Entrevista a Miguel Martorell: “El nazismo entendió el arte como una potente herramienta de propaganda”

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Miguel Martorell (Madrid, 1963) es historiador y le gusta la microhistoria. En su anterior libro, Duelo a muerte en Sevilla (Ediciones del Viento, 2016), explicaba los cambios en la sociedad española de finales del XIX y principios del XX a partir de un enfrentamiento entre duelistas. En El expolio nazi (Galaxia Gutenberg, 2020) sigue los pasos de un personaje poliédrico para contar cómo los nazis saquearon el patrimonio cultural de gran parte de Europa.

En el prólogo cuentas que empezaste a investigar sobre este tema por casualidad. Y, con parones, has estado veinte años trabajando en él. ¿Se ha convertido en una obsesión?

Más que obsesión, ha sido como un Guadiana. Lo he dejado y he vuelto varias veces. Desde hace un par de décadas siempre ha estado ahí. Mi amiga Marisa González de Oleaga dice que no decidimos qué libros queremos hacer y cuándo, sino que los libros nos llaman cuando quieren. Quizás sea cierto. En más de una ocasión he creído llegado el momento de meterme con el expolio, lo he dejado todo y he empezado a trabajar, pero luego se ha cruzado otro proyecto. Hace unos años decidí lanzarme de lleno. Y aquí estamos…

El expolio nazi no es una biografía, pero hay un personaje que hace de hilo conductor: el banquero y marchante de arte Alois Miedl, que proporcionó a Hermann Goering obras para su colección privada. A cambio, Goering le ayudó cuando lo necesitó. ¿Por qué él y no otro?

Miedl es un personaje muy especial. Es un banquero y especulador alemán que a lo largo de su vida ganó millones siguiendo una línea de acción básica: comprar barato y vender caro, sin preocuparse demasiado por la legalidad. De hecho, en 1932 tuvo que huir a Holanda perseguido por el fisco. Cuando Hitler asume el poder absoluto en marzo de 1933 comprende que debe buscar apoyo entre los nazis. Es amigo de la hermana de Goering, al que accede a través de ella, y se convierte en uno de sus asesores financieros. Desde entonces, Goering le protege y consigue que le amnistíen. Pero Miedl decide no volver a Alemania porque no se siente seguro: su mujer es judía, tiene dos hijos y el nazismo muestra desde un primer momento una descarnada pulsión antisemita.

¿Y en qué momento empieza a comerciar con arte?

Miedl tenía olfato. A finales de los años treinta la situación política en Europa es inestable, muchos inversores buscan valores seguros, como el arte, y entra en el negocio. Cuando los nazis invaden Holanda en 1940, él sigue allí. Gracias a su mujer tiene buenos contactos en la comunidad judeo-holandesa, y como en este momento muchos judíos necesitan vender sus bienes para huir, aprovecha para comprar a precio de saldo pinturas e incluso galerías de arte completas. Se convierte en el principal marchante del país y su mayor cliente es Goering, cuya protección necesita cada vez más porque conforme avanza la guerra la Gestapo gana poder y su familia empieza a correr peligro. De hecho, tiene que huir a España en 1944.

Ahí radica el interés de Miedl. Su carrera abarca todas las fases del expolio: entra en el negocio durante la purga del arte degenerado, participa en las incautaciones a los judíos, en el mercado negro y en la dispersión del botín, pues llega a España con un número indeterminado de cuadros (entre 60 y 80), que introduce aquí de contrabando. Esta trayectoria le convierte en una suerte de maestro de ceremonias perfecto para este libro.

Pero, además, la vida de Miedl ofrece una perspectiva nada simplista sobre un periodo muy complejo. Como proveedor de Goering, forma parte de la maquinaria del expolio nazi. Explota a los judíos, pero está casado con una judía y acaba huyendo del Tercer Reich. Además, sin renunciar a sus negocios, salva la vida a una docena de judíos holandeses. Está en el bando de los verdugos, explota a las víctimas, pero al tiempo salva a unas cuantas sin que medie ningún tipo de conversión. Es un tipo escabroso, escurridizo, plagado de aristas y matices. Y eso hace que sea mucho más interesante…

Por un lado, el arte fue una vía para señalar al enemigo (judíos, liberales, bolcheviques…); por otro, dentro del propio Partido Nacionalsocialista los gustos artísticos de sus miembros se vieron determinados por el apoyo incondicional a Hitler. Pienso en la pugna entre Joseph Goebbels y Alfred Rosenberg.

Goebbels y Rosenberg son nacionalistas integrales, totalitarios, pero en los primeros años del nazismo abogan por modos contrapuestos de entender el nexo entre arte y nación: Rosenberg, líder del movimiento völkisch, cree que el arte alemán debe basarse en la tradición y que toda expresión artística que no beba de ella no es alemana; Goebbels sostiene que todo arte alemán de calidad, aunque sea de vanguardia –una vanguardia purgada de contenido crítico, por supuesto– engrandece a la nación.

