La marrana negra de la literatura rosa, de Carlos Velázquez

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Carlos Velázquez (Torreón, 1978) ha sido visto por la crítica como un narrador dedicado a la demolición de los clichés de la cultura norteña. Con La Biblia Vaquera (2008), el autor entregó una suerte de libro-manifiesto: un artefacto paródico sustentado en un estilo mutante pleno de regionalismos, cultismos y anglicismos y en híbridas referencias al ámbito mexicano y estadounidense de lo popular. Esta fusión va de la mano de personajes que importan no por su devenir psicológico sino en tanto recipientes de un proceso de destrucción de la identidad; el mayor ejemplo es Espanto Jr., narrador del primer relato, quien funge simultáneamente como “diyei”, santero, luchador y artista plástico en una convivencia carnavalizada que hace ver ingenua cualquier expectativa mimética y que en cambio da fe de un nuevo mestizaje cultural ya imparable. En esa vena, Velázquez cuestiona el estereotipo norteño de lo masculino –violento y sexista– para dar paso, a través de caracteres a quienes no les importa ser cornudos o que asumen su homosexualidad, a la “condición posnorteña”.

Una demolición, pues, en toda regla. Sin embargo, he aquí la perplejidad: ¿dónde estaban vigentes los tópicos norteños atacados por La Biblia Vaquera? No (por supuesto) en la “realidad”, que, aunque pródiga en violencia machista, está poblada no por estereotipos sino por seres humanos con historias particulares. El fenómeno habla del predominio de esos tópicos en plataformas no literarias sino propias de la cultura popular, como podrían ser manifestaciones comerciales, muy presentistas, de la música y el cine. Pero, si hablamos de literatura, hacer descansar la parodia en referentes exclusivamente actuales tiene el problema de la caducidad. Lo que no discierno –quiero decir– es un corpus en que encontremos, por encima de las películas de los hermanos Almada y las canciones de Los Tigres del Norte, literatura prestigiada que trate de manera grave temas de la violencia fronteriza, y que sería portadora de los estereotipos demolidos por La Biblia Vaquera. Antes del Quijote había ya una tradición de “serias” y por lo tanto parodiables novelas de caballería, con por lo menos una obra trascendente. Antes de Los relámpagos de agosto, la narrativa de la Revolución mexicana había entregado libros de ficción “telúrica” que lucían un carácter canónico. ¿En qué corpus había tomado forma “grandilocuente” ese norte literario que La Biblia Vaquera se propuso abatir, siendo que autores como Daniel Sada, David Toscana y César López Cuadras han creado un norte no hierático, sino uno ya pulsado por el humor?

Cuando menos en literatura, no es posible destruir lo ajeno si no se le hace, antes, cosa propia. El escritor satírico primero crea y después hace pedazos sus propios caballeros andantes, sus generales revolucionarios, reducciones identificables de los encontrados en un canon, sí, pero distintas por propias. Pues poco valor tiene desbaratar lo ajeno –uno es de la estatura de sus enemigos– si se trata de, aunque ubicuas, fugaces producciones sin valor artístico. Al no apoyarse en un canon existente, al no construir sus propios machos norteños, La Biblia Vaquera pareciera empeñada en derrumbar no un edificio sino una choza.

Veo el tercer libro de Velázquez, La marrana negra de la literatura rosa, como la demolición del tópico “machismo norteño” ya no solo a través de la fusión verbal y la sátira sino también con armas del enemigo –si acaso para el posmoderno lo son el psicologismo y la verosimilitud. Igualmente omnívoro en
el plano estilístico pero más amplio en dotes narrativas, La marrana desarrolla personajes específicos en circunstancias concretas, lo que equivale a rebajar la preeminencia del gentilicio, que comparte así con la complexión, una discapacidad genética o un defecto en el rostro la condición de rasgos individuales –uno entre varios posibles. El norte no es, así, una ontología sino solamente un escenario.

El joven gordo y cocainómano que, azuzado por su pareja, planea asaltar a su madre ciega (“No pierda a su pareja por culpa de la grasa”) y el travesti que se engancha en una relación con un beisbolista cubano (“La jota de Bergerac”) están delineados con sus características verosímiles. Sin embargo, ese montaje “realista” se diluye en humor ácido cuando los personajes terminan actuando de un modo brutal que refuta por completo su dubitativa conducta previa, poniendo sobre la mesa un programa deliberado que en términos psicologistas es arbitrario pero desde la premisa posmoderna es urgente: la identidad destruida como paso para la reivindicación de una diversa construcción de la sexualidad.

“El alien agropecuario” y el relato que da título al volumen son, por su parte, ejercicios brillantísimos de sátira pura y dura. Ambos relatan un devenir personal a partir de la irrupción de un elemento marginal o bizarro: un muchacho con síndrome de down se incorpora a una banda punk y altera la relación entre dos de sus integrantes; una marrana llega a la vida de un treintón soltero para llevarlo a aceptar su homosexualidad. En este último, el mejor texto del libro, Leonor, la literal marrana negra, funciona como la disimulada emergencia de lo inconsciente que termina estableciéndose, sin azotes dostoievskinos, en la cotidianidad del personaje.

Contrario a cierta ingenuidad galopante, desconozco a la presencia del humor en un texto literario como una virtud en sí. Es una herramienta, bien o mal empleada, que tiene, claro, sus trampas. Velázquez cae en alguna, como el capricho de la mención presentista (“Nos mudamos a un departamento bien nice. Nuestros vecinos eran Bárbara Mori y Christian Martinolli”) que en diez años será críptica. Fuera de resbalones así, el autor recurre tanto a la ironía dramática (la discordancia entre lo que el personaje dice de sí y lo que sus hechos revelan es magistral) como al bisturí analítico (me refiero a definiciones de precisión aforística). Sin embargo, flaco favor le haría el crítico a Velázquez al venderlo como el humorista que con su praxis viene a darle papirotazos en la nariz a tanto santón seriesudo de la cultura nacional o como al valiente devastador de estereotipos de dudosa vigencia canónica. No creo que mi generación tenga la primicia del humor en la prosa literaria mexicana, pues, si bien Velázquez no está solo en cuanto a coetáneos (Antonio Ortuño, Hilario Peña, Eduardo Huchín Sosa, Gabriela Torres Olivares), tampoco se halla sin ascendencia (Crosthwaite, Sada, Ibargüengoitia, Novo, Tario). Lo que me deja ver este nuevo libro es a un narrador que, mediante la sátira y un lenguaje proteico, crea y destruye personajes inmiscuidos en historias de violencia y sexualidad, sugiriendo una exploración simbólica en una geografía muy compleja: ya no el norte sino la sexualidad masculina. ~

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(Culiacán, 1976) es crítico literario y autor de la novela 'Cartas ajenas' (Ediciones B, 2011).


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