Los príncipes valientes, de Javier Pérez Andújar

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Javier Pérez Andújar (Sant Adrià de Besòs, 1965) es un personaje conocido por los espectadores de la televisión catalana como colaborador habitual de los programas literarios de Emilio Manzano. Además de eso, ha ejercido el periodismo en medios como Taifa, de la que fue redactor jefe, Ajoblanco, Globe, Mondo Brutto o El País, y ahora publica su primera novela, Los príncipes valientes, que la editorial Tusquets ha presentado como “una maravillosa novela de periferias industriales, pupitres escolares y televisores”. Lo cual, a pesar de ser un evidente reclamo publicitario, no deja de resultar cierto: Los príncipes valientes es la soberbia narración de la infancia del protagonista en Sant Adrià, municipio que, partido en dos por la desembocadura del río Besòs, había entrado a formar parte del desmadejado extrarradio barcelonés de la época. Hablamos de principios de los setenta, de modo que en la evocación de dicha infancia aparecen las ineludibles alusiones a la emigración, al paraíso perdido de la vida en el campo, a la Guerra Civil y el rosario de mutilados que esparció por toda la geografía española, al desarrollo industrial de los años sesenta y los horribles barrios que se levantaron en su honor para disponer de mano de obra barata, a las subsiguientes octavillas, huelgas y demás actividades clandestinas de propaganda y agitación, así como al indiscutible papel formativo desempeñado por la televisión el día que irrumpió en todos los hogares españoles.

Ahora bien, todos estos escenarios son simples telones de fondo de la verdadera sustancia de la novela, que no es otra que la vida interior del niño protagonista o, si se prefiere, la materia de la que están hechos sus sueños. En el libro comparecen todo tipo de personalidades literarias, ilustradas, cinematográficas y televisivas –como dice el autor, el relato está escrito con un evidente afán notarial–, personalidades que juegan un papel principal en la biografía del protagonista y que cruzan sus páginas con el resuelto apresuramiento de una novela de Baroja. La enumeración de esos nombres no puede ser más elocuente: Ivanhoe, el Capitán Trueno, el Sargento Furia, Don Quijote, Karl May, Camilo José Cela –que en principio es sólo un personaje televisivo, como Gloria Fuertes–, el Pinocho de Luigi Comencini, Sancho Panza, Kojak, el Pan Tau de la televisión checoslovaca –un muñeco que puede adoptar según su propia voluntad la apariencia de un ser humano–, el capitán Nemo, el doctor Moreau, King Kong, Buster Keaton, la familia Ulises y así sucesivamente. A estas figuras deben sumarse otros personajes reales, como el maestro don Antonio, que con voz de caballón andaluz recita en clase Campos de Castilla; el padre Santiago, en cuya parroquia se viste el niño de monaguillo, o el tío Lenin, que aparece fotografiado en el altar de la abuela con el gesto de ponerse a escribir: un joven cuya obsesión es eludir las faltas de ortografía y que después de cambiar de nombre, tras finalizar la Guerra Civil, emigra a Barcelona y allí muere de un infarto antes de ser engullido por la apisonadora industrial catalana. Porque Los príncipes valientes resulta ser, entre otras cosas, la crónica de un linaje que por vez primera abandona su origen rural para hacinarse en el suburbio de una gran capital, escisión que se hace evidente en el contraste entre las leyendas orales familiares y la cultura popular de la que se va empapando el niño.

De entre las personalidades citadas en el libro merece una alusión especial el teniente Colombo, quien “a distinción de los otros policías y detectives de las series […] sólo lleva un lápiz y un cuadernillo” y cuya evocación –que llega a tener la forma de un brillantísimo análisis erudito– ocupa nada menos que dieciséis páginas. Colombo “es el hombre que se queda pensando después de que las cosas han pasado, y luego anota algo”. Otra referencia tutelar es la de Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, alias el Mierda, el buhonero cojo al que Cela conoce en el camino de Cifuentes de su Viaje a la Alcarria, hasta el extremo de que el protagonista llega a emular su cojera antes de tomar como modelo la otra torcedura, más trágica, del Rizzo de Cowboy de medianoche. Porque todo el libro discurre en ese limbo mítico en que la vida se confunde con la literatura y al revés, y hay que añadir que de ese encaje de bolillos están hechos los mimbres de esta novela, según la cual “la vida no es la naturaleza”. Es decir, “la vida” no estaría fuera de nosotros ni tampoco quizá dentro, sino en el constante diálogo que se entabla entre ese “estar fuera o estar dentro de uno mismo”, discusión en la que juegan un papel fundamental la literatura popular, la televisión, las viñetas y la leyenda de nuestros antepasados.

Los príncipes valientes está escrita asimismo con el prurito lírico de, por ejemplo, algunos libros de Cela, con la notable particularidad de que aquí el lirismo sirve de escenario interior del protagonista, o de antesala a dicho escenario. Es decir, la enorme galería de imágenes con que está compuesto este magnífico libro no cae nunca en la prolijidad y así el lirismo es la elocuente vía que muestra la riqueza interior del niño. Y hay que decir que quien nos habla no es el niño sino la persona adulta que un día fue ese niño, y que dicha persona rememora con tal viveza el contexto de su infancia que a ratos olvida uno que quien le habla es un adulto y llega a ver sólo los perplejos pasos del niño entre el tendido eléctrico del río Besòs. Igualmente, la novela podría calificarse de bildungsroman salvo que aquí el protagonista no tropieza con la adolescencia sino con la propia infancia –más estrictamente podría hablarse de una novela de iniciación, en la que el protagonista va viendo nacer su vocación de escritor– y tampoco existe la figura proverbial de un mentor si exceptuamos a su tío Ginés, bebedor de anís y soltero meditabundo, o acaso también a su condiscípulo Ruiz de Hita, lector empedernido y maestro de ceremonias de los mitos del autor cuya despedida sirve para clausurar el libro de forma deslumbrante. Pues la novela concluye cuando el niño protagonista dice adiós a Ruiz de Hita –por razones que no sería justo desvelar aquí– y entonces remonta con su bicicleta la ladera del río Besòs y resume en su corriente la sinfonía y cifra de su vida, así como de su vocación y, también, de su hondo aprecio por el amigo perdido.

Por fin, y fuera de todas esas magníficas virtudes literarias, el libro posee otra enorme cualidad digna de subrayarse y es que su abundancia de opiniones resulta siempre luminosa y esclarecedora. Es decir, el libro podría entenderse como un soberbio tratado médico sobre la infancia, o más bien sobre la importancia de los mitos de la infancia, e incluso como una suerte de suma de ensayos literarios, si bien se trata de otra cosa: el extraordinario fresco de una infancia recuperada muy recomendable para todos los niños que nacieron en la década de los sesenta e incluso a principios de los setenta, pero más en general para todos aquellos que han sentido, alguna vez, la tentación de ponerse a escribir. ~

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Barcelona, 1970) es profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña. Ha colaborado con la revista Lateral y con Cultura/s, suplemento de La Vanguardia.


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