Había una voz, de Adolfo Castañón

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La sosegada algarabía
      
      
     Adolfo Castañón, Había una voz, Universidad Veracruzana, Jalapa, 2000.
      
     El niño arrebujado entre las mantas aguarda emocionado las palabras de la madre que le va a leer, como todas las noches, un cuento de hadas: son las palabras recibidas de la tradición, palabras que recogen las ideas recibidas, inmemoriales, de la Historia constituida mito, historias: "Cierro los ojos y veo/ una lucecita/ No sé si es/ la última de la infancia", se nos dice en el segundo de "Cuatro nocturnos" a modo de arraigamiento doble: por un lado, la lejana infancia con su diminuta luz, para que el niño tenga un asidero caso que despierte a medianoche; y, por otro lado, la diminuta luz última al fondo de esa otra infancia indefectible que es la muerte, luz que se apaga, incendio improbable.
     Incertidumbre, desconocimiento: la voz que se escuchó había una vez ahora ultima al niño, da paso al poeta, ese herrero de yerros que dando palos de ciego añora la seguridad de las palabras recibidas a través de la madre, palabras sin incertidumbre; y a la vez, consciente de la pérdida, se enfrenta a la titubeante, arisca palabra poética que, desde un desconcierto, reinventa voz, procura en extrañeza un acceso directo, intuitivo, a todas las voces.
     Castañón, el poeta, participa a todas luces de la visión que expresa Samuel Johnson en Vida de Samuel Johnson de James Boswell cuando éste dice que aquél dijo que "un escritor pasa la mayor parte del tiempo leyendo para poder escribir; un hombre virará de cabeza toda una biblioteca para poder hacer un libro". Toda una biblioteca, que es toda una Anunciación, se entrecruza y ramifica en el espíritu de Adolfo Castañón para conseguir la solidez, la sabiduría poética que Había una voz nos entrega. Esa sabiduría participa del imaginario mágico en que el niño (imago en potencia de la figura de la madre) se adormece al rítmico compás de la voz materna, receptora de los mil cuentos (cuerpos) y una noche (corpus) de la tradición: presencia mágica, por ejemplo, que reluce en el poema en prosa titulado "Torre de la Tour" en que las penumbrosas figuraciones de Georges de la Tour son vertidas en palabras, mediante chisporroteos sublunares, a través de la implícita presencia del mago Aladino: "súbdito del reino exacto de la baraja" este Aladino "frotando la negrura" hace brotar "la callada ardilla de la luz" y, cómo no, "hace brotar fulgores".
     Fulgores son los poemas de este libro de Adolfo Castañón: su textura, su entramado, me recuerdan la ceremonia zen del té (chanoyu) en que el Universo es un equilibrio de llenos y vacíos y en que al verter el té espumoso las palabras y los gestos deben tener en derredor espacio y silencio, producir una sensación de recogimiento, de límite. El equilibrio, ceremonioso, ritual de Había una voz procede del intuitivo entrejuego de elementos diversos dispuestos como sucesión de poemas: ideas, filosofía, abren el camino ("Del ahora no hay memoria/ en el ahora"); abierta la senda espiritual lo poético se trasvasa en aparente subjetividad mediante una serie de autorretratos que fijan al poeta filósofo ("Bibliófilo hasta el sopor") y al poeta cuerpo insaciable ("En las fiestas pantagruélico", lo cual sus amigos bien sabemos). Incluso se nos dan, poetizadas, ironizando, unas señas particulares que en verdad se vuelven del todo revelatorias no tanto en el poema que lleva ese título sino en el denominado "Plegaria del jardinero (domingo)". El espíritu de la voz poética, efigie del propio autor, está inserto de modo desgarrado en este texto: se habla de un jardín propio pero heredado (restándole esfuerzo a la posesión); de un regar y podar no lo sembrado por mano propia sino la