La victoria más personal que partidaria de Vicente Fox en julio del 2000 suscitó efervescentes esperanzas en amplios círculos de México. También avivó la curiosidad de los académicos que siguen con interés la trayectoria política, institucional y económica de este país.
Este importante giro implicó la ruptura, en el imaginario colectivo, del poder hegemónico del PRI, mantenido durante décadas, y alentó variados estudios y comparaciones de diferente jaez, pues el tránsito a un nuevo estilo presidencial y a una constelación divergente de las fuerzas en juego provocó no sólo expectativas de genuina democratización, sino referencias a otros regímenes, como el español, el polaco o el checo. Como en estos últimos, también en México estaría despuntando se dijo, e incluso se aseguró una transición auspiciosa que pondría fin a abusos impunes, como la arrogancia estatal, la corrupción difundida, el control directo u oblicuo de los medios de información, el clientelismo, el descontrol financiero, la desmesurada concentración de los activos y del ingreso, y la indiferencia a los derechos humanos. Además, el cambio ha de implicar si es leal a su lógica interna que se establezcan límites al presidencialismo desorbitado, y que mejore sustantivamente la inserción mexicana en los mercados y en las políticas internacionales.
La intención de Luken Garza y Virgilio Muñoz, en este texto, es traducir y ponderar las ascendentes expectativas a través de entrevistas a un grupo selecto de actores: académicos, periodistas, políticos profesionales, consejeros de empresas e incluso a un representante de la Iglesia Católica. Cabe notar de inmediato una ausencia: los empresarios y banqueros que, en las circunstancias emergentes, después de tres años de camino, parecen constituir los principales protagonistas y beneficiarios del cambio.
Sin duda, dar la palabra a guionistas y participantes de la transición constituye una manera complementaria de organizar datos e impresiones que aluden a este pasaje significativo. Son historias orales que enriquecerán o no los hechos. O, como los entrevistadores dicen con acierto: “… se trataba de reunir una serie de testimonios … sobre esta transición … hombres y mujeres que ‘no se juntan’ pero que, sin embargo, se complementan en la riqueza de su visión…” (p. 7).
Sensato propósito que apenas se alcanza. Y no por negligencia de los entrevistadores ni por inconsistencia de los entrevistados. Pero los 31 entrevistados especulan caprichosamente sobre temas diversos y dispersos. Los comentarios presentan con frecuencia la forma de un “discurso automático” que no sólo agravia la sintaxis castellana, sino que refiere contenidos que muy poco dicen sobre los temas relativos al tránsito político mexicano. Algunos de ellos desovillan una superficial historiografía de México a partir de los cuarenta; otros esbozan narraciones autobiográficas recorridas por un irritante narcisismo; y también cabe hallar prédicas y proclamas a favor de un “México mejor”, “más esclarecido”, “de superior madurez cívica”, sin que se puntualice cómo han de realizarse tales aspiraciones.
Esta ausencia de concentración en los temas pertinentes para el nuevo rumbo de la política mexicana revela la justificada desorientación de los comentaristas. Desorientación causada por la abrumadora incertidumbre inherente a la transición, y que el presidente Fox no parece diluir hasta el momento.
Ha de reiterarse: los compiladores de estas entrevistas no son responsables por sus contenidos a veces deshilvanados. Tal vez anticiparon y permitieron esta retórica caótica a fin de reflejar la ausencia de un paradigma explicativo. Confundidos, los protagonistas tradujeron críticas, buenos deseos y enojos. Y también la inseguridad de lo que habrá de revelar el tránsito a un nuevo estilo de gobierno. El resultado, en cualquier caso: un conjunto de comentarios y reflexiones que pretenden evaluar el trasfondo, la dinámica y las perspectivas de la transición mexicana. Importante como testimonio personal e historial oral. De aquí la pertinencia de esta obra.
En seguida se alude a las piezas que más impresionan por su valor en la doble connotación de esta palabra. Decisión subjetiva, acaso arbitraria.
