“La sombra del apostador”, de Javier Vásconez

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La primera línea

Javier Vásconez, La sombra del apostador, Alfaguara, México, 1999, 227 pp.

Los buenos cuentos tienen lugar. Se desarrollan en un espacio específico. A esta advertencia de Rudyard Kipling se podría añadir quizá otra: la  literatura digna de su nombre es capaz de transportar al lector fuera de la caverna de la historia, más allá de las paredes donde se sucede el espectáculo atroz de la historia; es capaz de despertarlo. Pero este  despertar irónicamente se cumple a través del sueño. Como si sólo fuese posible romper el sueño —la pesadilla— de la historia mediante un esfuerzo por contar —y contar verdaderamente es volver a contar— la historia de los sueños. Un esfuerzo por desvelar la historicidad de los sueños.
     La lectura de la novela La sombra del apostador (1999) de Javier Vásconez —como antes la de El viajero de Praga (1996) o de los cuentos incluidos en Un extraño en el puerto (1998)— me ha dejado un sabor a sueños antiguos y exactos. He recordado con su lectura ciertos cuentos de Hawthorne y de Kafka, de Melville, Onetti y García Márquez, que tienen en común entre sí una impregnación onírica, un magnetismo fantástico y una fantasía imantada que no sólo los vuelve memorables sino que resulta ser la prueba misma de su verdad, de su autenticidad. Esta condición magnética tiene que ver desde luego con la asidua frecuentación de  ciertos sitios —de ciertos yacimientos  imaginarios— en relación con los cuales la fábula escrita es como el salitre, el musgo de cristal calcáreo que prospera gracias a la humedad subyacente.
     La sombra del apostador es una novela que guarda en lo posible las apariencias de la novela policiaca. Cuenta —pretende contar— la historia de un asesino a sueldo, un ex presidiario recién liberado a quien un personaje misterioso le encarga asesinar a un jockey durante una importante carrera en el hipódromo de esa misteriosa y lluviosa ciudad en la que el lector puede reconocer a varias de las ciudades de esa América de Altura, severa y montañosa, taciturna y como construida en sueños, a que tan bien supo aludir Pedro Henríquez Ureña. Sobre la sombra del asesino se van proyectando otras siluetas: la del hipódromo y su pequeño mundo ecuestre y, más allá, la de la ciudad misma —una trama civil y cortesana donde se entrecruzan como en un auto sacramental las cifras alegóricas del coronel y del alcalde. Esas sombras y siluetas no están fijas, oscilan, fluyen y en su fluctuación dibujan una cauda: la novela que seguimos como un sueño.
     ¿Sorprenderá a alguien la capacidad de realización y caracterización de los personajes?
     Me doy cuenta de que he empleado varias veces hasta aquí las voces sueños, soñar. Hablar de estas emanaciones de la mente y del cuerpo, invocar su consistencia a la vez etérea y viscosa, densa y  volátil, es una forma de aludir a la fuerza erótica, al amoroso aliento que envuelve cuerpos y espacios, tiempos y palabras. La sombra del apostador es una novela que gravita en torno al amor y de hecho cabe ser leída como la historia de un encuentro (des)amoroso entre un hombre —el asesino— que es fiel a la muerte y una mujer que es fiel a los muertos. Novela amorosa también por la forma morosa y detenida, contemplativa en que el autor va acariciando los paisajes y personas que modela con la arcilla de su memoria y de su imaginación. Este afecto hecho de nostalgia y melancolía le permite al autor hacer astillas la oposición tajante y falsa entre realismo e invención fantástica. Esta virtud está asociada a otra: la capacidad de dar realidad, esperar a los personajes. La virtud cardinal de la escritura narrativa de Javier Vásconez: la disolución humorística del antiguo pacto naturalista y edificante en aras de un contrato narrativo donde pueden convivir el dominio de la verosimilitud y la imaginación galopante. Como en una carrera de caballos donde el jockey experimentado sabe guardar las energías de su caballo durante los primeros momentos de la carrera para desencadenarlas poco a poco pasada la mitad de la carrera, así el narrador de La sombra del apostador va  administrando, impulsando y frenando el ritmo de su historia hasta imprimirle en las últimas páginas una vertiginosa velocidad imaginativa. Y de la misma manera en que un jockey sabe que puede fustigar al caballo para que corra mejor pero que no por eso es en modo alguno superior a la bestia y en que es consciente de que el caballo es más valioso que él, de esa misma forma se advierte en el narrador que  cabalga Javier Vásconez un instinto sutil para seguir el paso de la historia, una  humildad y una obediencia profundas  ante los designios de la fábula para que ella tome vuelo por sí misma. La otra virtud cardinal de La sombra del apostador es su fluidez: la soltura de un impulso narrativo que, al saberse reservar, crea espacios y como una varita de incienso abre el aire. Palpita una melancolía onettiana y una  gozosa lentitud narrativa que remite a Jane Austen y a la novela clásica inglesa.
     El idioma es terso, no desdeña las voces locales del Ecuador pero no incurre nunca en la complacencia pintoresca. La geografía imaginaria creada por Vásconez es y sólo podía ser latinoamericana. Esto significa que se trata de una geografía imaginaria ambigua, mestiza. La fuerza de la literatura escrita por Javier Vásconez se debe acaso precisamente a la fidelidad con que sigue y cristaliza y envuelve esa ambigüedad. Tan bien la cristaliza que la transforma en sus historias en un espejo. Ese espejo recorre el suelo y el subsuelo, el escenario y las bambalinas, el salón y la cocina, las luces y las sombras de ese teatro a veces profano, a veces no tanto que es la historia secreta de América Latina.
     En el texto escrito para presentar esta novela en México, Javier Vásconez habla del "narrador mestizo" que anima tanto La sombra del apostador como El viajero de Praga. Yo, sin conocer ese texto, me he  referido a la fidelidad del autor a una "geografía imaginaria ambigua, mestiza". No es del todo casual la reiteración de esta voz. La palabra remite por su raíz a mezcla, mixtura. Para ceñirnos a La sombra del apostador quizás habría que decir que la novela elabora una unidad imaginativa a partir de una realidad heterogénea (una geografía imaginaria abigarrada como lo es la de América) y a través de recursos narrativos desiguales y diferenciados. Vásconez trasciende el laberinto de las semejanzas y de las diferencias creando —hay que insistir en ello— una unidad imaginativa, un mundo que novela a novela va decantándose y sentando sus reales en la literatura latinoamericana. Ese mundo no es en modo alguno utopía. Sólo se puede definir como un sueño impregnado de intermitencias obsesivas e irracionales. Un sueño muy parecido al que nos envuelve, a nosotros americanos. Quizá por ello La sombra del apostador puede ayudar a despertarnos. –

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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