La conjura contra América, de Philip Roth

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Si existe una voz poderosa, una voz que critica con furia pero con envidiable puntería dentro de la actual narrativa norteamericana, esa, sin lugar a dudas, es la voz del maduro Philip Roth.
     El Philip Roth en estado de gracia que conocemos desde la década de los noventa. Un Philip Roth cercano a la canonización, ahora que la prestigiosa Library of America ha iniciado la publicación de su obra completa, un honor que antes sólo había recaído sobre otros dos novelistas vivos. Un Philip Roth que pareciera ser el candidato más serio al premio Nobel con que cuenta ahora mismo Estados Unidos.
     Por eso, porque el señor Roth ha publicado en los últimos años probablemente lo mejor de su abultada bibliografía, libros como los que conforman su American Trilogy: Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana. Novelas de una violencia y agudeza política poco habitual —ahora que la política en las novelas parece ser, en la mente de muchos escritores y lectores, un incómodo resabio del boom latinoamericano—. Y ello, sin recurrir a prohombres ni nombres ilustres como protagonistas, sino narrando unas cuantas vidas anónimas, ciudadanos ajenos a las portadas de los periódicos pero que en la prosa de Roth han servido de sacrificados cicerones a la hora de explorar la crisis nacional que supuso Vietnam, los paranoicos años del McCarthismo o la dictadura de lo políticamente correcto que inundó América tras el escándalo Lewinsky.
      Por todo esto, porque Roth tiene muy mal acostumbrados a sus habituales, resulta decepcionante, incluso desconcertante, el resultado final de su esperadísima última novela: La conjura contra América.
     Roth es un novelista atrevido, un novelista ambicioso, y como tal, tras desmenuzar esta serie de hechos históricos más o menos imprescindibles para entender la América de nuestros días, decidió darle un interesante y arriesgado giro de tuerca a la fórmula.
     Esta vez, lo inventado sería la Historia: la victoria presidencial en 1940 del héroe de la aviación Charles A. Lindbergh, conocido antisemita y partidario del aislacionismo, por encima del candidato demócrata y en ese entonces presidente Franklin D. Roosevelt, creador del New Deal y partidario de intervenir en lo que luego se conocería como Segunda Guerra Mundial. Lo real, o más bien, la experiencia inmediata, la pondría él mismo: un niño judío nacido en el seno de una familia moderadamente consciente de su judaísmo (su patriotismo americano es infinitamente mayor) en un barrio judío de Newark, Nueva Jersey, que responde al nombre de Philip Roth.
     La conjura contra América es un delicado edificio narrativo en el que la voz del pequeño Roth relata —junto a los picores normales de una incipiente pubertad— el día a día de la ascensión de Lindbergh, desde el extrañamiento y perplejidad constante de sus temerosos nueve años.
     Así, conocemos la cólera y creciente impotencia de Herman, el padre de la familia Roth, que ve amenazado su trabajo y —ferviente partidario de Roosevelt— todo en cuanto cree, con la ascensión presidencial del famoso aviador; la abnegación maternal de Bess, que en silencio y con las armas de un ama de casa lucha por mantener la normalidad de puertas adentro; al primo Alvin, quien asqueado por el aislacionismo del nuevo gobierno se alista en el ejército canadiense para luchar en Europa, de donde vuelve sin una pierna y sin convicciones; al vecino Seldon, a quién Philip repele y que, junto a su madre, será “reubicado” por el gobierno en el lejano Kentucky; a Sandy, cuatro años mayor que Philip, un talentoso artista adolescente que, captado por un programa de integración para niños judíos, traiciona a su familia poco a poco, bajo el amparo y entusiasmo de la tía Evelyn, la joven hermana de Bess, compañera de vida y obra del rabino Bengelsdorf, principal colaborador judío (incluso confidente y portavoz de la primera dama) de la administración Lindbergh.
