La liberación de Rumanía

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Mircea Cărtărescu

El Levante

Prólogo de Carlos Pardo

Traducción de Marian Ochoa de Eribe

Madrid, Impedimenta, 2015, 240 pp.

El Levante, de Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), es un fastuoso pastiche. Alrededor de la aventura que constituye el eje del libro –el viaje que emprenden el protagonista, Manoil, y su inverosímil caterva de acólitos (un espía francés, un bucanero feroz, un Antropófago con el mono llamado Hércules, un sabio sufí, entre otros) para liberar su patria, Valaquia, del vaivoda que la tiraniza– se disponen otros libros, otras lecturas, otros significados, por los que el lector se desplaza dichosamente, entre ebrio e hipnotizado. En primer lugar, El Levante es un poema novelado, cuya condición poética se desprende con frecuencia del ropaje de la prosa y cristaliza en versos: en todos los capítulos –llamados “cantos”– se intercalan poemas, que, en algunos casos, como en la literatura del Renacimiento, constituyen historias independientes: así sucede en el extenso romance “Dadme más vino y sonreídme…”, del canto IV. Cărtărescu llama a su libro “poema” o “gran poema” a menudo, y hacia el final aclara: “¿Es que no te das cuenta de que todo en mi poema es únicamente artificio? No te eleves por encima del molde. En gramática puedes ser un Apolo de las declinaciones y los morfemas, pero esto, mon cher, es poesía…” No obstante, el espíritu lírico de El Levante se expresa, fundamentalmente, en un lenguaje enjoyado y una imaginería suntuosa, cuya persuasión debe mucho a la luminosa traducción de Marian Ochoa de Eribe: “¡Zante! (…) Farallón verde rodeado de olas encendidas, como rodea una filigrana de oro el zafiro que un pachá regala a una hurí. Lira de oro arrojada por Orfeo en un bosque que, en lugar de pájaros, alberga pulpos y medusas, y, en lugar de fieras, delfines y morenas crueles.” La minucia de las descripciones impregna el libro de una poética morosidad. Abundan los símiles, algunos de los cuales, hiperbólicos, sobresaltan: en un mismo fragmento encontramos “la vida es dulce como las delicias de pistacho” y “una noche tan oscura como el hierro colado”. Carlos Pardo, el prologuista del volumen, señala que El Levante contiene la comparación más larga de la historia de la literatura: la que “comienza con ‘Manoil terminó de leer y sus ojos…’ y termina, tras Anatolia, China y Ararat, con ‘reflejando las estrellas y los siglos como los ojos de un joven llamado Manoil’”, aunque no estoy seguro de que Proust no haya escrito alguna más extensa. Los juegos tipográficos, a veces caligramáticos, y cierto deliberado aire de melodrama –“todos somos melodramáticos si escarbamos profundamente bajo la sonrisa burlona de la inteligencia”, afirma Cărtărescu– refuerzan, en fin, el perfil lírico del libro.