Sergio Aguayo Quezada pasa revista a las negociaciones dirigidas a concertar una alianza PAN-PRD a fin de gestar una alternativa viable al gobierno priista. “La frivolidad de algunos de nuestros prohombres” (p. 13) lo habría conducido a la esfera pública, arriesgándose al decaimiento de su actividad académica e incluso a un castigo que juzga inmerecido (“me bajaron el nivel en el Sistema Nacional de Investigadores”, asegura en la p. 17). En este menester político también debió encarar figuras como la de José Ángel Gurría, “que me odiaba con toda su alma”. Pero sus gestiones alcanzan mesurado éxito cuando “el tema de los derechos humanos es incorporado a la cultura política” (p. 19). Para este autor, la democratización mexicana fue alentada por la rebelión zapatista, hipótesis con la que coincidirán otros entrevistados. Y anticipa: “en un momento de crisis de legitimidad de Fox, Marcos y el EZLN pueden asestar un golpe muy duro” (p. 21). No elabora este asunto. Por el contrario, a renglón seguido retorna a Salinas y a 1994, y subraya la influencia de la Alianza Cívica y del Instituto Federal Electoral en la preservación de la higiene electoral. Malgré Salinas.
El testimonio de Jorge Castañeda es importante, en especial si se considera su actuación ulterior en el gabinete foxista y su reciente alejamiento para retornar acaso por otro cauce. Recuerda la formación del Grupo de San Ángel (1994), que muy pronto lo decepciona, y la amistad “muy estrecha” que lo unía a José Córdoba Montoya. Presenta interés el breve retrato que esboza de Cuauhtémoc Cárdenas, a quien Castañeda se aproxima después del fraude de 1988. A su parecer, Cárdenas es un hombre de integridad impecable, pero con actitudes excesivamente rígidas, arraigadas, inalterables. No habría podido derrotar al PRI, pues su figura e ideas son incongruentes con las necesidades de finales del siglo XX (p. 28). Castañeda empezó entonces a vislumbrar otros candidatos más viables: Manuel Camacho, Vicente Fox y Porfirio Muñoz Ledo. Entre estos personajes, se decide por Fox. “Tenía agallas… y carisma… con él me podía entender muy bien…” (p. 28). Además, gozaba Fox de márgenes amplios de libertad, pues no le debía lealtad absoluta al PAN. Castañeda se atreve a anticipar escenarios: ¿qué sucederá en el 2006? Menciona a López Obrador y a Rosario Robles como probables candidatos presidenciales. Y habría otros que se abstiene de mencionar “porque se enojarán conmigo”. Su deseo: la materialización de las dos vueltas legales (como en Brasil, recuerda), que darían lugar a una victoria decisiva. Sin embargo, al lado de estos anticipos, Castañeda subraya que la ciudadanía ya no cree en los partidos; por lo tanto, hay lugar viable para un personaje independiente, desligado de instituciones y compromisos que estrechan los grados de libertad.
Soledad Loaeza niega enfáticamente que en México haya existido un régimen unipartidario (p. 53). Hegemónico, sí. Por lo tanto, las comparaciones con los países de Europa oriental son impertinentes. Hace un recuento histórico del PAN, indicando que el catolicismo le dispensó a sus partidarios una identidad distinta a la derivada de la Revolución Mexicana. La filiación religiosa le confirió a Acción Nacional una profunda raigambre en algunas regiones del país. Pero hoy se ha convertido en un partido de “notables locales” (p. 59), apoyados por la COPARMEX y el Movimiento Familiar Cristiano. Loaeza no amplía. Retorna al tema de las libertades relativas de las que México siempre habría gozado, y por virtud de estos dilatados espacios llega a la idea de la “transición”, importada a México asegura por Jesús Reyes Heroles después de contemplar las experiencias de España, Portugal y Grecia. Parece desconfiar del carácter democratizante de la transición, puesto que “el pluralismo es una noción muy incómoda para los católicos, como era también muy incómoda para los comunistas” (p. 64). Al final de cuentas concluye, el PRI no fue ni es la mayor amenaza: lo es el presidencialismo hiperbólico.
