Hacia 1827, Lucas Alamán, ministro de Relaciones del gobierno del presidente Guadalupe Victoria, creó la Comisión de Límites para buscar algo que desde aquel entonces ya se antojaba imposible: definir la frontera entre nuestro país y Estados Unidos. El encargado de dirigir la expedición fue Manuel Mier y Terán, entonces ministro de Guerra. La expedición haría un censo de los pueblos indígenas de Tejas y Nuevo México, daría cuenta de los asentamientos estadounidenses en aquellos vastos territorios; haría un recuento de la flora, fauna y otras riquezas y, a iniciativa de Mier y Terán, astrónomo e ingeniero, observaría el tránsito de las lunas de Júpiter. El pasado y el futuro de aquellos territorios están condensados en el viaje de la Comisión de Límites: desde las impresionantes riquezas naturales hasta la exploración espacial, pasando, por supuesto, por los preparativos de una invasión largamente anunciada y escasamente resistida.
Las fronteras nunca pudieron definirse y Mier y Terán, después de ver los enormes y ricos asentamientos de los estadounidenses en aquellas tierras, terminó atravesándose el corazón con su propia espada en una acto que auguraba la pérdida de la mayor parte de nuestro territorio.
Valga la mención de este trágico episodio nacional para enmarcar La invasión, la novela más reciente de Ignacio Solares, que se ubica quince años después de la muerte de Mier y Terán, en el trágico año de 1847, cuando las hordas estadounidenses invadieron nuestro país.
La literatura histórica ha tenido un dilatado y necesario resurgimiento en la literatura mexicana, sobre todo a partir de la monumental Noticias del Imperio, de Fernando del Paso. Cabe mencionar también el ensayo histórico Vida de Fray Servando, de Christopher Domínguez Michael, un intento por ir en busca de uno de los personajes más enigmáticos de nuestra historia, y una meditación sobre los orígenes de nuestra conciencia nacional, así como las dos últimas novelas de Enrique Serna: El seductor de la Patria y Ángeles del abismo.
La invasión, de Ignacio Solares, sortea el difícil escollo al que se enfrenta todo novelista al evadir el retrato de personajes históricos y elegir una estrategia narrativa muy distinta. Los eventos se suceden en una atmósfera onírica evidente. Si la vida es sueño, parece decirnos Solares, la Historia es una pesadilla. Es en ese espacio simbólico donde se desarrollan los eventos novelescos de La invasión.
La grotesca imagen de la bandera estadounidense ondeando en el Zócalo abre como un símbolo ominoso la trama de la novela. En ese ambiente de siniestra “casa tomada”, Solares desovilla diversas historias paralelas: un triángulo amoroso trágico y desesperado; una ciudad en ruinas; un sacerdote, el padre Jarauta histórico cabecilla guerrillero contra los invasores, y eco de figuras como Hidalgo, Morelos, Fray Servando, que busca alzarse en rebeldía; Abelardo, su protagonista, el insomne, obsesionado por desenterrar de su memoria lo vivido durante la invasión estadounidense gracias al recuerdo de su mentor, el doctor Urruchúa, y sobre todo gracias a su paciente esposa, Magdalena, que funciona como una suerte de Sherezada en el relato.
El drama fundamental en la novela es casi detectivesco, ya que se centra en el angustioso proceso de reconstrucción de un evento traumático a un tiempo personal y colectivo. La invasión tiene dos núcleos narrativos que se reflejan uno en el otro: si la intervención estadounidense nos ubica en el plano diacrónico de la historia del país (en este sentido, el recurso de los epígrafes al inicio de cada capítulo resulta muy eficaz), el triángulo amoroso que vive Abelardo se sitúa en un nivel sincrónico, el de las emociones y los deseos. En ese juego de espejos entre el naufragio personal y el desastre colectivo, entre las pulsiones individuales y la irrupción de lo histórico, se encuentra la verdadera tensión de la novela: invasión militar, humillante y terrible; invasión personal no menos trágica, pero íntima y secreta. Si el padre Jarauta encarna la rebeldía cristiana frente a la injusticia, Abelardo en cambio se conduce con un escepticismo derivado de la impotencia ante lo inevitable y se refugia en sus propias obsesiones pasionales. Jarauta y Abelardo no son figuras antagónicas sino complementarias. Los dos son personajes reales y plausibles: no encontramos en La invasión autómatas entresacados del museo de cera de la Historia Nacional, sino seres humanos de carne y hueso, impulsados por ideas, deseos y, sobre todo, por pasiones.
Solares sabe que toda novela histórica se refiere al menos a dos épocas: la era que busca reconstruir y el momento en que ha sido escrita. Las descripciones de los mendigos que recorren una ciudad saqueada por las tropas enemigas resultan no sólo precisas históricamente, sino también se erigen como metáforas del presente. La barbarie de las tropas estadounidenses de mediados del siglo XIX no es muy distinta de la que hemos visto en Vietnam y más recientemente, y por partida doble, en las Guerras del Golfo Pérsico. La invasión de Ignacio Solares es un recordatorio no sólo para nuestro país, sino también para nuestros vecinos del norte. Al escribir sobre la invasión estadounidense a México, Solares ha puesto el dedo en la llaga, porque nos recuerda la profunda ilegitimidad histórica del Estado estadounidense como defensor del llamado mundo libre.
La invasión continúa el camino de otras novelas históricas de su autor, como Madero, el otro o La noche de Ángeles, que se adentran en el territorio de la Revolución Mexicana. Además es una vuelta de tuerca a las obsesiones fundamentales de su autor y se sitúa a medio camino entre sus dos grandes temas: la historia y el sueño. El enigma del tiempo, que explorara Solares desde el punto de vista de lo fantástico en El espía del aire, también está presente aquí. El drama de Abelardo es el de la búsqueda de un recuerdo reprimido, encerrado en una burbuja del tiempo, al que sólo es posible acceder por medio de la escritura. Doble arqueología: ir en busca del pasado para comprender la identidad personal y colectiva. La invasión estadounidense aparece en la novela de Solares como una suerte de pesadilla, de ahí que la narración tenga esa original atmósfera onírica donde se entrecruzan el sueño y la historia.
Como en No hay tal lugar, la novela anterior de Solares, encontramos en la rebeldía espiritual del padre Jarauta algo del padre Ketelsen. Pero La invasión no es historia, es antes que nada literatura. Sus personajes no son símbolos ni encarnaciones: viven el drama de sus existencias atrapados en un presente histórico siempre relativo al que a menudo resulta imposible encontrar algún sentido.
La invasión sitúa a Solares en un puesto privilegiado de la narrativa mexicana actual. Sus personajes transcurren en el tiempo y buscan el sentido de su drama personal y colectivo. El narrador, al visitar sus vidas, encuentra ese orden necesario que nos recuerda la traza que dejamos en el tiempo, y también nos permite atisbar, de manera privilegiada y merced a la imaginación, nuestra precaria y efímera eternidad. –
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