Es una lucha ideológica y también estratégica: ambos recurren al arte para conquistar posiciones de poder. En este último sentido, gana Goebbels, que refuerza su situación en el gobierno, pero a costa de aceptar el tradicionalismo völkisch y renunciar a la vanguardia, así que Rosenberg obtiene una cierta victoria moral. Goebbels se pliega porque Hitler apuesta por la tradición y en el entramado de poder nazi el sometimiento al Führer es esencial.

¿Por qué el arte tuvo tanto peso?

El nazismo entendió el arte como una potente herramienta de propaganda. A partir de 1937, todo el arte identificado con el enemigo –liberales, demócratas, comunistas, judíos– fue tildado de degenerado y expulsado del espacio público. Más allá de una opción estética, fue la plasmación gráfica de un programa político que se aplicó paulatinamente y culminó en el exterminio del contrario. A través del arte, los nazis imaginaron la utopía de una sociedad perfecta, que derivó en una terrible distopía.

Por otra parte, el coleccionismo de arte aportó un toque de distinción a la nueva élite que ascendió al calor del nazismo. Hitler era hijo de un agente de aduanas; Goering, de un aristócrata venido a menos; Ribbentrop, un importador de vinos… La posesión de obras de arte u objetos suntuarios les permitió emular a la vieja nobleza: fue un signo de estatus. Y luego también estaba la voluntad de imitar a los líderes: Hitler y Goering coleccionaban arte antes de la guerra, continuaron haciéndolo de un modo compulsivo cuando esta empezó, y los notables nazis siguieron su estela. Demostrar, o aparentar, un cierto gusto artístico fue útil para promocionar en el nazismo. Además, en un régimen en el que el clientelismo político tenía mucho peso, las obras de arte se convirtieron en un regalo modélico para halagar a un superior o reconocer a un igual.

Entre tus fuentes está el libro de Robert Bevan La destrucción de la memoria. Este periodista, parafraseando a Hobsbawn, dice que “Las identidades colectivas se forjan y las tradiciones se inventan”. ¿Cuánto hubo de eso en el movimiento völkisch?

En efecto, aquí es oportuno el concepto de invención de la tradición. El movimiento völkisch es una variante conservadora del nacionalismo romántico alemán, que surge mediado el siglo XIX y se identifica con aquellos elementos que conforman la esencia de la nación, del pueblo alemán: idioma, folklore, creación artística… en resumidas cuentas, el espíritu alemán. Pero, claro ¿quién decide qué constituye exactamente el espíritu alemán?

Como ha escrito más de una vez José Álvarez Junco, la percepción de qué es la nación varía en función de los intereses de quién lo interpreta en cada momento. Desde finales del siglo XIX, el movimiento völkisch en el arte experimenta una deriva conservadora, ultranacionalista, que expresa el amor a la patria a través del rechazo a lo extranjero –desde la pintura francesa al jazz americano–, e identifica como extranjero a quien está más allá de la frontera, pero también al enemigo interior: a los judíos, o a quienes pintan o comercian con arte de vanguardia, que por esta razón no son buenos alemanes. Esta es la premisa que asumen los nazis. A pesar de todo, nunca existe un canon claro, positivo, acerca de cuál es el buen arte alemán, sino una afirmación negativa sobre qué arte no es verdaderamente alemán: el de aquellos a quienes los nazis consideran enemigos de Alemania.

Sorprendentemente, hay momentos en los que uno se ríe con tu libro. Como cuando cuentas que la obra del escultor Rudolf Belling estuvo al mismo tiempo, en 1937, tanto en la Exposición de arte degenerado como en la Gran exposición de arte alemán. Esta última muestra estaba destinada a marcar el fin de “la era de los campos azules, los cielos verdes y las nubes de un amarillo sulfúrico”, en palabras del Führer.

La purga del arte degenerado de los museos públicos es un caos. Una tragicomedia. Es trágica en sí, pero el modo en que se acomete raya en la astracanada. Hay otro caso estupendo, con un cuadro de Lovis Corinth, ante el cual los nazis se bloquean porque el paisaje es naturalista, pero el cielo no, y no saben qué hacer. Esto me recuerda a Mendelssohn en el tejado, una novela soberbia de Jiri Weil. En el tejado de un gran teatro de Praga hay estatuas gigantes de grandes compositores y los nazis ordenan que se retire la de Mendelssohn porque es judío. Envían a un trabajador, pero como no hay una placa que indique quién es cada cual, decide quitar la estatua del músico con la nariz más grande, convencido de que será el judío. Y resulta que baja la de Wagner. La novela empieza como una comedia, pero luego deriva hacia el Holocausto. Algo así ocurre con la purga del arte degenerado.

Ahora que citas a Weil, además de a diversos archivos y al trabajo de otros historiadores, has recurrido mucho a la literatura, tanto de ficción como de no ficción: Siegfried Lenz, Katja Petrowskaja, Patrick Modiano, Anne Sinclair, Daša Drndić… ¿Son todas ellas fuentes que pueden ponerse al mismo nivel?

