La novela de mi vida, de Leonardo Padura

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Leonardo Padura, La novela de mi vida, Tusquets, Barcelona, 2002, 352 pp.

NOVELA
¡No tiene nombre!

Hace muchos años (no voy a revelar cuántos), cuando éramos estudiantes de la calamitosa Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, Leonardo Padura y yo coincidíamos en la oficina de dicha facultad para cumplir con nuestro horario de trabajo. Estábamos "insertados" allí, como se decía entonces con vocablo bastante obsceno. Sicalíptica o no, lo cierto es que la fea palabra "insertados" significaba que estábamos obligados a pasar cuatro horas de nuestra vida de lo más puras, casi santas, escribiendo cartas a máquina y poniendo al día las nóminas escandalosas del profesorado. Pero intentábamos también aprovechar el tiempo que nos dejaban aquellos papeles tediosos para leer La montaña mágica o para ir armando las primeras e ingenuas historias con las que comenzaríamos a ejercitar manos, inteligencias y neurosis. Cuenta Leonardo que escribió un cuento y me lo dio a leer (así suele hacerse a esa edad). Debo confesar que casi no poseo memoria de aquellos estudios universitarios: por fortuna para mi salud mental tengo mala memoria para los malos recuerdos. Por eso debo confiar en su evocación cuando me dice que se trataba del cuento de un hombre que salía un día de su casa y encontraba todo transformado a su alrededor. Aquella transformación general lo menos que podía provocarle tenía que ser, por supuesto, asombro. Ahora mismo, mientras narro su anécdota, la historia me parece excelente, pero subraya él que yo le di un consejo, supongo que con la sabiduría que me proporcionaba ser dos años mayor y llevarle dos semestres de literatura con la doctora Maggi (dicho sea con justicia, no todo era malo en aquella facultad). "Leonardo, dice que le dije, de ahora en adelante nunca pongas signos de admiración en los diálogos". Sospecho que a lo mejor quise aconsejarle que no escribiera más. No lo expresé e hice bien, puesto que, como bien decía Borges, "'la maquinaria del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres". Hice bien por dos razones poderosas. La menos importante es que Leonardo no me hubiera hecho ningún caso; la más importante es cuánto tendría que arrepentirme ahora de semejante exhortación. Confieso que por aquellos años me irritaba su pasión por Hemingway, escritor que yo menospreciaba entonces, acaso porque tanto amaba (y amo) a Faulkner, a Truman Capote, a Carson McCullers, a Catherine Anne Porter. Y presumo, además, que en aquellos tiempos también yo creía que la literatura era como el derby de Epson, donde se apuesta por un potro en contra de todos los demás. Y los años pasaron, como suelen hacer los años, con esa mezcla de piedad e impiedad que los caracteriza. Y Leonardo se hizo, primero, un periodista estrella, y luego un escritor. Nótese que cuando digo escritor prescindo del adjetivo "estrella". No es porque piense, como algunos han querido hacer ver por ahí, con suficiente malicia y sobrada mezquindad, que Leonardo es superior como periodista que como escritor, sino por todo lo contrario, porque un buen periodista puede ser un "periodista estrella", pero un gran escritor nunca es estrella de nada. Las estrellas y los escritores están en las antípodas. Y si alguien resulta radicalmente antagónico al concepto "estrella" ese es Leonardo Padura. No es él ese patético personaje de pretendido andar elegante, barbilla levantada que malgasta su energía en cominerías y chismecitos de pueblo, y acumula páginas en blanco (o páginas farragosas, que es lo mismo) mientras reparte a diestro y siniestro supuestas ingeniosidades. Padura ha ido construyendo su obra en el retiro de su natal Mantilla, todo lo ajeno que ha podido del mundanal ruido. De modo que Padura no sólo se nos hizo escritor: se nos hizo