Uno de los placeres de empezar una nueva novela de un escritor como Ignacio Martínez de Pisón es reconocer cierto aire de familia. Otro es detectar lo que va cambiando, porque también es un narrador que asume nuevos retos y que tiene muy clara la propuesta de cada uno de sus libros. Castillos de fuego, la novela más extensa y ambiciosa del autor zaragozano, es un relato rico, sólido y vibrante. Como parte de Dientes de leche y Filek, transcurre en la posguerra. El asunto son las consecuencias de la contienda, un periodo que Pisón ha tratado también en piezas como el guion de Las trece rosas, la recopilación y selección de la antología Partes de guerra (reeditada el año pasado en Catedral) o el ensayo narrativo Enterrar a los muertos.
Parece que unos libros llevan a otros: así, las cárceles madrileñas eran importantes en Filek y también lo son en Castillos de fuego. Novela de franquistas y sobre todo de resistentes, a veces casi policiaca y a ratos western, incluso por el papel de la fatalidad, ambientada en un país arrasado donde todavía hay una fuerza de destrucción –la represión y la persecución que ejerce la dictadura– y cierto movimiento de reconstrucción –que, se intuye, contribuye a minar las ilusiones de la primera resistencia antifranquista–, trata de familias y de la intersección de la historia pública con la historia privada.
El tiempo de las mujeres era una novela sobre Zaragoza y la Transición; El día de mañana –probablemente el libro más cercano a este– contaba la Barcelona de los años sesenta y setenta, y el Madrid de posguerra es quizá el gran personaje de Castillos de fuego. La documentación y su incorporación y transformación en elemento narrativo es admirable, tanto en los numerosos episodios y personajes históricos –Trilla, el dirigente comunista asesinado por orden del PCE, o el escritor y fundador de Falange Dionisio Ridruejo– que aparecen en la novela como en el ambiente y la geografía de la ciudad.
Castillos de fuego tiene una factura aparentemente clásica; emplea con maestría la elipsis. Transcurre entre febrero de 1939 y septiembre de 1945. Es coral y se divide en cinco partes. Tiene un narrador en tercera persona, un esfuerzo por la concreción y fisicidad del lenguaje, y una construcción generalmente a base de escenas. El humor está menos presente que en otras obras de Pisón, y la violencia es un elemento central. El autor huye de lo didáctico y evita el maniqueísmo: hay villanos, que no dejan de serlo, pero tienen componentes humanos; no hay héroes, porque a veces los personajes tienen comportamientos audaces o leales, pero otras veces no: hay traiciones, engaños, cobardía y crímenes a sangre fría. Hay personajes atractivos precisamente por sus aristas y su fragilidad: Eloy, con un pie destrozado por un bombardeo, que se integra en el maquis después de la ejecución de su hermano; Basilio, la figura más galdosiana del libro, un profesor universitario represaliado por masón que lo pierde todo y encuentra cierto consuelo en la religión; Gloria y Cristina, con dos formas diferentes de valor; la taquillera Alicia; el siniestro Valentín, que purga su pasado comunista cazando a comunistas.
Es un mundo de racionamiento y estraperlo y se ve el lado más cutre de la picaresca; hay acciones generosas pero predomina una atmósfera de miedo, miseria y mezquindad. El amor y el sexo son un refugio; la posibilidad de escapar y de imaginar otras vidas, pero a veces también una vulnerabilidad: por las consecuencias, por las delaciones, por las acusaciones. La dialéctica de la dignidad y la humillación es uno de los ejes de la novela. En muchos casos se trata de vidas arrasadas por la guerra o la represión posterior. Pisón evita la épica: retrata las convicciones políticas, pero muestra los límites y las contradicciones del idealismo, con los temores o esperanzas que genera la evolución de la Segunda Guerra Mundial. Los comunistas y los falangistas temen a sus enemigos, pero también –con razón– a sus compañeros: por la arbitrariedad y el ánimo conspirativo del poder en la dictadura, por la mentalidad paranoica y obsesiva que genera la clandestinidad. Las refriegas son chapuceras en el mejor de los casos, las acciones pocas veces salen bien, los interrogatorios son brutales, la violencia mancha a quien la ejecuta y muchos de los personajes acaban atrapados por las circunstancias y por unas fuerzas que hace tiempo que dejaron de controlar.
Castillos de fuego hace pensar en escritores clásicos de Madrid, como Baroja o Galdós, y en un libro reciente como Madrid 1945, de Andrés Trapiello, que figura en la nota del autor, pero también en libros de Mario Vargas Llosa o Elsa Morante. La mirada de Pisón es humanista y la estructura tiene algo musical: por la capacidad de manejar a muchos personajes, por la habilidad para coreografiar los movimientos de los protagonistas –en un prostíbulo, en un despacho de abogados, un ginecólogo, un tren, unos matorrales–, por la maestría para combinar la investigación y la narración, la tragedia histórica y la devastación íntima, en una novela formidable. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).