Disfruto trabajando con literatura. De hecho, últimamente durante el tiempo en que estoy embarcado en un libro trato de leer solo novelas escritas o ambientadas en la época. Lo hice ya con el anterior y lo he vuelto a hacer en este. Me ayuda a amueblar la cabeza. El historiador Carlo Ginzburg cuenta que un día se le acercó un alumno, le dijo que quería aprender historia y le preguntó por dónde debía empezar a leer. Ginzburg sugirió que comenzara con Tolstói. Me gusta el consejo. Y no es cuestión de situar en el mismo plano la literatura o las fuentes documentales: son recursos distintos, que ofrecen posibilidades diferentes. La literatura tiene una capacidad para evocar ambientes, contextos, o recrear emociones y percepciones que no siempre poseen las fuentes de archivo.

Fueron distintos los métodos empleados por la maquinaria nazi que condujeron al expolio artístico. ¿Cuál dirías que fue el más deleznable?

El expolio es el proceso a través del cual el Tercer Reich trasladó a territorio alemán una parte considerable del patrimonio artístico y cultural europeo: en torno a 100.000 obras de arte y bienes culturales procedentes de Francia, 60.000 de Holanda, 20.000 de Bélgica… y no hay cifras siquiera aproximadas para Europa del Este.

Ahora bien: una formulación tan simple como la anterior no refleja la complejidad del expolio, que se desplegó con estrategias muy diferentes. Desde una perspectiva cualitativa, la más importante, la más terrible, es la incautación de sus bienes culturales a los enemigos del Tercer Reich, que empieza en Alemania antes de la guerra y está vinculada a su política racial. En el caso de los judíos, la requisa de las obras de arte es un episodio más en la desposesión de todos sus bienes. Forma parte del Holocausto, es su antesala, pues solo se priva de todo lo que posee a quien ya se ha decidido extirpar de la sociedad.

Pero los nazis también saquearon indiscriminadamente arte y bienes culturales en los territorios ocupados de Europa oriental porque su proyecto racial consideraba a los eslavos como seres infrahumanos sin derecho a –ni capacidad para– disfrutar de la cultura. En el Este no respetaron los museos ni las iglesias ni las colecciones particulares porque no consideraron que debieran rendir cuentas ante nadie.

En Europa occidental el planteamiento fue distinto. Los nazis percibían a franceses, holandeses o belgas como seres semejantes con los que podían convivir, aunque fueran el enemigo derrotado, y por eso el expolio siguió pautas diferentes. Requisaron sus bienes a los enemigos del Reich, sobre todo a los judíos, pero también a masones o a organizaciones obreras, y respetaron las propiedades del resto de los ciudadanos, de los museos o de las iglesias. Además, adquirieron una ingente cantidad de obras de arte en el mercado de un modo desmedido, masivo. Fueron compras ventajistas, pues los nazis establecieron a la fuerza unas condiciones económicas que les favorecían, como la devaluación de las monedas en los países ocupados, gracias a las cuales adquirieron arte a precios ridículos

La España de Franco es uno de los escenarios del libro. ¿En qué medida fue cómplice del expolio de arte llevado a cabo por los nazis?

La dictadura franquista formaba parte del Nuevo Orden europeo –así, con mayúsculas les gustaba escribirlo– diseñado por la Alemania nazi. Franco debe su victoria en la Guerra Civil a la ayuda nazi y fascista, y colabora con el Tercer Reich a lo largo de toda la guerra, aunque por la presión aliada vaya templando su apoyo conforme se acerca la derrota. Pero los vínculos son tales que España no romperá relaciones con la Alemania nazi hasta el 5 de mayo de 1945, tres días antes de la rendición oficial. En estas condiciones, la dictadura prestó cobijo a traficantes de obras de arte, hizo la vista gorda ante el contrabando a través de la frontera o la valija diplomática y, sobre todo, no prestó ninguna colaboración a los aliados en la búsqueda del arte procedente del expolio. No hubo cooperación porque los aliados ganaron la guerra mundial y Franco la perdió. Eran enemigos, aunque luego Franco supiera adaptarse a las reglas de juego que surgieron ya en la Guerra Fría.

El expolio de arte es uno de los capítulos no cerrados del nazismo. Siguen apareciendo casos de reclamaciones. ¿Crees que algún día podrá hablarse de una restitución completada?

Es muy difícil, porque la dispersión es inmensa y la tipología de casos, enorme. Muchos cuadros permanecen ocultos en casas o colecciones particulares, como se comprobó con la colección de Cornelius Gurlitt, descubierta en 2013 en un piso de Múnich, con cerca de 1.500 cuadros expoliados. Otras pinturas llevan décadas dando tumbos en el mercado y reaparecen en los lugares más insospechados. Por ejemplo, hace poco el Museo de Arte de Tel Aviv comprobó que poseía un cuadro pintado en 1871 por Josef Izrael que los nazis requisaron en 1933 a Rudolf Mosse. Un museo israelí no es el sitio donde uno piense en encontrar arte expoliado por los nazis… Por supuesto, el museo ha devuelto la pintura a sus herederos.

 

 

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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