreflexiva, en ocasiones, o bien calculada “vieja tentación de asociar cualidades morales, una cierta metafísica, al paisaje”. Una especie de “determinismo físico” que actuaría directa y fatalmente sobre el carácter humano de los que pisan esa tierra. Cuestiones todas ellas, las relaciones entre paisaje y literatura, el ojo que ve y a la vez interpreta y clasifica u oculta estratos de realidad, que serán fundamentales para comprender “avatares de la reciente historia intelectual y política de nuestro país”. Imágenes, símbolos, emblemas, dejados caer literariamente y que se convierten en “valores abstractos”, convirtiéndose en “centrales” algunas materias, como ocurrió con la generación del 98, que instalaría como “periféricos y extranjerizantes” a todos los que no se acordaban con varios pilares básicos incuestionables, según Ridao: “Que España era cristiana, que nuestra ciencia había de ser la fe, y que Castilla y lo castellano representaba la columna vertebral de nuestro presente y nuestro pasado”.
En el libro de José María Ridao aparecerán muchos personajes, viajeros, pasajeros en ciertos casos obligados, “a la fuerza”, distribuidos por distintas geografías y rincones “elocuentes”, que explican y ponen en crisis a los que pasan por ahí, y no sólo se limitan a mostrar sus encantos u horrores. Personajes con nombre propio, personajes víctimas activas o pasivas del paisaje, así como de una idea personal o aportada, heredada, de ciertos paisajes españoles. Algunos de ellos serán disidentes de “la vida española”, hijos pródigos desperdigados por el mundo, desarraigados, de vuelta breve y desconcertada a la que había sido un día su patria, como es el caso de Corpus Barga y Max Aub. O si no, personajes que algunos, los usurpadores o cancerberos de una idea “nacional” de lo español (o de lo alemán y europeo, en el caso de Walter Benjamin), envían al infierno de los proscritos, de las fronteras eternas, de la persecución y del exilio-hasta-la-muerte, como es el caso de Azaña y Machado. Sin olvidar, por supuesto, a viajeros y testigos de ciertos paisajes del drama histórico y social español, como es el caso de Las Hurdes, habitadas, según la leyenda, “por seres a media distancia entre el hombre y la bestia”, y que serán relatadas por autores como Legendre, Marañón, Unamuno o Gómez de la Serna. O el terrible episodio de Casas Viejas que será diseccionado por Ramón J. Sender, aparte de conmocionar a toda una nación. Estremecedoras descripciones en su día de los Campos de Níjar o La Chanca, de Goytisolo, hallarán su contrapunto fantasmal, su vértigo histórico, como apunta Ridao, en “la sonámbula reverberación del océano de plástico” que se extiende hoy en día en una regenerada y próspera Almería. Una Almería no exenta de conflictos que hacen chocar también dos realidades que proceden de una sola materia olvidadiza y que reúne miserablemente a “viejos siervos” del pasado y “señores nuevos” del presente.
Las tácticas de “despiste”, de reformulación y ocultación histórica, abundan en este libro. Así, nos recuerda Ridao, se da de forma repetida “la reutilización del pasado musulmán, no para integrarlo y reconocerlo como propio, sino para ocultarlo y convertirlo en extranjero”, por ejemplo, en el caso de Las Alpujarras habitadas durante años y descritas por Gerald Brenan en Al sur de Granada, pero también a través de versos retocados de Calderón, o sino oscureciendo el nacimiento y origen de una ciudad, como sería el caso de Madrid. El pasajero de Montauban, de forma especialmente emocionada, turbadora, finaliza “conteniendo apenas la rabia”, tras su melancólico recorrido por tantas deslecturas e injusticias, tras tantas imágenes impuestas y otras tantas voluntaria y negligentemente abandonadas, con una visita a dos tumbas simbólicas, dos tristes iconos solitarios de la derrota de la inteligencia y el pensamiento de la tolerancia, en contra del oscurantismo, instalados los dos terca y eternamente fuera de España: la tumba de Machado en Collioure y la de Azaña en Montauban, cerca de Toulouse. El autor da por finalizado su viaje justo en ese punto exacto: “Depositadas unas flores de tardío e imposible desagravio…”. ~
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