Vida de CaĆ­n

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Gregor von Rezzori

La muerte de mi hermano Abel

TraducciĆ³n de JosĆ© AnĆ­bal Campos

Ciudad de MĆ©xico, Sexto Piso, 2015, 830 pp.

AristĆ³crata, dandi, sibarita, apĆ”trida, cosmopolita, casanova, guionista, actor, novelista, Gregor von Rezzori (1914-1998) fue un excepcional compaƱero de viaje y testigo del siglo XX europeo. Proveniente de la periferia del continente, Chernivtsi –ex Austria-HungrĆ­a, ex Rumania, ex UniĆ³n SoviĆ©tica, hoy Ucrania, maƱana quiĆ©n sabe–, de orĆ­genes italianos, de lengua alemana, radicado largamente en ParĆ­s, Rezzori fue un hijo legĆ­timo, no de una mera naciĆ³n, sino de Europa, especialmente de Mitteleuropa. La publicaciĆ³n en espaƱol, cuarenta aƱos despuĆ©s de su apariciĆ³n en alemĆ”n, de su obra mĆ”s ambiciosa, La muerte de mi hermano Abel, admirablemente traducida por JosĆ© AnĆ­bal Campos, es un acontecimiento editorial que nos obliga a replantear el panorama de los grandes narradores del siglo: hay que irle haciendo hueco a Rezzori.

En la tradiciĆ³n de Joseph Roth, Arthur Schnitzler, Robert Musil, Franz Kafka o Italo Svevo, Rezzori pertenece a la gran literatura centroeuropea que floreciĆ³ alrededor del Imperio austrohĆŗngaro. En La gran trilogĆ­a –compuesta por Un armiƱo en Chernopol, Memorias de un antisemita y Flores en la nieve– da un vĆ­vido testimonio de los restos de ese mundo variopinto, fĆ©rtil mezcla de naciones, lenguas y culturas. En particular en las Memorias, quizĆ” su obra mĆ”s lograda (traducida, por cierto, por Juan Villoro, uno de los principales divulgadores de Rezzori en el Ć”mbito hispĆ”nico), se encuentran dos de las virtudes mĆ”s notables del autor: una prodigiosa capacidad de narrar acciones, a lo Stendhal, y un proustiano poder de evocaciĆ³n. La memoria es el eje central de la obra de Rezzori, cronista de un mundo perdido. Sin embargo, este no es solamente el del viejo Imperio o el de Europa Central, sino el de Europa, a secas.

La muerte de mi hermano Abel es, entre muchas cosas, una elegĆ­a: la elegĆ­a de un continente y una cultura. Rezzori ve con comprensible horror la progresiva americanizaciĆ³n de Europa a costa de su diversidad: “el mismo hotel Hilton desde Madrid hasta Oslo, las mismas Ć”reas de servicio en las gasolineras de las autovĆ­as, el mismo aeropuerto, las mismas jukeboxes desde BĆ¼ckeburg hasta Calabria, los mismos supermercados, las mismas camisetas sobre las tetitas de las jĆ³venes, la misma cruda luz de neĆ³n en las noches en las que el cielo se petrifica sobre las ciudades fĆ”licas”. El fenĆ³meno aparece encarnado en el editor-mercader Jacob G. Brodny, a quien el narrador dirige una larguĆ­sima carta que constituye la primera parte del libro y que en un tĆ­pico desplante de estupidez editorial le ha pedido que resuma su novela en tres frases: “usted, mister Brodny, el americano modelo […] usted no solo devoraba allĆ­ su patĆ© de tordo, sino un plato llamado YiĆŗrop. Lo que untaba usted allĆ­ […] no era ya, simplemente, patĆ© de tordo, sino patĆ© de Europa: su espĆ­ritu, su alma, su ilusiĆ³n; su antigua maestrĆ­a artĆ­stica, su inagotable variedad de formas, la manera en que su espĆ­ritu ha impregnado esa riqueza de formas, la esencia de su ser. Y usted la estaba devorando, ahora, sin embargo, perfeccionada por las tĆ©cnicas de Walt Disney, congelada y empaquetada en plĆ”stico, con los colores de confeti de Time & Life. ¡Aquello sĆ­ que era un banquete!”.

