El asesinato de John F. Kennedy es quizá el hecho político más polisémico de la historia del siglo XX norteamericano. Es probable que no se haya dibujado aún el diagrama que comprenda todas las causas y las repercusiones de este hecho. Pero lo cierto es que afectó a la manera en que los norteamericanos veían su país, quizá inaugurando la solidificación de un bloque de la sociedad civil que ejercitaría a lo largo de los años sesenta y setenta su conciencia crítica. Afectó también la manera en que los norteamericanos se miraban a sí mismos, mucho antes del once de septiembre de 2001. Si después del atentado a las torres gemelas la nación se sabe vulnerable a los ataques del exterior, allá, el 22 de noviembre de 1963, se sabe vulnerable a los ataques desde el interior. Esto, por supuesto, si uno suscribe alguna de las teorías de la conspiración.
El caótico informe de la comisión Warren señalaba a Oswald como asesino único, pero una comisión especial del Congreso expuso conclusiones distintas en 1979: se acepta la posibilidad de que más de un francotirador actuara en la escena y la posibilidad de una conspiración en la que podrían haber participado miembros del crimen organizado.
Que Don DeLillo elija la conjura para estructurar Libra puede sorprender poco, por lo que es necesario colocar la novela en perspectiva. Leída hoy –después de la película de Oliver Stone, JFK (1991) y del furor conspirativo que desataron los atentados a las Torres Gemelas–, la novela no luce inflamatoria, pero debemos recordar que la primera edición en inglés es de 1988, cuando se cumplían apenas 25 años de la muerte de Kennedy, siendo ya entonces una de las primeras, y sobre todo más inteligentes, voces en manifestar una disensión monolítica ante el discurso oficial. Así que es bastante anterior a la malhadada cinta de Stone, basada, según los créditos, sólo en los libros Crossfire: The Plot That Killed Kennedy de Jim Marrs y On the Trial of the Assasins de Jim Garrison, pero que parece haber recibido también fuertes influencias de Libra.
Y si Libra es la gran novela del asesinato de Kennedy se debe a que está fundamentada en una organización gubernamental (la CIA) y en un hombre de la calle (Oswald), es decir, en dos grandes mitos del caso, casi dos abstracciones o “conceptos”. Para ello, en un extremo, DeLillo propone que la conspiración no fue orquestada en el seno de ningún departamento oficial de la CIA (como han afirmado otros), sino que es el producto de un trío de agentes de la CIA quienes, después de fracasar como artífices en Bahía de Cochinos, deciden espolear a la opinión pública para que se justifique una invasión en toda regla a Cuba, eligiendo como medio un atentado al presidente. En principio ellos sólo querrían que “pareciera” un atentado, no que muriera Kennedy, pero las cosas van más lejos.
En el otro extremo el libro es la biografía novelada del supuesto asesino, de la Némesis de Kennedy, Oswald. Su punto de mira no es el de un héroe ni el de un paladín de la verdad, como pretendían serlo el Jim Garrison real y el personaje de Kevin Costner (encarnación de una defensa a ultranza de los “mejores valores” norteamericanos). El personaje de DeLillo es polivalente, lleno de matices y contradicciones profundas, es el antihéroe: un chico pobre que nunca llega a nada, de altos ideales pero de recursos inexistentes, confundido, siempre, permanentemente confundido. Su confusión semeja el pulso de esa nación. Pues resulta a todas luces espeluznante (y realista) que queriendo ser el típico joven norteamericano de su época (estudios, servicio en el ejército, esposa e hijos, trabajo constante) el sistema mismo parezca decidido a llevarlo a los polos opuestos (estudios truncos y pobreza, servicio en el ejército y deserción a la URSS, esposa –soviética–, necesidad casi patológica de encajar, donde sea) y que acabe en manos de quienes lo manipulan para convencerlo de que su destino y su entrada en la Historia (el acto más patriótico que puede acometer) surgirán de disparar al presidente Kennedy. El personaje de DeLillo es, en pocas palabras, hijo de un clima, de una atmósfera en la que todo se malogra y en la que la Historia es el pez que se muerde la cola. Y la novela es la crónica de su caída en desgracia, la caída del país hacia el despertar del sueño americano. No es casual, la muerte de Kennedy marca el comienzo de la pesadilla política: de la intensificación de Vietnam a la segunda Guerra del Golfo. También es Oswald el enojo del ciudadano que se siente traicionado por su gobierno. Pero no sería el único. También se sienten traicionados los agentes de la CIA que fracasaron en Cuba, la mafia (que ha perdido sus beneficios en el país caribeño), los anticastristas y los exiliados cubanos, entre un largo elenco. Y, finalmente, Oswald es el idealismo, la ingenuidad, es el único que no entiende bien los pliegues de la política real. El único que no entiende de secretos; al contrario que su verdadero antagonista, la CIA.
El personaje que ata la novela con el presente es Nicholas Branch, un ex agente contratado para redactar “la historia secreta” del asesinato de Kennedy –la Agencia le proporciona toda la información necesaria– y que lleva ya 15 años dedicado a rastrear las huellas de todos los participantes. Sabemos desde el principio que no llegará a esclarecer el misterio del todo, pero sí alcanza a plantearse algunos descubrimientos de inquietante naturaleza. Concluye que el tema de su investigación no es “la política o el delito violento, sino hombres en habitaciones pequeñas”, las acciones que estos planean ahí, las conspiraciones que, inevitablemente, “conducen a la muerte” y, por tanto, los secretos. El objeto de estudio de este investigador son los secretos y su trasmutación alquímica en realidad histórica. En su opinión la agencia había “desarrollado una formidable teología, una recopilación formal y cifrada de conocimientos que básicamente servían de material de juego, el mantenimiento de secretos, uno de los placeres y conflictos más agudos de la infancia”. Por eso resulta sencillamente obvio que Oswald sea el protagonista, porque no hay nadie más alejado de ese laboratorio de verdades que el ciudadano común. Y no hay nadie más cercano a la verdadera desesperación y a la acción que el ciudadano común. La Agencia prefigura la Historia pero es él quien aprieta el gatillo. El que impulsa el fiel de la balanza. La Agencia es el ministerio de los secretos, una especie de dios de mil cabezas que ocupa un lugar de suma importancia entre los diversos cultos de los norteamericanos. La novela de DeLillo es, por todo esto, la esencia de la épica, tiene todos los ingredientes para una tragedia de proporciones bíblicas, monumento no poco apropiado a las desmesuras de una democracia como la estadounidense.
DeLillo dice en una nota final que su novela “no pretende aludir a la verdad literal”, que “es posible que los lectores encuentren refugio en ella: un modo de pensar en el asesinato sin las limitaciones de las verdades a medias”. A diferencia de Oliver Stone, que sólo busca la Verdad, en todo su mayúsculo y burdo tamaño, DeLillo ha querido cultivar un jardín de reflexión. Recuerda un poco la magistral frase que Francis Ford Coppola dijera en Cannes, cuando premiaron su Apocalipsis Now, y en el ánimo de responder a quienes criticaban la cinta como totalmente distanciada de la realidad de la guerra de Vietnam: “Mi película no es sobre Vietnam, es Vietnam”.~