Con breve prólogo de Fernando Savater reaparece el libro de Juan Nuño La filosofía en Borges. El ensayista hispano-venezolano sigue aquí la estela del movimiento filosófico en América. El platonismo y sus tradiciones han sido grandes temas de Juan David García-Bacca, uno de sus maestros, que tradujo una selección de Enéadas en México D.F. y editó en Buenos Aires Introducción general a las Enéadas. Es el camino que sigue Nuño al publicar El pensamiento de Platón y también sus indagaciones en el “extraño platonismo” de Borges. El autor explora aquí el edificio imaginario borgesiano a través de nueve capítulos que, en tradición hermética, se constituyen en un recorrido circular y en un análisis del inferno del idealismo. El filósofo cruza por los pasajes de relatos y poemas, y diserta sobre los temas recurrentes, “los espejos abominables”, las bibliotecas, los mil y un mundos, la paradoja, la alteridad y la memoria, la “refutación del tiempo”.
Si Nuño avanza por estos temas con extrañeza, lo hace con un distanciamiento que le aleja de la mitificación y de la exégesis de raíz heideggeriana, y de la veneración ante una palabra fundacional (al modo de las interpretaciones de García-Bacca y María Zambrano de la poesía de San Juan de la Cruz). No puede ser de otro modo. Nuestro autor es, como Borges, un escéptico, aunque lo es desde la ladera de la crítica contemporánea que desaloja la creencia y expone al vacío de las propias figuraciones. Nuño recorre un enorme edificio en el que sólo están grabados relatos e imágenes en los muros, en los techos, en los lienzos, y en los que se escucha el silencio y las ocultas cadencias de la soledad. De forma radical se propone desnudar la apariencia, por decirlo con palabras de su amigo Octavio Paz. Trampa insalvable, adentrarse en los pasillos y vetustos salones de Borges es exponerse a adoptar una máscara, una figuración. Se hace fuerte, sin embargo, en el manejo riguroso de una prosa adiestrada en el ejercicio de la crítica.
Platón y las hipóstasis plotinianas, San Agustín, Schopenhauer, Berkeley y Hume, constituyen los asideros en los que pueden apoyarse el universo arquetípico y las ficciones del argentino, aunque también circulan referencias a Keats, Coleridge, Yeats, Kafka o Thomas Mann. Con el idealismo en sus diversos ramajes pretende elevarse por un instante la literatura de Borges y Nuño la explora en diversos niveles, a veces, en el campo puramente filológico para desvelar la escasa solvencia de algunas fuentes. La obra está llena de motivos que se interrelacionan y que se hallan en contigüidad permanente.
La unidad y la dispersión, el Uno y la multiplicidad, el salto de lo inteligible a lo sensible, están dibujados en los relatos borgesianos. El terror a la copia y al espejo que, como en la fábula cavernaria, reproduce cuanto pasa ante él se evoca en cada mansión, a veces de manera casi caricaturesca: “todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre”. El esfuerzo de sortear los límites de la percepción para comprender el funcionamiento del edificio está asimismo presente. El largo pasillo del tiempo, que abre la posibilidad del infinito o un dominio de pureza idealista, lo traspasa casi todo. Y junto a ello, el sujeto, la memoria y el lenguaje que sirve de soporte entre lo sensible y lo inteligible y que ha terminado por convertirse en zona de peligro y de extravío.
La filosofía en Borges dibuja el rostro de un pensamiento que no deja de mirar, a pesar de la gran grieta, ese otro lado que quedó atrás y del que se alimentó el idealismo del siglo XIX y sus postrimerías. El libro es una suerte de retrato de la filosofía de una época que acaba de despedirse de las ensoñaciones del pasado y que halla en Borges al personaje arquetípico, y con él la ficción de un viejo relato que se ha vuelto cada vez más agudo y refinado en sus ejercicios de intelección hasta el punto de volverse en objeto de culto estético. Nuño elige a Borges como Borges se elige a sí mismo para emprender el juego de un conocimiento anclado en la abstracción, en la especulación, en el universalismo y en la nostalgia de un mundo inteligible abandonado por el solipsismo crítico, por la racionalidad, por el empirismo, y por el hallazgo de que lo visible y su lectura, la naturaleza, el lenguaje y sus fulguraciones, han entrado a formar parte de las alteraciones y del desorden del mundo contemporáneo.
Desde este otro lado la reflexión sobre el lenguaje surge desde el comienzo en La filosofía en Borges. El idealismo de Tlön (aplicación literaria del de Hume) es una consecuencia ontológica del “todo fluye” heracliteano. “Se carece señala el filósofo venezolano de referencias fijas, cartesianas, de puntos de apoyo, de estabilidad sustancial” y el lenguaje se despliega en la temporalidad, sucesivo, bajo un idealismo dinamicista que expulsa el carácter sustantivo y que borra las entidades estables, predicables. El lenguaje en pendiente temporal salta por los aires y se multiplica sin medida. El instrumento del conocimiento comienza a romperse en la ambición de responder a un desvelamiento que se da en el devenir. En “Funes el memorioso” o en “El idioma analítico de John Wilkins” pueden hallarse otras variantes de lenguaje que rompe su cerco y avanza hacia un oleaje incomprensible.
La multiplicidad de las cosas y los seres, los gestos y los pensamientos emanan del mundo trascendente, pero a su paso se ha descendido por una escalerilla que se tira al evocar el camino y que ya no será utilizada para el retorno. Nuño destaca cómo Borges quiere evitar el solipsismo que abre el Discurso del método y cómo se enroca en el territorio de la memoria. En su periplo advertimos, en efecto, que el argentino prefiere las reproducciones de antiguos pasajes y un individualismo que se adhiere a las percepciones de la inteligencia; descubrimos también que no desea hacer abstracción de la identidad acudiendo a los pupitres del cartesianismo y adoptando la voz del sujeto al que no afectan las heridas de los años.
Nuño no evoca aquí al profesor de literatura inglesa que explica en la universidad de Buenos Aires al poeta Robert Browning y su Dramatis personae, ni alude a sus lectores contemporáneos, al Unamuno autor de El otro que se había expresado en esta cuerda y al que leyó el argentino; prefiere dejarlo en los dominios de la filosofía. Recuerda a Schopenhauer y su disquisición sobre la identidad: “Me he tomado por otro… ¿Quién soy realmente?”. Luego apunta en dirección a la dialéctica hegeliana en clave irónica, evoca algún “esquizoide cuento de Borges” y termina por afirmar la diferencia entre “sentirse” y “ser”: “uno es uno mismo y, a la vez, una multitud de sentimientos que se proyectan, salen de uno y hasta se enfrentan bajo el disfraz de la alteridad”. Al fondo, el vértigo metafísico de un neoplatónico en una época que despedaza la unidad y que se resiste a adoptar el altillo del cogito cartesiano, esa primera persona del pensar y el existir que garantiza un recorrido y absorbe todas las mutaciones de la identidad o, lo que es lo mismo, ese sujeto que se separa del vértigo de la memoria personal. –
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