     Los hechos se suceden, las voces contrarias se enfrentan —no directamente, no en un debate real, una conversación uno contra uno, sino en una arena imaginaria que va formándose en la cabeza del lector— en esos largos y articulados parlamentos que Roth prácticamente ha convertido en su marca registrada. Uno va tragándose poco a poco, envenenado a largo plazo y en pequeñas dosis, esta prometedora ucronía. La novela empieza, avanza con una inquietante e inteligente lentitud, y promete mucho, muchísimo. Y justo cuando uno empieza a angustiarse, a sentir verdadera ansiedad por los sutiles —casi kafkianos— mecanismos burocráticos con que el gobierno parece ya no sólo firmar acuerdos con la Alemania de Hitler sino acorralar a los ciudadanos judíos de Estados Unidos, todo comienza a derrumbarse. Y el problema, por una vez, viene a ser la realidad. La entrometida realidad.
     Roth ancla La conjura contra América sirviéndose de personajes reales, de hombres públicos cuyos gestos y actitudes imagina (o interpreta, sirviéndose de sus biografías reales) en la tónica de “qué hubiera pasado si…” que gobierna la novela.
     El problema es que hay algunos de estos personajes comparsas, entre los que destacan el periodista Walter Winchell, el alcalde neoyorquino Fiorello LaGuardia y el mismísimo F. D. Roosevelt, a los que —a diferencia de lo que ocurre con Lindbergh y su mujer, a quienes no hace falta dibujar más que con pinceladas— Roth quiere dotar de una hondura dramática innecesaria, para así luego, puestos al servicio de su empresa narrativa, poder convertirlos en héroes. Así, si bien los discursos radiofónicos antiLindbergh de Winchell, que enardecen las noches de la familia Roth, no suenan sólo creíbles sino que se convierten en un soundtrack necesario para entender la confusión que gobierna el comienzo del mandato presidencial de Lindbergh, cuando el periodista es arrancado de su medio habitual —Winchell es despedido por un discurso especialmente incendiario— para convertirse en un ajetreado actor político, que incluso amenaza con presentarse a las próximas elecciones, la credulidad de que los lectores venimos haciendo gala empieza a resquebrajarse.
     Si en un principio, los ladrillos de esta ficción han sido sopesados y colocados uno a uno, con una paciencia y sutileza esmeradas, de pronto el lector observa perplejo como todo empieza a correr, a precipitarse de manera incomprensible. De pronto, Roth —a diferencia de lo que hizo Philip K. Dick en El hombre en el castillo, donde imaginó Estados Unidos como botín de guerra repartido a medias entre Alemania y Japón— se ve impelido a reencauzar su ficción histórica. En la concepción de esta novela, Roth ha tomado un desvío, una carretera alternativa, y hacia el final decide que es necesario volver a la autovía principal. Porque, pareciera decirnos, “usted y yo sabemos que esto no ocurrió, porque si hubiera ocurrido nuestro mundo sería distinto, así que, como no ocurrió y nuestro mundo es de determinada forma, me veo obligado a desatar y volver a atar ciertos cabos que, en progresión histórica, dejarán todo como si aquí no hubiera pasado nada”.
     Y lo hace, además, recurriendo a una “trascripción”, en leguaje de cable informativo, tomada de los noticieros cinematográficos que semana a semana proyectan los teatros en este mundo pretelevisión, dejando de lado por un momento la pausada voz de Philip. Todos esos cabos son desatados y vueltos a atar con una premura exagerada, y así se suceden un sinfín de revueltas populares (de uno y otro bando), un asesinato “político”, una desaparición inexplicable para la cual diferentes personajes tienen descabelladas explicaciones (aquí Roth se detiene, toma aire y la novela recobra vuelo, pero el daño es estructural y ya está hecho), todo esto al ritmo de una road movie protagonizada por Herman y Sandy, padre y hermano mayor del protagonista, que cruzan tres estados para rescatar al pequeño e indefenso Seldom. Todo en aras de recobrar la “normalidad”, todo en aras de que ese costurón infligido a la línea cronológica del siglo XX pueda pasar desapercibido, y el mundo, el mundo en que viviría el niño Philip Roth de la ficción cuando llegara a adulto, pueda ser el mismo que nosotros conocemos.
     Y aquí, para cuando Roth ya ha terminado de colocar tiritas sobre las heridas del periodo filonazi estadounidense, para cuando el gran Roosevelt ha podido reconducir el país y, con ello, disipar el espectro de ese mal sueño que pareciera haber sido la presidencia Lindbergh, ese edificio con tanto esmero construido que era La conjura contra América, lleva ya decenas y decenas de páginas derruido. –

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(Lima, 1981) es editor y periodista.


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