Expediente del atentado, de Álvaro Uribe

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Leí, días pasados, la cuarta y muy esperada novela de Álvaro Uribe. Y debo añadir: con justificado fervor. Expediente del atentado es la más sorpresiva y veloz de las novelas de Uribe (ciudad de México, 1953). El signo que mejor la contiene es el río, o mejor dicho, la ola del tiempo detenida y transformada en montaña. Es en verdad inusual que el más metafísico de nuestros novelistas aborde un episodio tan terrestre y pedestre como es una conspiración mexicana sin abandonar su propio estilo, sus temas, sus recursos, y que de paso genere semejante tensión. Casi diría que debemos a la conjunción de Borges y Frederick Forsyth este Expediente del atentado. ¿Están peleados el thriller y la escritura literaria? Fragmentando, multiplicando, adoptando puntos de vista tan inesperados como verosímiles, concentrando tanta tensión, Uribe demuestra que se puede contar una historia estrujante sin despeinar el estilo.

En su cuarta novela, el que a mi juicio es el mayor estilista de la generación nacida en los cincuenta ahonda los riesgos que acostumbraba enfrentar. Uribe se sube a uno de los escenarios más exigentes –el de su prosa–, saluda al respetable y desde la primera línea pone en marcha una fascinante orquesta verbal. Seguro de que las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, el narrador reconstruye un complot a la mexicana, contado por los principales eslabones de la cadena. Luego de abandonar las estructuras casi matemáticas a las que nos acostumbró en La lotería de San Jorge (1995) o El taller del tiempo (2003), Uribe apuesta por una polifonía aún más acentuada, tiempos más breves para cada capítulo, personajes más arrabaleros, suspenso e inquietud galopantes, e interpreta cada instrumento con precisión y libertad, como si estuviera jugando.

Para mayor virtuosismo, se trata de un hecho real, investigado a conciencia. En sus trescientas páginas la novela desmenuza minuto a minuto (y desde los puntos de vista más inesperados, riesgosos y complementarios que uno pueda imaginar) cierto atentado contra Porfirio Díaz que la historia se empeña en olvidar. Gracias a la prosa de Uribe el lector entra a los salones privados del Palacio Nacional, visita las oficinas de la policía secreta mexicana, arriesga la vida en los bares y cantinuchas donde se planeó el magnicidio. Para ello el relato utiliza recursos tan diversos como el diario secreto, la obra de teatro, el recorte periodístico, la correspondencia amorosa, la confesión de los muertos, la declaración judicial.

Al desarmar este complot, Uribe retrata todo complot, pues si algo hay de característico en la obra de este narrador es su capacidad de elevar a un borrachín, un señorito y un policía de medio pelo al grado de Judas, Jesucristo y el demonio. Pocos novelistas pueden tomar un recorte periodístico de 1897 y humanizar, como Uribe, a las figuras más remotas, oscuras o abyectas, y transformarlas en personajes dignos de fe; de ampliar las dimensiones de sus criaturas y crear un drama cósmico con un material menor. Hasta “La adelita” tocada por Uribe sonaría a música de cámara.

A diferencia de otros intérpretes, este destacado compositor y ejecutante no gusta de los arranques que cimbran, sino que prefiere diseminar unas notas sutiles, envenenadas, donde poco a poco asoma el destino, listo para atacar. Tal como ocurre en sus anteriores trabajos, un estado psicológicamente alterado nos permite entrar al territorio movedizo e inestable, dominado por la fatalidad, en el que ocurren sus novelas. Arnulfo Arroyo, el motor que echa a andar Expediente del atentado, es un borrachín que ve con desprecio a la sociedad porfiriana. Su radio de acción se limita a la zona de las cantinas y las grandes avenidas siempre y cuando éstas se encuentren ocupadas por el jolgorio de las fiestas patrias. Luego de una borrachera con personajes mefistofélicos que ya irán emergiendo, Arroyo intenta asesinar al dictador Díaz en pleno desfile de 16 de septiembre. Pero la fatalidad ejecuta sus propios proyectos, a veces por vías ridículas, y, si bien agita la tranquilidad de la sociedad porfiriana, el paria arrastra al abismo a buena parte de su generación.

La trama del relato, como ya se dijo, equivale a una partitura compleja ejecutada con fluidez envidiable. Da gusto ver que un narrador tan estricto sea capaz de intentar nuevos instrumentos, duraciones y ritmos, sin perder de vista sus mejores costumbres, y un eje central: para que una conspiración tenga éxito deben existir, de un lado, una serie de eslabones prescindibles, destinados a morir, y del otro, un hombre invisible.

La escritura de Uribe parece ser cada vez más voraz e inquietante. No sólo incorpora los registros más diversos sino que en las últimas páginas su libro realiza un giro admirable, de la euforia al silencio: del grito del borrachín que planea un magnicidio al silencio del escritor que ha decidido guardar lo que sabe, del regocijo de los conspiradores a los amores ocultos de Federico Gamboa, en páginas inflamadas de igual intensidad. Al denunciar un ataque fallido y, hay que decirlo, ridículo contra Porfirio Díaz; al imaginar el fracaso amoroso de Federico Gamboa, Uribe desnuda el poder de que gozaba el señor presidente y la falta de valor de nuestros próceres. Si el gesto de un borrachín es capaz de movilizar a ese grado al gobierno mexicano, si tantas cabezas cayeron –y algunas por su propia mano–, ¿qué tan monstruoso es el poder de que goza un dictador? y ¿quién borra los límites de nuestra libertad sentimental? Expediente del atentado sugiere estas preguntas, a la vez que agrega al concepto de thriller, que parecía agotado, una prosa impecable y una narración inclemente. Junto a La muerte de Artemio Cruz, La sombra del caudillo, Los pasos de López o Los periodistas, Expediente del atentado se suma al linaje de novelas que abordan la historia política mexicana, la redimensionan y crean una obra literaria que el lector visitará, como diría la mayor influencia de Uribe, con misteriosa lealtad. ~

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