Entre los políticos entrevistados, suscitan particular interés las explicaciones de Manuel Bartlett sobre “la caída del sistema” (pp. 244 en adelante), tema recurrente en el texto. Asegura que “ningún proceso fue tan transparente como el de 1988”. La información de los resultados, que hasta ese momento se dilataba hasta ocho días, fue reducida a tres. Los recursos para obtener y clasificar los datos electorales eran reducidos. No existía aclara un exit poll porque estaba prohibido. En Estados Unidos se conocen los resultados en muy poco tiempo porque existen encuestas de salida. Y los instrumentos de registro son rápidos. Cuando “ellos” ( no obsequia nombres) hablaban de fraude, las casillas aún no se cerraban. Y para concluir sus explicaciones, que se leen algo exaltadas y apologéticas, Bartlett arremete contra Manuel Camacho por “sus declaraciones absurdas” al término de la jornada electoral. Camacho habría pedido negociar con el PAN de inmediato, a fin de impedir la aplastante derrota del PRI. “No entendieron Salinas y Camacho que negociar sin datos era sembrar la duda histórica sobre la posible derrota, sin necesidad” (p. 251). Al final de cuentas remata, Fox llegó al poder con el sistema electoral que el PRI puso en operación. Y en cuanto a la transición, ésta es ilegítima, pues significa el ascenso de la derecha al poder, corriente que querría cambiar la Constitución en connivencia con intereses extranjeros. Bartlett muestra aquí un robusto nacionalismo, y concluye elogiando al Instituto Federal Electoral, a pesar de los gastos excesivos que demanda y en los que incurre.
Enrique Krauze apunta escuetamente que la correlación positiva entre democracia y educación debe ser cuestionada. No es inexorable. Cuba es un ejemplo. Los niveles de instrucción formal pueden elevarse sin disolver el espíritu totalitario. Propicia cambios en la formación cívica. Indica, además, que la transición fue apurada indirectamente por el Tratado de Libre Comercio, la caída del Muro de Berlín y la apertura de los medios de comunicación (p. 48). Y concluye reclamando una penetrante investigación de lo ocurrido en 1968.
Federico Reyes Heroles se felicita del relieve que van adquiriendo los intelectuales en México. Ya son escuchados. Y agrega que el tránsito foxista es “la última oportunidad” del país (p. 82) para preservar su viabilidad estructural. La brecha con otros países en desarrollo y no sólo respecto de los industrializados se dilata. Muy rápido China neutralizará las ventajas relativas de México en el comercio internacional. Y la pobreza se convertirá aquí en un mal endémico.
Uno de los testimonios más emotivos pertenece a Rosario Ibarra de Piedra. Se presenta con sencillez como “madre de un desaparecido”. Aclara que no estudió en Harvard, que no pertenece al grupo de “esos señores sabihondos que tornan el país al revés”. Se queja de los “sindicatos blancos” de la CTM, especialmente en Monterrey, pero se abstiene de citar a Marx o a Lenin, a quienes sin embargo leyó. Reniega de los discursos previsibles pronunciados por “los jilgueros del PRI”. El trozo más importante de la entrevista lo dedica al 6 de julio de 1988, cuando impone un encuentro con Manuel Bartlett junto con Clouthier y Cárdenas. El trío pide explicaciones. En vano.
Esta reseña no hace justicia a todos los aportes que contiene el texto. El espacio es modesto y la selectividad, inevitable. Sin embargo, cabe recomendar su prolija lectura. Se trata de testimonios subjetivos, que habrán de enriquecer y complementar lo que nos digan las porfiadas evidencias.
Bien hicieron Luken y Muñoz en reunir estos testimonios que hoy, en el tercer año de la transición, parecen anticipar la atonía y acaso los extravíos en que está incurriendo aquel esperanzado impulso al cambio. Acertada iniciativa. ~
es académico israelí. Su libro más reciente es M.S. Wionczek y el petróleo mexicano (El Colegio de México, 2018).