Santiago Loza es dramaturgo, y además escribe artículos y guiones. Con algunos de esos guiones hace películas que a veces lo llevan a festivales como el de Berlín, Locarno o San Sebastián. Entre las novelas que ha escrito está El hombre que duerme a mi lado, que en 2017 se publicó en su Argentina natal y que ahora sale en España con Paripé Books.
Para exponer esta historia pequeña y escalofriante, el formato de novela corta que ha elegido Loza parece el más adecuado. Así podemos asistir sin sensación de artificio al atropellado monólogo interior de Nelly, una mujer mayor a la que, cuando arranca la novela, encontramos a bordo de un autobús de camino a la ciudad donde vive su único hijo, Mauro. Ya desde el principio comenzamos a sentir congoja, pero no solo por la situación de la casi anciana que se ve obligada a abandonar su casa y sus costumbres porque su estado de salud aconseja que no siga viviendo sola, sino también y sobre todo por el torrente de la mente en marcha, porque parece que la persona a cuya vida se nos invita a asomarnos se ha convertido en un recipiente en el que se baten los pensamientos obsesivos.
El lugar donde la acción se fragua es la mente de Nelly, y desde allí, cuando ya no quepa, saltará al mundo que comparte con los demás, modificándolo de una manera que sorprende a todo el mundo, porque no habían visto venir esa tormenta oculta hasta el momento. Cosas como esa pasan todo el rato en nuestras vidas. Hay un chiste antiguo que cuenta cómo a uno que va conduciendo se le pincha una rueda. Distingue una casa en la distancia, y se acerca andando para pedirles un gato. Pero a medida que avanza va pensando que a lo mejor no hay nadie, o que a lo mejor no tienen gato, o que lo tendrán pero que no se lo querrán prestar, o que le van a responder con alguna chulería, y para cuando llega a la puerta de la casa está tan encabronado que, cuando se la abre el bien dispuesto habitante, le espeta “¿Sabe lo que le digo? Que se puede meter el gato por donde le quepa”, antes de largarse ofendido. Algo así, a otra escala, es lo que le sucede a Nelly en El hombre que duerme a mi lado. La mujer apenas se relaciona con el mundo, pasa los días con su hijo y el novio de este, Daniel, salen a hacer un recado o cenan juntos. La convivencia resulta a veces rasposa, pero en general toda la acción exterior es muy leve: todo el asunto sucede en la psique de la mujer. Ahí se mezclan las percepciones, los recuerdos y las sensaciones de fracaso, que van reaccionando hasta alcanzar un punto de ebullición que lo hace saltar todo por los aires.
El monólogo interior se ve alentado por algunas escenas sencillas, como las pequeñas discusiones entre los habitantes de la casa, la visita a la frutería o la llamada telefónica a la Pirucha, la amiga de Nelly que se ha quedado en su casa durante su ausencia. Las conversaciones con los otros personajes, aparentemente amables, cándidos y tranquilos, se cuentan desde el punto de vista de la cada vez más delirante Nelly, que se apoya en esas infiltraciones para seguir ascendiendo por la escala de la enajenación. A veces llega a ponerse desagradable para que los demás reaccionen exasperados y ella vea justificados sus prejuicios. De tanto en tanto vamos conociendo detalles de su vida, rehaciendo su historia. En medio de la aprensión que pueden provocar sus lacerantes ataques de ira, sentimos compasión por esa mujer, porque curiosamente entre la bruma de la muy humana neurosis se distingue de vez en cuando al animal que aspira a ser querido y abrazado, y que se revuelve si no lo consigue. Es especialmente inquietante la relación consigo misma que revelan los soliloquios, la limpieza demencial con que asocia una imagen recordada con un arrebato de ira o con una apreciación sardónica, cómo una pena es tan grande que la autocompasión se transforma en cinismo, y resulta perturbador cómo al leer podemos ir reconociendo, más allá de la máscara de la mujer amargada, cómo operan nuestro corazón y nuestra mente. Por otro lado, en algunos momentos, cuando ella recuerda el candor de su juventud y recupera su propia imagen como una joven expectante, aflora el fondo intacto pero tímido de la bondad espontánea y de la belleza momentáneamente invicta.
Los delirios de Nelly se alternan con otros capítulos en los que su hijo mantiene una conversación con otra persona. Se da un gran contraste entre el desparrame emocional y verbal de la mujer y la concisión a veces conmovedora que define los segundos capítulos dialogados. Son dos maneras de aproximarse a un hecho, dos movimientos de atracción y retirada: en un caso nos dirigimos a él mediante meandros y tortuosos desvíos, en el otro tenemos que alejarnos para poder contemplarlo.
La sencillez esencial de El hombre que duerme a mi lado acerca la novela a las tragedias clásicas. Los elementos que la componen (personajes, hechos, acciones) son arquetípicos. Y en medio del perfectamente construido parlamento, que es un modelo de edificio descompensado, parecen brillar para el lector la advertencia de que hay que tener cuidado con cómo nos tratamos a nosotros mismos, una llamada a la compasión y el recuerdo de que vivimos en medio de lo que no comprendemos.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).