Carlos Mapes
Sombra del rock. 1962-1969
México, Trilce Ediciones-UANL, 2011, 110 pp.
Si la cariñosa dedicatoria de Sombra del rock se verifica en la realidad, me refiero al hecho de que su autor heredó de su hermano una muy respetable colección de vinilos, entonces yo mismo tendría que hacer lo contrario con mi hermano mayor, reclamarle desechar en mi temprana adolescencia un altar de porquerías que, supongo, yace desde hace décadas en el basurero de la historia y de la histeria: mucho sonido Discothéque, The Kiss, Cheap Trick, Scorpions, Black Sabbath y toda esa basura de rock progresivo que circulaba entre sus amigos como preciadísimos objetos de culto. Pido doble perdón por las siguientes notas personales: lo peor de todo es que, a la fecha, mi hermano ni siquiera recuerda haber escuchado tanta basura. Lo envidio, en parte eso hace de él una persona medianamente feliz. En cambio, por la parte de mis padres, recuerdo la temprana curiosidad por una modesta pero concisa colección –apretujada en uno de esos horribles muebles setenteros de madera rústica, muy de la época– de discos de Simon and Garfunkel, Bob Dylan, Janis Joplin, The Beatles, Nina Simone, Joni Mitchell, Crosby, Stills and Nash, Leonard Cohen, The Who, el soundtrack de Born to Be Wild y otros álbumes más que terminaron, a la larga, por apartarme de mis contemporáneos, lo cual es otra forma de decir que dentro de mí se instaló otro yo que pocas veces logró disfrutar el goce de abrirse y compartir lo esencial con los suyos –partiendo del supuesto que la música, como la literatura, son dos maletas dentro de las cuales paseamos por el mundo nuestras emociones y nuestra particular manera o maneras de ver el mundo. A la fecha sigo sin saber la impronta que dejó ese horrible pero esplendoroso mueble rústico en la vida, por ejemplo, de mi padre, él, tan sordo a la vida emocional como Beethoven a las notas de un piano orquestal.
Pero este es un libro en el que la música, en especial el rock de los sesenta, hizo su trabajo en el corazón y el alma de su autor, Carlos Mapes. Lo primero que hay que decir es que se trata de un volumen de literatura transgénero: en él encontramos lo mismo reminiscencias autobiográficas; historias y destinos de bandas que ocuparon las mentes y los corazones de miles de chavales durante toda una década; apuntes aforísticos en los que suenan los vibrantes acordes de Jimi Hendrix, pero también las notas más preclaras de la mente y la sensibilidad de quien, Mapes en este caso, las absorbe; luego esta cosa envidiable de abolir el pasado y el futuro para hablar de un sempiterno hoy gracias al simple acto de sentarse a escuchar un disco grabado en 1965; los auténticos aunque nada pretenciosos pasajes de crítica musical; las preguntas esenciales –y esta es una de las partes más entrañables del libro– que se hace el autor en determinados momentos, de esas que marcan una vida, pero afortunada o desafortunadamente planteadas una vez que el tiempo de las respuestas ha pasado, cuando ya es demasiado tarde –como cuando, por ejemplo, en una fracción de segundo que puede durar una vida entera, te quedaste trabado ante una chica que no hubiera desatendido un bien llevado cortejo.
El libro de Mapes es, en apariencia, una ordenada composición de fragmentos. En realidad está lleno de inteligentes trucos, como todo buen libro fragmentario. Encontramos en Sombra del rock las emociones más disímbolas y contradictorias, expresadas en frases que llevan el peso de un tren de carga. “Roy Orbinson está hablando desde su claroscuro, de canciones tristes y fúnebres. Un tipo demolido por la vida. (¿Por qué no fuimos personas más alegres?).” Ello junto a esto, igualmente auténtico, pues quién no puede sentir más que una extraña forma de dicha al leer lo siguiente:
Crosby, Stills and Nash. Hermosas armonías vocales y ritmo lento. Sonido muy fino, misterioso, exuberante, melancólico, canciones dulces y a la vez densas, turbias, plenas de quietud, clásicas, de espíritu sobresaltado, como cuando en la pintura las imágenes parecen salirse del lienzo.
Aquí, creo que ya lo dije, desfila toda una década: Cream y Traffic, Grateful Dead, Everly Brothers, los Yardbirds, por ahí se asoman también, cómo no, Frank Zappa y Procol Harum y un largo aunque suficiente etcétera.
En particular, las aproximaciones al folk-rock me parecen las más sugerentes. En mi propio caso, con el bagaje familiar al que ya hice referencia, en la lectura de Sombra del rock el diálogo con Carlos Mapes a veces se volvió necesaria disensión. En su texto “Tres cantantes inglesas”, el autor, que no carece precisamente de erudición, enumera a Sandie Shaw, a Marianne Faithfull y a Dusty Springfield como las damas de la década. La ausencia de Vashti Bunyan, sin cuyas canciones, “Train song”, “I’d like to walk around your mind” o “Whiswanderer”, todas ellas compuestas a mediados de los sesenta, equivale a carecer de una educación sentimental. Obvio es que en la lectura del libro sigo la parte más cercana a mi propio género canónico, el folk-rock. Y Mapes es un experto en ponerle trampas al lector: se anima y no, a hablar de Bob Dylan para terminar aceptando la gran revolución que provocó el gigante de la década al “electrificar el folk” y abrir, efectivamente, nuevos caminos para decenas de grupos que a la fecha mantienen también, aunque más modesto, un lugar en toda esta historia. Al leer que “en ‘The sounds of silence’ [canción detestable si las hay] se compenetran a la perfección el sonido de la guitarra acústica con los arreglos instrumentales”, juro que estuve a punto de arrojar el libro por la ventana. Pero a la página siguiente, Mapes, the Magician, hizo su gran acto circense y homenaje a la vez:
“The boxer” es la obra maestra de Simon y Grafunkel: la desoladora Nueva York, con todo y sus rascacielos –donde los inmigrantes, condenados al olvido, llegan en busca de una vida mejor–, vista desde los ojos de un joven aspirante a obrero que, al no encontrar trabajo, decide regresar al pueblo. Antes de irse, vislumbra a un boxeador de oficio […] ¿Qué es mejor, retirarse a tiempo, o insistir hasta la derrota o la victoria? ¿Levantarse para volver a caer?
Esto, ladies and gents, no es sino la proyección vital de la que escapaz el autor de Sombra del rock a partir de la música. Casi lo mismo me ocurrió cuando después de haber leído dos terceras partes del libro, el otro gigante, el poeta Leonard Cohen, no hacía acto de aparición. Aunque se trata de un volumen ligero, la página noventa salvó al barrendero de la cuadra deun buen picotazo en la cabeza:
Leonard Cohen es un pájaro sobre una guitarra de alambre […] En aquel entonces yo no entendía los profundos versos de Cohen llenos de pesimismo. Pero me parecía que su voz encajaba a la perfección con la música, y con eso me bastaba.
¿Cómo quieres entender esos versos, Mapes, si son eternos, si se renuevan con cada lectura como ocurre siempre al igual que con la mejor poesía?
Pero la respuesta no tiene importancia en tanto que los textos sin género de Sombra del rock, “compañeros de las canciones que a diario me persiguen”, siguen ahí, al igual que la literatura y el periódico en las mañanas, o la imagen de un bello rostro que a punto de desvanecerse en los pasillos de la memoria, resurge al escuchar esa canción que le pertenece y, como sombra del rock, lo hace emerger con toda su hermosura en nuestro recuerdo. ~
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.