Baile con serpientes, de Horacio Castellanos Moya

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Horacio Castellanos Moya, Baile con serpientes, Tusquets Editores, México, 2002, 193 pp.
NOVELA
El otro reposo del guerrero

En algún lugar de América Latina, en el centro o el sur del continente, se cruzan los destinos de dos hombres y se desata una cruenta rueda de azares que pone en peligro y en ridículo a los poderosos de un país. Hay cierto tono hollywoodesco en la novela de Castellanos Moya, permeado por un aire cool, distanciado, que casi hace de la indiferencia un emblema y que querría envolver, pero no ocultar, una crítica a la moral desde una posición alternativa. El autor ha optado por la farsa para desplegar tal intrincada visión del mundo, y en lo fársico está aquel aire de filme complaciente y exitoso. La clara intención alegórica de la historia, que vuelve enfáticamente grotesco mucho de lo que ocurre, sirve para afianzar la hipérbole. Vean qué brutos son los políticos y los policías de este país (cualquiera del subcontinente), además de corruptos desde luego.
     Dos planos se contrapuntean en la novela: el de la realidad misma, poblada de horrores, mentiras, deseos emboscados, miserias diversas, y el de la imposible y que quiere ser efectiva alegoría, trazada mediante símbolos y confiada en el hipotético ánimo del lector, en sus ganas de sonreír, complacido por una exageración sin velos. Primero la realidad: en una zona donde habitan personas de baja clase media, se instala una destartalada carcacha acaso intencionalmente llamativa por el amarillo de su vieja carrocería. Se oculta en ella un hombre que contribuye al misterio mediante su hosquedad, su marcada misantropía, su fascinerosa facha, y que sale a la luz sólo a recolectar desperdicios para luego mercarlos y surtirse de aguardiente. Por ahí vive, con su hermana y su cuñado, un joven desempleado, universitario, desplazado del desfile ordenado de los negocios del mundo. El joven, del que luego se sabrá que tiene "problemas de conducta", encuentra en aquel hombre una extraña seducción (nunca explicada suficientemente, por lo demás).
     Hasta este punto todo parece ocurrir normalmente: un vago entorpece la calma de un barrio e inquieta a un hombre no cercano a la normalidad. Luego Castellanos Moya dispara la acción de la novela para dotar a ésta de un ritmo notable por su velocidad, sus firmes trabazones, sus nudos finos. Hacia su mitad, la historia ha ganado indudable vigor. Pero aquel vértigo que le da sustancia quita también fuerza a la obra. En ocasiones es excesivo, como en el caso del último encuentro entre los dos personajes marginales (y centrales en la historia), o en el del viejo con otro "malviviente", o en la metamorfosis súbita de las serpientes, que pasan de presuntos guerreros en reposo a símbolos hablantes y actuantes de la restauración del orden justo del mundo. Faltan hilos en el tejido de aquellas figuras míticas y tan concretas, casi humanas, demasiado humanas. En consecuencia, el propio carácter simbólico de las serpientes —inoculadoras de la codicia según los textos bíblicos, deidad de la tierra según los primeros mexicanos— se desdibuja y viene a ser en ocasiones, quién lo diría, tan grotesco como lo que se pretende ridiculizar (a saber, la impúdica codicia de los poderosos, su torpeza extrema para discernir lo que es y lo que no es, su entrega cabal a la corrupción como medio de vida y de supervivencia, su adicción a la desolada fiesta de la vigilia turbia).
     Hay en la novela una oportunidad que habría dejado escapar su autor. Es el caso de Rita Mena, una periodista que en la brevedad de sus nombres parecería esconder la cifra de los misterios de la trama toda. Castellanos Moya pudo elegir: seguir por el camino de la farsa matizada con reflejos políticos o fundir efectivamente elementos fársicos con signos sencillamente humanos, sobre el escenario de la lucha por el poder. Eligió, o se dejó ir por ella, la primera opción. Pero entonces ¿qué papel cumple Rita Mena en el curso de la historia? Uno meramente anecdótico, acaso prescindible. Incluso, se dirá, es ella a quien acude el perseguido para establecer contacto con el otro mundo, el de la vida de todos los días, y comenzar a derruirse él mismo. Sin embargo pudo llamar a cualquiera, a algún otro periódico, al mismo jefe policiaco encargado de la pesquisa. Lo cierto es que Rita Mena ha sido puesta en el curso de una historia bien provista de ricas posibilidades: es una mujer libre, inteligente, combativa. Y queda sólo como un mero personaje adjetivo, sin redondear. El desenlace de la novela parecería representar la figura de un uroboros, el animal que muerde su propia cola. Decenas de muertes tuvo que haber para que las serpientes y el perseguido encuentren sus amores, los caminos de sus deseos y sus placeres más encendidos e insólitos, en escenas de un pretendido erotismo en las que baila sólo la sombra de lo ridículo. Y para que el guerrero vuelva a reposar. ~

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Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México


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