El velázquez de París, de Carmen Boullosa

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¿Qué tienen en común un viejo rabo verde del siglo XXI, un trío de trotamundos del siglo XVIII y una escucha y narradora contemporánea? El viejo, acompañado de dos beldades centroeuropeas, ama la buena vida; el excura vagamundos borracho y sus acompañantes disfrutan la comida; la mujer deprimida que escucha al vejete de París e imagina a los pícaros del 1700 no disfruta ni comida ni bebida ni lectura.

Lo que une a estos extraños personajes, en el relato que los hace coincidir en un bistrot parisino, es un cuadro perdido, el más enigmático de Velázquez, la representación histórica con que probó que no era un simple “pintor de cabezas” sino un artista capaz de poner en movimiento seres y sentimientos, y se consagró como pintor de la Corte. La expulsión de los moriscos, pintado en 1627 y perdido en un incendio en 1734, es el cuadro que rescata un niño descendiente de moriscos, Mají, que luego pasa por las manos y ojos de una pareja digna de un entremés cervantino, y que, por alguna inexplicable e inexplicada aventura, acaba en poder de un buen señor francés, a primera vista más interesado en juegos de manos que en juegos de ojos.

Con la fascinación que ya ha mostrado por los siglos de oro y de plomo españoles, la autora de La otra mano de Lepanto y La novela perfecta se embarca en un inesperado viaje que, desde el título –El velázquez de París–, atraviesa fronteras temporales y espaciales, para centrar nuestra mirada en un cuadro paradigmático. Del siglo XVII al XXI, nos sugiere esta novela, los personajes no cambian tanto; se modifican el vocabulario, el disfraz, el timbre de la oralidad, pero la carne es carne, la vista es vista, y la violencia persiste, brutal y absurda.

A través de las figuraciones de La expulsión de los moriscos, la autora implícita presenta desde otra perspectiva el episodio histórico inicial de Lepanto. Mientras que en aquélla la historia se desarrollaba en torno a unos cuantos personajes, los desterrados por la maniática pureza de sangre de los castellanos, aquí la representación multiplica en un solo espacio microescenas de despojo y maltrato.

El velázquez de París es la historia y, sobre todo, la imaginación de un cuadro que “cuenta” un episodio histórico terrible. El espectáculo en sí es inquietante pero eso no es todo. Lo que se cuenta es también una historia del aprendizaje del mirar, es decir, el proceso de mirar y remirar para descubrir, interpretar y comprender, y sus consecuencias. La narradora oyente reproduce lo que cuenta el dueño del prodigioso cuadro, imagina a otros que lo vieron en otro siglo y narra las distintas formas en que miran las mismas escenas. Cada vez que cuenta lo que otros ven, la narradora –y la autora– vuelve a mirar, y los lectores con ella.

Mirar y contar con palabras, narrar desde la mirada, construir con palabras paisajes, monumentos, es lo que hicieron en alegorías, poemas y comedias los poetas barrocos; es lo que hace el fabulador que busca seducir a sus oyentes apelando a todos sus sentidos, tal el titiritero de El retablo de las maravillas; y los narradores de Boullosa. El viejo que intenta en vano captar la atención de sus acompañantes con la historia de “su” cuadro cautiva sin darse cuenta a una mujer distinta. Aunque asqueada por las malas maneras del francés, esta oyente casual se deja embaucar por sus palabras. Sensible a la luz de las ciudades y a un buen relato, aficionada a la pintura, se pierde en su propia imaginación para dar segunda vida al cuadro –o tercera y cuarta, en este juego de cajas chinas tan del gusto del Siglo de Oro. Ahí le crea un salvador, Mají, que lo rescata de las llamas y, convertida en narradora, lo preserva para la posteridad en escenas que nos recuerdan la España del Buscón. Si este salto imaginativo de París al Madrid del 1700 y de regreso resulta un tanto brusco, la prosa rica y veloz permite captar la impactante experiencia del mirar en todos los tiempos.

Aunque cabría evocar las formas de mirar que ha inspirado otro cuadro de Velázquez, Las Meninas, comentado por Foucault como representación emblemática del mirar desde el espejo y desde el poder, y contrastarlas con el mirar desde los márgenes, prefiero destacar lo que da más vida a la novela cuadro de Boullosa: la importancia de la experiencia, de la relación personal con el arte, que sugiere el hurto de Mají. El arte tiene valor y sentido por sí mismo, como creación, por ejemplo, pero también cobra sentido según se mire, lo que se mira, cómo se mira.

Mají se identifica con el cuadro y lo rescata del incendio. En La expulsión de los moriscos no ve el agravio, la limpieza étnica de la época, sino un pasado que la memoria familiar le ha transmitido como historia propia: según le han contado, la figura de una mujer en el lienzo “es” una de sus antepasadas. Así surja de una versión parcial, imaginaria, esta identificación lo impulsa a salvar lo que ve como su legado.

Más adelante, Isabel, la narradora, confunde al niño con su Majo, el excura borracho, y se lo lleva, lo salva de ser castigado. La confusión, el juego de luz y sombra barroco, el equívoco teatral, llevan a Mají al carromato de esta pareja de ladrones. A su vez, Isabel llega a identificarse con una escena pintada, lo mismo que Tomás, el Majo. El proceso de mirar lleva a esta búsqueda y descubrimiento de semejanza e identidad entre lo representado (en el cuadro) y el espectador (representado a su vez en la novela). Esta secuencia de observadores que se reconocen en la pintura y exclaman: “somos nosotros”, reproduce uno de los juegos textuales y teatrales comunes de los siglos de oro. Aquí, da vida a lo que podría parecer mera contemplación pasiva y desde luego no es tal. El mirar es posible cuando se busca poder mirar, con la luz, el ángulo, la altura adecuados. Las sucesivas miradas que escudriñan el velázquez son las que nos permiten imaginar lo representado. En el siglo XXI, los relatos sucesivos del viejo y de la narradora iluminan esas escenas “internas”.

Tan importante como esta reconsideración del acto de mirar, interpretar y comprender, es en esta novela la reflexión sobre la representación. Así como se superponen escenas de reconocimiento, se suceden en ella alusiones a la realidad y vigencia de la representación de la violencia. Brevemente: la conducta de los diversos observadores de la expulsión de los moriscos, los distintos escenarios de contemplación, dan a detalles internos del cuadro una existencia externa a éste. Si en el siglo XVII Velázquez representa el horror del despojo, la violación, la esclavitud y la deportación, en el siglo XXI la autora implícita hace notar la semejanza entre esa violencia y la de nuestros días. Lo que también tienen en común Velázquez y el viejo de París es vivir en un mundo donde el poder se asienta orgulloso y ciego en un campo cubierto de ruinas, las de las comunidades moriscas y judías, las de los Balcanes y tantos otros sitios de la barbarie a lo largo de los siglos. ~

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