El centro exacto de Parte de guerra, el nuevo libro de Carlos Monsiváis y Julio Scherer, lo ocupa la fotografía de un grupo de madres de aquellos estudiantes que convulsionaron la Ciudad de México en 1968. La blanca página de enfrente contiene sólo cinco palabras: "Es imposible vivir sin olvidar". La máxima de Nietzsche es un epígrafe extraño y contradictorio para un libro cuyo objetivo es precisamente recordar y para quienes se han negado a permitir que esa noche en Tlatelolco se pierda en el silencio y proclaman año con año: "2 de octubre no se olvida". Entre estos memoriosos sobresale el propio Monsiváis. Formó parte de la Asamblea de Intelectuales, Artistas y Escritores que apoyó al movimiento hasta el 3 de octubre, cuando la asamblea se disolvió en medio de la represión ilimitada del gobierno, y ha escrito y hablado sobre el 68 desde entonces.
En el post scriptum de ésta, su última versión de lo sucedido en 1968, Monsiváis enumera las razones por las cuales, negando su epígrafe, es imposible vivir sin recordar Tlatelolco. El 68 fue la "experiencia fundamental de una generación juvenil en la Ciudad de México", porque fue "el primer movimiento estudiantil moderno" y, sobre todo, porque "infundió en sus participantes la sensación del cambio súbito de mentalidad… No se sintieron héroes pero sí partícipes de la resistencia al autoritarismo". Monsiváis explica así el arraigo del 68 por "su sitio privilegiado en el árbol genealógico de la disidencia en México" y, también, "por la impunidad judicial que rodeó y sigue rodeando a la matanza".
Esta última es una de las razones fundamentales que han hecho imposible olvidar. Los responsables de Tlatelolco han ido desapareciendo sin reconocer jamás la magnitud de la masacre, su resonancia histórica y su propia culpabilidad. De aquí la enorme importancia de la primera parte del libro: las secciones escritas por Julio Scherer y los documentos que le legó el general Marcelino García Barragán. De las estampas de Scherer no se desprenden las razones que llevaron a García Barragán a aclarar para la posteridad una de las mayores incógnitas de Tlatelolco: la identidad del tristemente célebre batallón Olimpia que inició la balacera en la Plaza. ( Es también inexplicable, por cierto, la simpatía que Scherer le profesa. ¿Cómo sentir empatía con un padre que educa a machetazos a su hijo o colgándolo de cabeza? Por lo demás, hasta donde recuerdo, García Barragán, públicamente, formó parte siempre del coro justificatorio que rodeó a Díaz Ordaz.)
Los papeles de García Barragán apuntan claramente al jefe del Estado Mayor Presidencial (EMP) en 1968, el general Luis Gutiérrez Oropeza, y al jefe del jefe del EMP: el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Más allá de la teoría y la praxis pedagógica de García Barragán, dos párrafos del libro congelan la sangre: aquellos donde García Barragán descubre que Gutiérrez Oropeza había apostado en diversos departamentos de Tlatelolco a soldados bien armados con orden de "disparar sobre la multitud", y el recuento del general Gutiérrez sobre las ambiguas pero elocuentes instrucciones que había recibido de Díaz Ordaz y que vale la pena citar completas. Scherer ha sido y es un excelente periodista. Astutamente, cierra su escrito con un largo párrafo del pequeño libro de Memorias de Gutiérrez Oropeza publicado en 1988, que muy pocos han leído:
Coronel instruyó GDO a Gutiérrez Oropeza, si en el desempeño de sus funciones tiene Ud. que violar la Constitución, no me lo consulte porque yo, el presidente, nunca le autorizaré que la viole; pero si se trata de la seguridad de México o de la vida de mis familiares, coronel, viólela, pero donde yo me entere, yo, el presidente, lo corro y lo proceso, pero su amigo Gustavo Díaz Ordaz le vivirá agradecido.Del recuento de Scherer y Monsiváis, como de otros libros que han tocado el tema del 68, se desprende con toda claridad que Díaz Ordaz no veía más allá de sus propias creencias y prejuicios: sólo él vio la bandera rojinegra izarse en la Catedral, sólo él vio la omnipresente mano de Moscú dirigiendo el movimiento, sólo él adscribió a los estudiantes del 68 el objetivo de obstaculizar las Olimpiadas, sólo él sintió que el "grito" de Heberto en la UNAM el 15 de septiembre suplantó al presidente y pulverizó su "legitimidad". Díaz Ordaz eligió asimismo "no enterarse" de las acciones de Gutiérrez Oropeza. Seguramente le vivió agradecido el resto de sus días.
El olvido debe ser el monopolio de aquellos que, como el secretario de Gobernación en 1968, necesitan refugiarse en la amnesia. El resto de los mexicanos estamos recuperando la memoria de la mejor manera posible: en forma de libros. Son nuestras las palabras que un escritor ruso escribió en medio de la glasnost: "Ésta es nuestra historia. Las victorias y los retrocesos nos pertenecen a todos. Olvidar la historia daña la atmósfera moral de la sociedad". Un pueblo que pierde la memoria pierde el futuro, porque sólo es posible construir a partir de la verdad. Parte de guerra descubre una pieza más del rompecabezas de lo que sucedió esa noche en Tlatelolco; contribuye a develar laverdad y a evitar el riesgo mayor del olvido y el silencio: repetir la historia. –
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.