El Levante es también una obra épica. “Epopeya” la llama asimismo con frecuencia el autor. No hay muchos ejemplos de épica en la literatura contemporánea, y no deja de ser revelador de su propósito subversivo que un poema-relato radicalmente posmoderno, como veremos luego –y, por lo tanto, esencialmente descreído–, abrace este impulso heroico, esta proeza colectiva y casi galáctica. El Levante es la crónica de una hazaña liberadora y también el canto de un pasado glorioso y feliz, cuyo tono recuerda a menudo el de las grandes gestas de la Antigüedad, aunque en su desarrollo se inmiscuyan elementos de la mitología y la literatura fantástica –Cărtărescu no deja de narrar mundos maravillosos, a veces exultantes, a veces sombríos, como ese “zafiro, tan grande como un huevo de pava, del que había nacido el pueblo turco: estaba en un nido de serpiente, envuelto en seda de oro”– y aun de la elucubración metafísica, como “el fantástico ángel [que] vuela con alas de fuego hacia sí mismo y hacia afuera, al ser y al no ser, a través de una realidad vaga y […] un sueño suprarreal”, y que acaso participe en la extraordinaria batalla entre ángeles turcos y cristianos del canto octavo. Pero el sentido épico de El Levante no puede entenderse del todo sin comprender también otra de sus dimensiones: la de manifiesto contra la tiranía; la de canto por la libertad de Rumanía. Cărtărescu compuso el libro a finales de los ochenta, muy poco antes de que cayera el telón de acero y se pusiera fin al siniestro régimen de Nicolae Ceaușescu y su vampírica esposa, Elena, por el expeditivo procedimiento de fusilarlos tras un proceso tan sumarísimo que apenas le quedaba nada de juicio. La reivindicación de un país libre se camufla tras el nombre de Valaquia, el principado rumano más importante desde la Baja Edad Media hasta mediados del siglo XX, cuando se desarrolla la acción de El Levante, y la opresión de los turcos, que, efectivamente, lo sometieron durante más de cuatro siglos y lo convirtieron “en una especie de Bangladesh”: “¿Por qué no tendré miles de ojos, como Argos –escribe Cărtărescu en el canto séptimo–, para poder llorar con miles de lágrimas el terrible estado de mi pueblo, prisionero de los lobos y de las alimañas que desagarran el seno de Valaquia con sus garras afiladas?”

Pero, pese a sus muchos méritos, lo anterior solo habría sido un anacrónico ejercicio literario, un artilugio entre nostálgico y funambulesco, si Cărtărescu no lo hubiera insertado en la más radical modernidad, que no es sino la modernidad rebasada por sí misma: la posmodernidad. En el penúltimo canto, pregunta al lector si ha visto la película Y la nave va. Y explica: “Hacia el final te muestran el plató del rodaje, el andamiaje gigante que sostiene el barco inmenso para hacerte creer que el cabeceo mecánico es de verdad. El procedimiento es posmoderno, así que lo utilizaré también yo.” Y, en efecto, eso es lo que hace a lo largo de todo el libro: mostrar las tripas del invento. Cărtărescu canta las peripecias de sus personajes, pero en ningún momento permite que nos olvidemos de que son eso, criaturas fabuladas, caracteres ficticios, y que es él quien los ha alumbrado. Ese reconocimiento es, por otra parte, un requisito esencial para que nos creamos unas andanzas que, de otro modo, nos parecerían inverosímiles. El autor no deja de interpelar al lector, obligándolo a participar del artificio que es el libro. Y también se aparta de su obra: se disocia, pirandellianamente, de sus personajes y hasta de su propia escritura: “Ay, poeta, soñador, Señor, por qué me habré puesto a escribir esta historia, en qué estaría yo pensando, cuando todos están locos por la actualidad, cuando se escribe poesía de la realidad, la poesía que baja a la calle, cuando –¡uf, me ahogas!– todo el mundo se ha cansado de metáforas, de imágenes, del estilo recargado, de adornos, filigranas, arañas, diablos, solo me hacía falta una epopeya oriental que me tenga paralizado dos años…” La reflexión metapoética introducida en este ejercicio de relativización autoral –y en algunos poemas del libro, como “Todo es escritura, / Todo es holón”, una oda cósmica sobre el arte de la palabra, con escenas apocalípticas– es coherente con ese espíritu posmoderno: Cărtărescu se pronuncia, por medio de la exuberancia orientalista de El Levante, contra el realismo social imperante en la literatura de su país. También son coherentes los elementos paródicos –de los libros de caballerías, de los relatos de viajes, de la literatura contemporánea, de la propia filosofía posmoderna–, la incesante intertextualidad –en el libro se menciona a George Steiner, a Borges y Bioy Casares, a Baudelaire y Byron, pero también a Mafalda, Gramsci y el Che Guevara– y ese bucle final, en el que Manoil saca El Levante de la librería y lee sus palabras últimas, que le remiten otra vez a sus palabras últimas, y estas, de nuevo, a sus últimas palabras, en un círculo inacabable, al que solo cabe poner término si recordamos que El Levante es solamente un libro y pasamos con desapego la página. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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