Los libros que nunca he escrito, de George Steiner

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Quizá los libros que no escribimos muestren una anatomía del alma más nítida que la ofrecida por nuestra bibliografía. Ese parece ser el sentido de Los libros que nunca he escrito, la última obra de George Steiner. De esa manera, cada capítulo aspira a la ejemplaridad: la erudición en tanto que búsqueda del tiempo perdido, la envidia que destruye al escritor menor o la manera en que el crítico la metaboliza, la comedia de lo sexual en varias lenguas, la creencia de que, si Occidente es un misterio, en el corazón de ese misterio están los judíos, el destino de la enseñanza de las humanidades, el amor acaso perfecto, dado que es del todo desinteresado, que sentimos por los animales domésticos y, al final, las confesiones de un apolítico que son tan políticas como las que escribiera Thomas Mann en su día.

Más allá de los libros no escritos, cuyos esbozos y fantasmas son la materia de este libro, habría que dedicar un párrafo a los que Steiner (París, 1929) ha publicado durante medio siglo. Hablando sólo de sus principales obras unitarias, que a veces tienen como origen las notas de un seminario –y sin contar un par de novelas, colecciones de relatos y su crónica del duelo de Reikiavik entre Fischer y Spassky–, tenemos Tolstói o Dostoievsky (1960), La muerte de la tragedia (1961), En el castillo de Barbazul / Aproximación a un nuevo concepto de cultura (1971), Después de Babel / Aspectos del lenguaje y la traducción (1975), Heidegger (1978), Sobre la dificultad y otros ensayos (1978), Antígonas / Una poética y una filosofía de la lectura (1984), Presencias reales (1989) y Gramáticas de la creación (2001).*

A esta estantería le sigue otra que reúne las recopilaciones de ensayos, cruciales para componer la imagen entera de Steiner, quien ha sido, armoniosamente, un eminentísimo profesor de literatura comparada y un crítico literario en The Times Literary Supplement y The New York Review of Books. En libros como Extraterritorial (1972), Lenguaje y silencio (1967), Lecturas, obsesiones y otros ensayos (1984, título en español de Steiner: A Reader) y Pasión intacta (1996) tenemos, a veces, al mejor Steiner, involucrado en la fama del hoy menospreciado Lawrence Durrell, juez severísimo de Simone Weil, árbitro en la disputa milenaria entre Atenas y Jerusalén, exorcista de Georg Lukács y escucha de la presencia de Orfeo en Claude Lévi-Strauss.

Una tercera sección de la biblioteca steineriana está en proceso de escritura y de catalogación: es una autobiografía espiritual e intelectual compuesta de varios libros y escrita en diversos tonos: no sólo Errata (1997) sino Lecciones de los maestros (2003) y Los logócratas (2007), o las entrevistas y diálogos entre él y algunos interlocutores privilegiados (Antoine Spire, Ramin Jahanbegloo, Pierre Boutang, Cécile Ladjali), género en el que Steiner resulta ser una lectura deliciosa. A este tercer orden pertenece Los libros que nunca he escrito.

El ensayo dedicado a la envidia es el que más me ha interesado. En Cecco d’Ascoli (Francesco degli Stabili, 1269-1327), a cuya obra es muy difícil entrar desde los tiempos fatales en que rivalizó con Dante y murió, reo de herejía, en la hoguera, Steiner encuentra un problema similar al planteado por Joseph Needham (1900-1995), autor de una monumental historia de la ciencia en China y materia del primer ensayo de Los libros que nunca he escrito. Se trata de lo que otros han llamado “los orígenes trágicos de la erudición”, es decir, la ansiedad de absoluto que persigue lo mismo a los poetas maldecidos que a los sabios extraviados en los remotos confines de su sabiduría. Al interpretar esos dramas Steiner se presenta como testigo privilegiado de los desfallecimientos de la vanidad, de los sismos que azotan a la tierra media del talento, del aturdimiento o la sordera provocados tanto más por el éxito que por el fracaso. Needham mismo –cuya biografía escrita por Simon Winchester se acaba de publicar– es un héroe a la altura de la curiosidad steineriana: un sabio malévolo que se atrevió a ser más chino que los chinos.

A Steiner mismo no le falta vanidad y la luce, pues la conciencia de su importancia como médium entre el genio y sus lectores es capital para comprenderlo. He estado, dice Steiner y lo parafraseo, en Princeton, en Harvard, en Cambridge y en Ginebra, y nada de ese mundo olímpico me es ajeno. He escuchado las llamadas de Estocolmo que le anuncian a un colega el premio Nobel y también he lamentado el llanto de un poeta al saber que un rival odiado se le ha adelantado en la gloria. He olido, nos advierte, el fétido olor que sube desde el ego. Esa forma vicaria del egotismo le permite a Steiner colocarse, en tanto que crítico, profesor, comentarista de textos o publicista de causas ajenas, en una posición que no duda en calificar de bienaventurada: “Qué afortunado he sido por desempeñar este papel tributario y de comparsa.” No le interesa dotar a la crítica de la aureola de la creación: “Los grandes críticos son más escasos que los grandes creadores. Por el estilo de su prosa y de sus propuestas, unos cuantos críticos han sido incluidos en la literatura misma. Pero sigue en pie el hecho fundamental: años luz separan el poema y la ficción imperecederos del mejor discurso crítico”, dice, acaso sabiendo que él quedará considerado, junto con Auerbach, Leavis, Curtius y quizás Harold Bloom, entre los grandes críticos-profesores, y no ignora la probable posteridad de Después de Babel o de Gramáticas de la creación.

