Recuperar a Sieyès

Sieyès y la lengua de la Constitución

Javier Tajadura Tejada

Athenaica

Sevilla, 2023, 264 pp.

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La editorial Athenaica acaba de publicar el ejercicio de cátedra universitaria de Javier Tajadura Tejada. Se trata de un volumen espléndido en la forma y en el fondo. Sieyès ha sido un pensador olvidado y malinterpretado a partes iguales. Entre nosotros, Ramón Máiz ya había realizado acercamientos de gran interés que venían poniendo en duda la forma en la que la doctrina constitucional francesa –ya no digamos española– había glosado la herencia teórica del abate de Fréjus. Recientemente, la jovencísima Lucia Rubinelli ha presentado al mundo anglosajón a un nuevo Sieyès a partir de los presupuestos de la exitosa e influyente Escuela de Cambridge.

Tajadura sigue en gran medida este camino: se trataría de volver a la historia sin los prejuicios conceptuales del presente, operación habitual que ha convertido el estudio del pasado en un gran relato al servicio de la ideología. Por eso este libro sitúa el foco en el lenguaje y por eso el prólogo corre a cargo de Muñoz Machado, actual director de la RAE. Nos recuerda este que la Revolución francesa fue esencialmente una batalla lingüística. Quien venciera en el terreno de las palabras, vencería en el terreno de las ideas y, por lo tanto, sería capaz de abrir con éxito lo que Koselleck llamaba “horizonte de expectativa”: un nuevo espacio temporal en el que la institucionalidad estaría condicionada por la operatividad triunfante de los conceptos políticos.

Una anécdota bastará para mostrar la importancia de la dimensión semántica. El conde de Aranda ordenó al embajador en París desde 1791, Domingo de Iriarte, que elaborase un diccionario con las palabras que había inventado la Revolución: el resultado fueron 271 vocablos que no solo cambiarían la historia del mundo, sino también de España. Carlos IV intentó por todos los medios parar la invasión léxica francesa prohibiendo todos los periódicos que se estaban creando en España, con la excepción del Diario de Madrid. El Decreto de Libertad de Imprenta de las Cortes de Cádiz dio paso a un torrente de nuevas palabras que ya no nos abandonarán hasta hoy: asamblea, soberanía, nación, liberal, separación de poderes, igualdad o derechos del hombre. Muchas de estas palabras fueron creadas por Sieyès, que planteó la necesidad de construir un nuevo sistema dirigido contra el vocabulario del Antiguo Régimen.

Lamentablemente, el relativismo terminológico –véase el impresionante glosario creado por Carl Schmitt en el laboratorio de Weimar– ha confundido el legado posterior del abate revolucionario. En efecto, fueron los propios franceses quienes atribuyeron a Sieyès un equívoco de grandes dimensiones, a saber: que la idea de poder constituyente, irrestricta y vinculada a la soberanía, tenía que dominar la escena política otorgando al parlamento poderes ilimitados y configurando un doble canon que permitiría distinguir entre dos modelos de democracia, la directa y la representativa. Una lectura atenta de los debates constitucionales en los que participó Sieyès –1791, 1795 y 1799– demuestra que su propuesta conecta mejor con la idea de democracia constitucional actual que con la praxis de la monarquía constitucional decimonónica.

Hay en Sieyès un gran esfuerzo por levantar una democracia asentada en la confianza ciudadana: su recelo hacia la representación sin vínculo y el elitismo virtuoso de los jacobinos se expresa bien en la teorización de un sistema de asambleas primarias que tendrían la función de nombrar a los miembros de las listas electorales, designar a los candidatos para formar parte de la administración o revocar en determinadas ocasiones a los diputados. En su concepción el sufragio no podía ser una función, sino un derecho tendencialmente universal que tendría que ejercerse en el contexto de lo que hoy llamaríamos republicanismo cívico: recuérdese la revista educativa que Sieyès empezó a publicar con Condorcet –censurada por los jacobinos– o su propuesta de crear una milicia popular para defender Francia y la Constitución.

En este sentido, uno de los grandes méritos del libro es el análisis de los memorables discursos de Sieyès, en los debates constituyentes de 1795, en los que para incomprensión de los allí presentes reivindicó la necesidad de establecer un jurado, antecedente de nuestros actuales tribunales constitucionales, que tendría como misión proteger la supremacía de la Norma Fundamental de los ataques del parlamento. Por lo tanto, el poder constituyente soberano debía desaparecer de la escena una vez terminada su principal misión –hacer la Constitución– y dar paso a una estructura jurídica limitada que cerrara definitivamente la Revolución.

Hablar de nación soberana también induce a otro malentendido que ya operaba en 1791: un sujeto político abstracto en manos de los representantes que obviaron que el abate diseñó un pueblo concreto, el tercer estado, con un interés preciso –la protección de la libertad de los modernos– y que reivindicaba el Estado como instrumento de adunation o igualación social y jurídica. Una comunidad política, en definitiva, que no era el producto de un escenario contractualista puro, sino consecuencia de la historia entendida como despliegue del iusnaturalismo que plantearon antes, entre otros, John Locke y Adam Smith. Esta operación colocaba a la sociedad en el centro de la legitimación del sistema, presupuesto que después serviría para dar forma al Estado social creado tras la Segunda Guerra Mundial.

Sieyès, como nos recuerda Tajadura, sobrevivió a la Revolución, pero no al juicio de sus coetáneos. Tras cada fracaso personal se retiró a tiempo para salvar su vida, como cuando fue denunciado ante la Convención y un zapatero declaró que su única ocupación en la era del terror eran los libros. Fue nombrado embajador en Prusia y estuvo detrás del 18 Brumario que llevó a Napoleón al poder. Regicida sin matices de Luis XVI, tuvo que exiliarse en Bruselas catorce años cuando se restauró la monarquía en 1816. Allí compartió destino con su amigo J. L. David, el pintor de la Revolución (por cierto, no se pierdan el delicioso excurso artístico y fotográfico que el autor nos ofrece al final de la obra). Excepcionalmente longevo, Sieyès falleció a los 88 años el 26 de junio de 1836. Le Quotidien de Paris, con fino olfato periodístico, publicó una necrológica dos días después donde podía leerse: “Las ideas de Sieyès estaban ya en el ataúd cuando el abate fue a reunirse con ellas.” ~

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es profesor visitante de derecho constitucional en la Universidad de Cantabria.


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