La muerte de mi hermano Abel es tambiĆ©n una novela sobre una novela; mĆ”s precisamente, sobre la imposibilidad de escribir una novela. El narrador, Aristides Subicz, alter ego de Rezzori, ha ido juntando materiales durante toda su vida: capĆ­tulos, borradores, fragmentos, frases sueltas, etc., pero ha fracasado cada vez que ha intentado armar algo coherente con todo eso. El resultado final sigue siendo el testimonio de ese fracaso, pero, al mismo tiempo, su refutaciĆ³n. A diferencia de las Memorias de un antisemita, donde Rezzori se sometiĆ³ por completo a la forma, en esta obra –mucho mĆ”s ambiciosa y compleja, claro– se ve desbordado por ella, pero uno acaba preguntĆ”ndose si podĆ­a ser de otro modo, si intrĆ­nsecamente la novela no exigĆ­a ser este colosal amasijo narrativo.

Hay una razĆ³n de fondo para este caos. En Ćŗltima instancia, Subicz-Rezzori estĆ” buscando representarse a sĆ­ mismo: “porque escriba lo que escriba, siempre, a la larga, me escribo a mĆ­. Cualquier cosa que narro, siempre, a la larga, me narro a mĆ­. En otras palabras: no soy yo quien vive mi vida, mi libro me vive”. Montaigne, autor del primer gran autorretrato literario de la modernidad, habrĆ­a sonreĆ­do: en efecto, cuando el libro que escribes no es un accesorio tuyo, sino que eres tĆŗ, ¿quĆ© forma puedes darle?, ¿cĆ³mo fijarlo?, ¿cuĆ”ndo termina? A fin de cuentas, el drama de Rezzori es el de todo gran escritor moderno, desde el SeƱor de la MontaƱa hasta Fernando Pessoa, es decir, la fragmentaciĆ³n del yo, la mĆŗltiple otredad del uno: “¿QuĆ© soy en realidad? […] Claro que soy a veces lo uno y a veces lo otro, o todo al mismo tiempo […] Pero sea lo que fuere ese yo, es algo que puede decirse, expresarse, que coagula en algo que luego cobra forma: excepto ese resto inefable que en realidad soy yo. Y ahora pregunto: ¿cuĆ”nto texto es necesario para, dentro de las posibilidades del hombre, expresar una sola con absoluta claridad, de un modo inconfundible?”

En medio del desasosiego de la disoluciĆ³n del yo y la desesperada tarea de escribirlo, hay algo que redime a Subicz-Rezzori y que me parece su mejor rasgo: su exuberante vitalidad (insuperablemente expresada en su erotismo: Rezzori es, ya lo observĆ³ Claudio Magris, un gran poeta del eros), su sensualidad, su alegre, franca e irĆ³nica afirmaciĆ³n de la vida, aun en las condiciones mĆ”s adversas, como explica a su “hermano Abel”: “yo acepto esta existencia en condiciones ridĆ­culas con humildad y gratitud. Eso es lo que yo tengo y por lo que se me otorga. Sigo siendo, como antes, aquel lobo de Besarabia: lanzo mordiscos rabiosos a mi alrededor, me muerdo los costados […] y me arrastro en tres patas, cojeando de un lado a otro, agradecido por estar vivo.”

Frente a la inocencia y la ingenuidad mĆ”s bien bobas del Abel bĆ­blico, CaĆ­n representa la complejidad y la conciencia del hombre. Es el hĆ©roe problemĆ”tico, contradictorio, desesperado, lĆŗcido: nuestro verdadero hermano. ~

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(Xalapa, 1976) es crĆ­tico literario.


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