Steiner es un vencedor o, si se quiere decirlo de manera más piadosa, un sobreviviente de casi todo: del Holocausto, del cual se salva gracias a la providencia de su padre; del mesianismo marxista y de sus miles de clérigos reclutados en la academia y en la literatura, al grado que cuando se encuentra con Needham decide terminar la relación con el príncipe de los sinólogos al percibir que en este no hay ni autocrítica ni remordimiento por haberse prestado a la propaganda falaz que acusaba a Estados Unidos de haber usado armas químicas en la guerra de Corea. Pero nunca ha sido Steiner un antimarxista: ambas “ciencias judías”, el marxismo y el psicoanálisis, le merecen un respeto enorme.

También, y ello es notorio en Los libros que nunca he escrito, Steiner se asume como sobreviviente de la liquidación que del arte de la lectura intentaron los postestructuralistas y la deconstrucción. “Nosotros”, dice, usando un plural mayestático que también incluye a los happy few, “nos entusiasmamos con la convicción de que son modas efímeras, juegos de palabras sacados del surrealismo que pronto se desvanecerán en el ridículo”. De esas sobrevivencias y de otras (como no asimilarse del todo ni a Estados Unidos, cuyo pasaporte usa, ni a Israel) está hecho el temperamento de Steiner. A sus ochenta años, además, ha seguido aprendiendo: su rechazo a la cultura de masas, a veces justo y no en pocas ocasiones indefendible (como en su abandonada bravata contra el rock), ha menguado y hoy reconoce, distanciándose de sus maestros de la Escuela de Frankfurt, que en muchas ocasiones el pesimismo, como estrategia frente a las vulgaridades que lo nuevo acarrea, es un tanto esnob: no es cualquier cosa que el hijo del vecino pueda descargar en minutos la Misa solemne. Las transformaciones que la red, el ciberespacio, la biblioteca virtual o el libro electrónico le imponen al universo-mundo son tan aplastantes que hubiera sido inaudito que un Steiner se tardara en meditarlas.

“Los idiomas de Eros”, el ensayo que más ruido hizo al presentarse Los libros que nunca he escrito, a mí me parece, menos que una reflexión sobre el sexo y el lenguaje, una fantasía literaria en la que Steiner se proyecta, gozoso, en la figura admirable de Casanova. Con Lacan –diríase que hablando de la cama se hacen extraños amigos–, Steiner cree que lo sexual es siempre una comedia que actuamos ante nosotros mismos, desde la masturbación hasta la orgía. Al ofrecer un anecdotario de cómo hizo el amor con mujeres con las que hablaba en alemán, en inglés, en italiano y en francés, Steiner se presenta, pese al barniz autobiográfico, más que como un amante cosmopolita, como un personaje que ha sabido hablar como si fuera Husserl, Moravia, John Cowper Powys o Racine.

Son conocidas las ideas de Steiner sobre el judaísmo e Israel pero en “Sión”, el ensayo dedicado al asunto, alcanzan una síntesis yo diría que definitiva. Insiste en preguntarse lo que nadie ha sabido responder, ese enigma de la sobrevivencia judía al cual se adhiere, simbiótica, la maldición del antisemitismo. No puede Steiner sino concluir, con la ayuda del psicoanálisis (y de Lamarck, apestado en el mundo moderno), que al judío se le ha castigado no por haber matado a Dios, como reza la vieja y eficaz calumnia cristiana, sino por haberlo inventado. Steiner mismo es, para usar el chiste, un ateo por la gracia de Dios, es decir: el ateísmo es una saludable reserva de prudencia que impide enloquecer ante la inaudita y temible riqueza de la religiosidad.

Los judíos modernos, recuerda Steiner, crearon lo mismo al vilipendiado señor del dinero que a sus más despiadados enemigos: Marx es más judío que Rothschild. Pero eso ya es historia antigua y es el Estado de Israel la última creación del genio judío, la más inesperada, la más heroica y la más autodestructiva, paradoja de paradojas que ha normalizado al judaísmo, dándole al judío la posibilidad de perseguir, humillar, torturar o deportar, despojándolo de esa singularidad moral que lo incluía en la aristocracia de la no violencia, reduciéndolo a “la condición común del hombre nacionalista”.