sabio. Y un escritor sabio es alguien de quien se puede esperar cualquier milagro. El lema de su escudo de armas pudiera ser el mismo de Stephen Dedalus: "Silencio, destierro y astucia". Supo construir su jardín de Armida, aunque la Armida de esta historia sea una tierna mujer llamada Lucía. (Una breve digresión, Lucía, un segundo para mencionarte, ya que tú también mereces ser admirada, puesto que sin ti ¿cómo hubiera podido él lograr un encierro tan dulce, tan productivo y tan completo?) Así, mientras alguna parte de los escritores cubanos pierde su tiempo en los corrillos de la frivolidad y en el que parece ser el deporte nacional de algunos, la calumnia, la envidia y el choteo (¡siempre el choteo, oh espíritu glorioso de Mañach!), se ha ocupado él de ir levantando su obra como quería Proust, como una catedral. Hace mucho que tenía deseos de destacar la altura moral de Leonardo Padura, la obstinación con que se ha dedicado a sus novelas, cuentos y ensayos, a espaldas de la tontería municipal que a ratos nos adormece. Tengo necesidad de destacar aquí su adoración casi mística por el trabajo, que debe ser la batalla más ardua (y la decisiva) de cualquier talento. Su humildad y su soberbia, su paciencia y su impaciencia, su concentración envidiable en un país donde todo ha conspirado siempre contra el orden de las ideas. Padura escribe como si poseyera toda la eternidad y como si de tan breve el tiempo no alcanzara. Como quería Emerson, es un hombre en equilibrio, permanentemente centrado. En esta isla de falsos dioses, canículas, holgazanerías y choteos, eso se acerca bastante al heroísmo. Algunos lo han mirado por encima del hombro y con aire de perdonavidas colgándole el sambenito de "escritor policial", lo cual, ya se sabe, no es una combinación demasiado respetable en las sagradas y doradas páginas de la literatura nacional. Yo no pienso extenderme en el elogio de esta novela con la que los lectores se divertirán. "Divertirse" lo empleo aquí siguiendo la amplia definición de Brecht, según la cual, en literatura, hasta la tragedia nos divierte. La novela de mi vida es la novela de todas nuestras vidas. Nace de un desgarramiento, para elevarse sobre él y ofrecernos un estudio de lo que fuimos y de lo que somos (y acaso seremos) nosotros, los cubanos (si es que por fin somos algo). Sé que marcará un momento muy significativo en la novelística cubana actual, pero estas frases tremendas de crítico o, lo que es lo mismo, de pitonisa cursi, suenan por lo general a tópicos y voy a ahorrármelas en nombre del decoro. Contaré simplemente que fui jurado del Premio de Novela de la Casa de Teatro de Santo Domingo, esa institución milagrosa que dirige un hombre inteligente, enloquecido y único, es decir, bueno, llamado Freddy Ginebra. Éramos los jurados un amigo dominicano de muchos años, Andrés L. Mateo, la escritora puertorriqueña Mayra Santos Febles y yo. Primero, Mateo y yo nos reunimos en las severas oficinas de la Biblioteca Nacional de República Dominicana. No había nada que discutir. Los dos llevábamos un libro único. "Esto no tiene nombre", dijimos admirados, a coro. Mayra Santos Febles, que no pudo llegar a tiempo, llamó urgente desde San Juan: "Esta novela no tiene nombre". Era, por supuesto, una de esas frases tontas y admirativas, porque como ustedes supondrán la novela sí tenía nombre y era La novela de mi vida. Se destacaba del resto de las novelas presentadas de modo realmente prodigioso. Revelado este secreto de jurado, cometido este faux pas, sólo me resta dar las gracias a Leonardo por recuperarnos a Heredia y su tragedia de desterrado. Su preocupación por él sólo puede llegar por la vía de su eticidad. Gracias por mostrarnos que en ese Heredia estamos todos nosotros, como siempre, rodeados por las bellezas del físico mundo y los horrores del mundo moral. ~

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