Las aventuras de Wesley Jackson, de William Saroyan

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Con la publicación de Las aventuras de Wesley Jackson (1946) la editorial catalana Acantilado suma ya, en menos de tres años, cuatro libros de uno de los autores más entrañables de la literatura norteamericana del siglo XX. Se trata de William Saroyan (1908-1981), escritor cuyos primeros libros –entre los que se incluyen los reeditados por Jaume Vallcorba: El joven audaz sobre el trapecio volante (1934; 2004), La comedia humana (1943; 2004) y Me llamo Aram (1940; 2005)– fueron celebrados por la crítica y acogidos calurosamente por los lectores en todo el mundo. Poco a poco ese entusiasmo se fue diluyendo tras la etiqueta, puesta sin duda injustamente, del extremo sentimentalismo de su estilo literario, bautizado como saroyanesco. Quizá el optimismo en medio de la adversidad de las historias que contaba Saroyan durante la época de la Depresión dejó de ser valorado cuando los norteamericanos por fin tuvieron un respiro y abrieron los ojos ante el botín dejado por la Gran Guerra, y la devoción por las cosas sencillas del mundo, como el amor, la lealtad y el respeto por la verdad profunda que hay en los hombres dejó de estar de moda.

“El escritor es el anarquista espiritual que cada hombre lleva en el fondo de su alma. No está conforme con nada ni con nadie. Es el mejor amigo y el verdadero –gran– enemigo de todos. No marcha con la multitud ni la aplaude. El escritor es un rebelde que nunca se detiene” escribió Saroyan en 1958, y siempre fue consecuente con esas palabras, desde mucho antes de escribirlas, y hasta sus últimos momentos de lucidez, cuando decidió que después de su muerte sus cenizas fueran regadas, la mitad en Fresno, su ciudad natal, y la otra mitad en Armenia, de donde procedían sus ancestros y una buena parte de los personajes de sus historias.

Cuando el gobierno norteamericano otorgó un permiso al soldado Saroyan, quien estaba apostado en Londres, para escribir una novela en la cual se fomentaran las relaciones entre ingleses y estadounidenses, jamás previó que se enfrentaba ante alguien con sus propias ideas sobre la guerra. Tras un encierro de varias semanas en el Hotel Savoy, Saroyan entregó el manuscrito de Las aventuras de Wesley Jackson, con lo cual no sólo se le negó la recompensa prometida, que consistía en viajar a Nueva York para ver a su esposa Carol Marcus y a su hijo recién nacido, Aram, sino que estuvo a punto de ser sometido a una corte marcial. La novela no se publicó hasta 1946, cuando la guerra ya había terminado y se había extinguido la posibilidad de una represalia por parte del ejército estadounidense. Pero, cabe preguntarse, ¿por qué se enojaron tanto con el libro? Las peripecias del soldado Wesley Jackson no tienen nada de particular; ocurren tal cual debieron haber sido las de cualquier norteamericano en los últimos años de la guerra, están llenas de todas esas cosas que un muchacho de diecinueve años hace mientras espera a que pase algo, con una idea fija en la mente: “no saldré vivo de aquí”. El problema, quizá, radica justo en ese punto: el libro se va convirtiendo paulatinamente en una muestra gráfica del absurdo de la guerra, de lo injustos que pueden ser los oficiales del propio ejército y de lo normales que son los militares del bando contrario, de lo que se pierde (que en el caso de un joven es muchísimo) y de lo poco que se gana.

Hubiera bastado una lectura rápida del cuento “Id vosotros a la guerra”, incluido en El joven audaz sobre el trapecio volante, para darse cuenta de que William Saroyan no era precisamente el escritor indicado para hacer una loa a la guerra. Ahí el personaje se resiste, desde una perspectiva interior, completamente existencial, a acudir al llamado de las armas hasta el último momento. Un instante antes de golpear al oficial que se presenta en su casa para arrestarlo por deserción, Enrico Sturiza, el personaje, piensa: “Ésta es mi habitación y en ella he creado una pequeña civilización, y este sitio es para mí el universo, y no tengo ganas de que se me lleven”.

En muchos sentidos, Las aventuras de Wesley Jackson es un concentrado en el que convergen varias rutas narrativas que Saroyan exploró a conciencia a lo largo de toda su obra. Entre los personajes del libro se desarrollan poderosos lazos filiales y fraternales que cobran dimensiones inusitadas, como en toda la obra de Saroyan, al igual que una fuerte conciencia de, como los llamaría Jorge Luis Borges, los mayores, es decir, los ancestros. También retoma, por poner un último ejemplo, la veta epistolar, que comienza con La comedia humana –cuyo protagonista, un niño de catorce años, es mensajero del telégrafo y recorre en su bicicleta el pequeño pueblo de Ithaca para entregar en propia mano, entre otros, los telegramas mediante los cuales el ejército informaba a los familiares de los soldados muertos– y tiene su apoteosis en Cartas desde la Rue Taibout (1969), en el cual es la voz del propio Saroyan la que hace un ajuste de cuentas y envía cartas a cada una de las personas que fueron importantes en su vida, desde el compañero de escuela al que pide perdón por haberle puesto un apodo denigrante que lo marcó, hasta Dios o el presidente de Estados Unidos. En Las aventuras de Wesley Jackson, en la primera carta que recibe Wesley en su vida, el párroco de la iglesia le comunica que es escritor, luego una carta que le escribe él a su propio padre, para tirar después a la papelera, es rescatada por su amigo y enviada a una revista, y se convierte en su primer texto publicado. Hay más cartas importantes para Wesley, pero quizá baste con un personaje –símbolo del propio Saroyan–, que se la pasa viajando y enviando, desde la ventana de los hoteles que pisa, cartas dirigidas “A la gente del mundo”.

Si bien este libro marca el comienzo del fin del éxito de Saroyan como novelista, tiene todo lo que cultivaría siempre el gran escritor de marcado origen armenio: mucho amor y un dolor muy grande, pero nunca la mal llamada sensiblería saroyanesca que algún crítico con mala leche y poco sentido literario le endilgara. ~

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