No le gustan a Steiner los sionistas de salón, que le recuerdan a los compañeros de viaje prosoviéticos con sus alabanzas de un régimen en el cual nunca hubieran deseado vivir. Pero la democracia israelí, rodeada de enemigos mortales y forjada en la letra del Libro de Josué, debe ser, al mismo tiempo, defendida y criticada. Y el judío de la Diáspora, concluye, tiene que estar a la altura de lo que el judaísmo ha sido y ejercer el difícil arte de ser el invitado, condición manifiesta en nuestra pasajera presencia en un mundo al que hemos sido arrojados sin pedirnos consentimiento alguno. Pero Steiner confiesa que nunca escribió esa obra capital sobre Israel y Sión porque, como tantos otros judíos ilustrados, no sabe hebreo.

Una “Petición de principio”, que cierra el libro, es el menos interesante de los ensayos. Es un poco irrelevante que Steiner se declare apolítico, pues no lo es, no lo ha sido ni lo será, por más que confiese no haber votado nunca o recuerde su infancia durante los “momentos Calígula” del siglo. Pocos pensamientos, de los originados en la literatura, tan políticos como el de Steiner. Toda su obra se refiere a la necesidad de vivir, actuar o morir en el centro de la ciudad política: el amor socrático entre el maestro y sus discípulos, el atroz silencio de Heidegger, la disyuntiva que se le presenta al lector entre Tolstói y Dostoievski, lo ocurrido en el castillo de Barbazul cuando la última puerta que se abre es la que conduce al destino colectivo. Antígona, Antígona misma, ¿no es el más político de todos los dramas?

Otro de los autorretratos que Steiner ofrece, en Los libros que nunca he escrito, es el del sabio profesor itinerante que ha enseñado en cuatro lenguas por los cinco confines del mundo. En un tiempo como el nuestro donde darle la vuelta al planeta es fácil y rápido, vivimos el apogeo de los conferencistas. Los viejos viajeros que se aventuraban a cruzar el Atlántico (o los Montes Urales) para ensanchar el sentido de Occidente, los Wilde, los Brandes, los Ortega, los Keyserling, deben mirar, asombrados y envidiosos, los periplos de un Vargas Llosa, de un Savater y, hasta hace poco tiempo, de un Steiner. El conferencista es siempre una alma que corretea el diablo, un predicador en tierra de infieles o un peregrino a Tierra Santa, cualquiera que esta sea. En el caso de Steiner, su audiencia es la alta academia y esas olimpíadas del saber humanista con las que sueña, deportivo, ese fanático del futbol americano que es el autor de El castillo de Barbazul, serían el certamen soñado en que pondría a prueba sus para mí arcanas comparaciones entre el bachillerato francés, la escuela pública inglesa o los colegios de Estados Unidos.

Menos que su alarma ante la masificación de la enseñanza universitaria (barbarie que nunca llega a ser total, según se comprueba en las propias crónicas del campus que Steiner escribe) y los comentarios elitistas que escandalizan a los periodistas que se avienen a leerlo o entrevistarlo, lo más instructivo del ensayo dedicado a los asuntos educativos es la manera en que cierra la polémica, hoy antediluviana, que enfrentó a C.P. Snow con F.R. Leavis y que Lionel Trilling reseñó hace ya cincuenta años. El pleito versaba sobre la contradicción fatal entre “las dos culturas” y a cuál, entre la ciencia y las humanidades, le tocaba fungir de hermanastra de la otra. No es posible, interviene Steiner, entender el conocimiento como una fuerza monista que las incluye a ambas pero tampoco se necesita afirmar o maldecir el dominio de la técnica, como lo hicieron Heidegger o Spengler. En el mundo de Google manda la ciencia, que actúa, ya en el futuro, en una forma inimaginable para el positivismo decimonónico mientras que las humanidades, nos guste o no, aguardan para ver caer el crepúsculo sobre el jardín de Occidente, tal cual lo temieron Valéry o Connolly. Nuestra cultura es finita, nos recuerda Steiner, y cumpliendo su ciclo, nuestra civilización terminará. Ese final ya está cantado, advierte, por más que apostemos con la probabilidad de que los nuevos Miguel Ángel, Goethe o Beethoven aparezcan mañana por la mañana. La arrogancia del sobreviviente, en Steiner, está también en monopolizar el canto fúnebre, apagar la luz y cerrar la puerta. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si la flecha del tiempo invirtiera su curso y un Steiner estuviera no en el fin sino en el principio, como acabaron por estarlo los profetas del Antiguo Testamento? Suena fantástico.

Todo en George Steiner, su judaísmo ilustrado y meditabundo, su dominio de Europa como si fuera el huerto de su casa o su magisterio en esa gran tradición académica y crítica (Auerbach junto a Edmund Wilson), parecen colocarlo en el capítulo final. Pero el libro todavía no está escrito. ~

 

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* Véase Adolfo Castañón, Lectura y catarsis / Tres papeles sobre George Steiner seguidos de un ensayo bibliográfico y de una hemerografía del autor, Ediciones Sin Nombre/Ediciones Casa Juan Pablos, México, 2000.

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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