siembra recibida de manos ajenas; y se nos dice que en vez de escribir libros éstos se leen, lo cual (recordemos las palabras de Schopenhauer) contiene su elemento de desidia, de pereza, contrarrestado por el bello pensamiento-verso que dice: "Escribir para pulir la lectura". Este autorretrato raspa con júbilo desgarrado, con sapiencia de quietud, en la idea de lo sucedáneo como modo de vida, como acceso a lo espiritual (¿no será para Castañón hacer poemas un sucedáneo de la voz desaparecida de la madre, su resplandor vivo sustituyendo la infancia ida ante el atisbo inquietante de la venidera muerte?). Y así, nos dice que al no tener hijos se educa a los ajenos; y que al no fundar nada se prefiere restaurar "Cuidando lo engendrado". La generosa idea, el bello concepto, cristaliza en señero, inmarcesible verso.
     El niño que oye a la madre contar de noche sus mil cuentos de hadas, las mil y una invenciones de la Noche y de la Historia, decidió al pasar de la niñez a la edad adulta transformar, con toda naturalidad, aquella voz primera, primordial, y al hacerlo, creer (incluso a regañadientes) en la Voz que hubo una vez. Y ésta, ahora magnánima, se proyecta como júbilo, un júbilo que al decir de Joachim du Bellay (véase el epígrafe que encabeza el libro) "Sólo son noticias de otro diario". Un diario que nos retrotrae a la infancia perdida, al júbilo de ingresar a la vida para madurar, convivir, crear (que es un modo fuerte de creer). Ese júbilo tiene dos momentos augurales, trascendentes, en verdad dos anunciaciones, en los poemas de perfección inaudita titulados "Segunda feria Augurio" y "Cuarta feria" (títulos que juegan con los días de la semana al modo portugués). El primero recoge a golpe casi de haiku el leve movimiento de cascada de una figura joven, femenina, especie de madre primera, en su fluir hacia el propio poema, consagración de la voz hecha carne: la muchacha "Ávida de tacto intangible" resuelve esta paradoja cristalizándose en un "rostro" que a la vez se desprende para volverse fronda, follaje, fluctuante sintaxis. El rostro, fijo, identificable, da paso a la voz del agua que cae, escalón a escalón, dejando como rastro un crecimiento de vegetaciones, inasibles variaciones, la propia sintaxis del poema. Esta suave visión regocijada se concatena al bosque de flores azules de "Cuarta feria", poema en que unas niñas de tul (procesión; primera comunión) van cantando por el camino sus religiosas plegarias, audibles, pero asimismo visibles (valga la paradoja) como "invisibles/enredaderas".
     Es el júbilo, es el amoroso respeto a la voz primera que amamantó, arrulló al niño, volviéndolo poeta: poeta lector, sabio poeta, ávido bibliófilo, amante padre de ajenos, amigo ulterior, marido enamorado de la carne que día a día lo acompaña en el brete y direte de la vida. Ese júbilo en Había una voz se abre a toda una serie de divertimenti, a toda una participación de anécdotas amistosas, a una proliferación de amistosos coloquios a la hora del Simposio: coloquio vuelto homenajes. Así, el dedicado al Oro Tigre que es Blake que es Quiroga que es Borges; y los homenajes a Fabienne Bradu, a Georges de la Tour, a Alí Chumacero, al loro de Banderilla, Veracruz, que perteneció al amigo poeta José Luis Rivas. Da paso el júbilo a la risa, ésta a la sonrisa, ésta a la conciencia claro que dolorosa de que la paloma ha de morir a veces como halcón (homenaje a Isaac Rabin). Sin embargo, por aquello de que "Toda la creación tiene aire de familia" la sabiduría poética de Adolfo Castañón le permite, en confluencia, equilibrar ideas, subjetivaciones, lirismos, en una final (sinfónica) mansedumbre que cual "carcajadas sollozantes" deviene Cántico y transverberación de la Voz de la madre que hubo una vez. –

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